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Así como fui una especie de poseído que iba detrás de Maradona cuando estuvo en Bogotá a comienzos de junio del 85, y lo perseguí por las avenidas, colgado del bus de la Selección Argentina, y me detuve horas enteras en la acera de enfrente del Hotel La Fontana sólo para verle la espalda con el número 10, y me metí de contrabando en El Campín para observarlo patear una y mil veces el mismo tiro libre en los entrenamientos, así anduve años y años buscando entre los fanáticos que conocí a uno que se volvió famoso porque en un momento de rabia “nacionalista” le tiró una naranja para que le estallara en el rostro.
La naranja rebotó un metro antes de donde estaba Maradona con los guayos desamarrados, la camiseta celeste y blanca por fuera y el gallo de Le coq Sportif reluciente, como si esperara un instante mágico. El “10” la miró, observó la tribuna repleta de colombianos que aguardaban el partido de sus vidas, alzó las manos, provocativo, y durmió la diminuta pelota que iba a inventarse sobre el empeine de su pie izquierdo. Los madrazos eran un infinito coro que en el fondo parecían decir, gritar, que el ser humano se une y se encuentra más que nada en las bajas pasiones.
Después lanzó la naranja hacia arriba, se la pasó de pie, la paró con el muslo, la echó hacia atrás, y de taco, la envió de nuevo a las gradas. El estadio se fue callando de a pocos y cayó en un silencio que fue admiración. Tampoco era cuestión de ovacionar al enemigo.
Una vez más, pensé yo pasados los años, Maradona había resurgido del odio o de la muerte, como a los 17 años, cuando lo dejaron por fuera de la Copa del Mundo del 78, como en el 82, cuando lo echaron ante Brasil, como en el 83, cuando en seguidilla superó una hepatitis y la fractura de todos los huesos de su pierna izquierda.
Unos años atrás supe por esas casualidades de la vida que el tipo de la naranja se llamaba Eduardo Suárez. Por aquel entonces tendría el hombre unos 25 años y algo de mal genio, según quienes lo recordaron. Paciente en la vida normal, eufórico y fanático en el estadio, detestaba como tantos otros a Maradona.
La radio y la televisión y la prensa lo habían alienado, y esa tarde de domingo, antes de que Argentina venciera a Colombia por tres a uno, reventó su rabia con lo primero que encontró a mano. Dos horas después iba hacia su casa con una enorme sonrisa pintada en el rostro, muy a pesar de la derrota.