Marcela Villegas: una mujer a prueba de todo
Un homenaje a la vida y obra de la escritora Marcela Villegas Gómez quien murió el pasado siete de febrero. Leer “Camposanto”es gozar de un tono sosegado, honesto y profundo. En marzo de 2021 se publicó su libro “La conmoción de los encuentros” por Sílaba Editores.
Elena Chafyrtth @Chafyrtths
Una tarde, mientras acomodaba en mi biblioteca los libros nuevos que había comprado en el mes, me encontré con una novela corta. Su portada llamativa me hizo quedarme allí. Noté cientos de hojas que alguna vez se desprendieron de sus árboles, pero no por eso dejaban de volar y moverse. De repente, puse mi mirada en su título “Camposanto”, de Marcela Villegas. Me arriesgué a leer en voz alta las primeras líneas: “Mientras me habla, el neurólogo se mira las uñas. Se nota que está satisfecho consigo mismo. Con eficacia profesional me hace entender que mi mamá es una más entre cientos de pacientes, que no hay nada de original o de importante en su padecimiento. El médico nunca se dirige a mi mamá. A ella, que en este momento está rodeada de una especie de cápsula, no podría importarle menos. Las palabras caen a sus pies, inocuas”. Cierro el libro y al mismo tiempo cierro los ojos y sonrió.
Me sumerjo en cada uno de los pensamientos de Elena, quien es una de las protagonistas. Leo y repito en voz alta que quiero ser como ella. Una mujer de carácter que no cede a los impulsos, pues sabe muy bien las consecuencias que generan una palabra hiriente o un gesto inapropiado. Una mujer que se desvanece a causa de su Alzhéimer, un diagnóstico que la despoja poco a poco de su esencia, una enfermedad que se apodera de lo que fue y no volverá a ser jamás.
Mientras leo me pregunto por la vida de la autora. Busco en internet alguna pista que me lleve a ella, pero lo que encuentro me descompone de inmediato. Murió en el segundo mes del año, lamentablemente yo la descubrí un mes después. Surgen más preguntas. ¿Cómo una mujer que dedicó gran parte de su vida a la Agronomía y Estudios Ambientales llega a refugiarse en la literatura? Súbitamente siento el impulso de averiguar por sus luchas y tropiezos. Observo una foto de ella y pienso que esos ojos grandes y brillantes no le tenían temor a la vida.
Comienzo por indagar con la directora de Sílaba Editores, Lucía Donadío, quien la conoció en 2018: “Marcela era sincera y cálida. A veces, combinar esas dos cosas no es fácil. Recuerdo que siempre fue muy alegre, ni siquiera cuando le diagnosticaron cáncer dejó de serlo”. Su voz se quiebra cada vez que pronuncia su nombre.
Dos días después le envió un mensaje a Camila Segura, quien fue su amiga y apoyo de siempre. Se conocieron en 1995 en una fiesta, ninguna de las dos sospechó que esa noche sería el inicio de una amistad eterna: “Nos burlábamos con los amigos de lo creída que era. Recuerdo una vez que me dijo ‘Yo soy una mujer a todo dar’. ¡Y sí!, era cierto, tenía una sensibilidad a flor de piel, pero al mismo tiempo era muy racional, lograba equilibrar esas cosas a la perfección”. Luego, rompió en llanto y me confesó lo mucho que le hace falta. “Marcela era mi confidente. Era la voz de la razón. Extraño su sentido del humor y su voz que me calmaba en momentos de angustia”. En el 2013, ella fue quien la convenció para que se presentara a Santillana, pues allí estaban buscando escritoras. Sin más, Marcela dejó las investigaciones y su carrera en estudios ambientales para convertirse en escritora de libros para la enseñanza del español como segunda lengua.
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Nació el 31 de octubre de 1973. Su infancia la vivió en Aránzazu, un pueblo ubicado al norte de Manizales. Solía recorrer la finca y observar las montañas y la naturaleza, pues la hacían sentirse en completa libertad. Desde pequeña fue una gran lectora, solía detenerse a escuchar algunos finqueros hablar sobre las plantas y se divertía mientras observaba a su padre, don Carlos, cuando cultivaba café. Movía su pelo corto y de vez en cuando jugaba a ser periodista; siempre le había parecido una profesión maravillosa.
Por ese tiempo, la carrera de Comunicación Social solo estaba disponible en Bogotá, por lo que decidió estudiar Agronomía, un programa que le hacía sentir fascinación pues estaba en constante contacto con la gente. Tiempo después, cursó una Maestría en estudios ambientales. Participó en Acción Colombia, un programa que consistía en trabajar con entidades del Estado por seis meses en vez de hacer una pasantía. Allí conoció a Sergio Gómez, quien más adelante se convirtió en su esposo y padre de sus dos hijos: Simón y Adelaida. La primera vez que se vieron fue en el Archivo Nacional, en Bogotá. Luego fueron a tomar un curso en Chinauta, Cundinamarca. Tras ello los dos habían sido elegidos para trabajar en el departamento de Sucre.
“Mi objetivo no era conseguir novia”, me cuenta Sergio mientras se ríe y al mismo tiempo se sonroja. “Me imaginaba por allá en las Amazonas leyendo y durmiendo en una hamaca”. Para el momento del viaje ya eran novios. Sus compañeros solían decirles que era muy común ver cómo se constituían parejas por unos meses en aquellos voluntariados, pero que eran historias efímeras, “amores de verano”. Sin embargo, los dos estaban tan enamorados que decidieron seguir con su relación muy a pesar de la distancia y de los tropiezos que tuvieron que enfrentar.
Tras un tiempo estuvieron de acuerdo en que Marcela se trasladara a Bogotá. Sergio tenía todo preparado para conseguirle un trabajo en la ciudad y estar junto a ella. Sin embargo, ella le explicó que no podía viajar: “‘Es que tengo que hacer un rural’, me dijo. Como nadie quería ir lo jugamos a la suerte. El que sacara el palito más corto, debía ir”. Él mueve las manos como un niño pequeño y me dice “Marcela vivió como quiso”, pero lo del viaje acabó en discusión y Sergio le terminó. Enojado, viajó a Estados Unidos para pasar vacaciones, pero fue el amor quien lo llevó a buscarla de nuevo. De aquella reconciliación nació su primer hijo. Luego de graduarse y buscar empleo, a Sergio le surgió una oportunidad de trabajo en California, por lo que vivieron allí durante siete años. La escritora aprendió a hablar inglés con las mamás de los amigos de su hijo, que se reunían todas las tardes en el parque. Así lo deja saber en su libro La conmoción de los encuentros. A los dos años ya sabía hablar inglés a la perfección.
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Una tarde, recibió una llamada de su hermano Santiago quien le contó que Rosa Estela, su madre, estaba actuando de manera muy rara. Ella al principio no le creyó. “Santi no, eso debe ser por la menopausia”. Viajó a Bogotá angustiada y encontró a su mamá con una mirada ausente, despeinada y con las uñas rotas. Algo inusual en ella, pues solía decir “En la vida hay que tener bien puesta la correa, estar bien arreglados”. Empezaron una misión —la cual no sería nada fácil— para que su mamá se animara a ir al médico. En efecto, el Alzhéimer se apoderaba cada vez más de su cerebro.
Cuando entrevisté al esposo de Marcela le pregunté por su suegra. Él cerró los ojos y luego pasó sus manos sobre su cabeza: “Estela era la mujer que lograba tener el hogar unido. Donde ella estaba entraba la luz, tenía la palabra perfecta ante cualquier situación. Ella siempre daba su opinión más no la imponía”. La tristeza de perderla fue plasmada por la autora en su novela a través del personaje de Amalia. “¿Cómo voy a despedir a Elena? ¿Cómo se celebra el velorio de un vivo que se muere a pedazos? Durante una semana me refugié en la excavación y ahora en el avión de vuelta a Bogotá siento pánico de acercarme de nuevo a ella y a su vida que se desdibujan”. Leer estas cien páginas es rendirse ante la enfermedad y el olvido, es deleitarse con un tono impetuoso, que late y nos recuerda que la vida sigue su ritmo violento sin advertir nuestras lágrimas. Fue por un artículo que descubrió una mujer antropóloga forense que había estado en los momentos más duros del conflicto armado en Colombia y decidió inspirarse en ella para darle vida a Amalia.
Villegas siempre se definió como una mujer racional que debía corroborar lo que le decían. Todo debía ser medible y cuantificable, pero de repente apareció una voz en su cabeza que le dijo que podía hallar desahogo en la antropología, por lo que fue en busca de una ONG y allí se ofreció como voluntaria. Al conocer y sumergirse en las vidas de las familias con las que conversaba, entendió que tanto los duelos hacia los muertos, como el hecho de que alguien del núcleo familiar padezca de alzhéimer, tienen algo en común: son un dolor lento que devora poco a poco cada parte del cuerpo de quien se sabe frágil ante la ausencia de un ser querido. Aquella misma voz la llevó a estudiar su segunda maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional y se arriesgó a escribir su única novela.
En octubre de 2018, tras un chequeo de rutina en ginecología, los especialistas descubrieron una masa que de inmediato los alarmó. Días después le fue diagnosticado cáncer en los ovarios estadio IIIC — implicaba que la enfermedad estaba muy avanzada— Al llegar a casa aquel día se miró en el espejo. Seguía siendo ella, pero sus ojos lucían diferentes, se habían oscurecido en las últimas horas y estaban inundados de lágrimas. Salió del baño y encendió su computador. Emergió de ella una ansiedad visceral que la impulsó a buscar las causas de su diagnóstico. No dejaba de pensar en lo que leía de aquellos artículos médicos: nódulos, mutaciones, inflamación de sus órganos, cualquier cosa podía haberle causado aquellos síntomas. Al finalizar el día, extenuada, concluyó que nadie tenía la culpa: fueron sus células que un día decidieron desordenarse y provocar mutaciones en su ADN. Una semana después le extirparon el tumor, los ovarios, el apéndice y una parte del colón. La cirugía había sido todo un éxito. No obstante, dos meses después los doctores detectaron metástasis en otros órganos.
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A pesar de recibir más de seis ciclos de quimioterapia, nunca dejó de escribir ni de sonreír. Asumió su enfermedad como un proceso natural. Fue su formación científica la que le sembró el escepticismo ante cualquier cura o milagro, siempre prefirió que la medicina le indicara cuál camino debía tomar.
Una tarde, uno de sus amigos más cercanos le dijo: “Marce, yo no puedo creer que usted no tenga miedo de morirse”. Ella, que siempre fue honesta con todo, hasta con sus sentimientos, le contestó. “No, yo no le tengo miedo a la muerte. Yo lo que tengo es mucha rabia de tener que morirme”. A veces, se permitía sentir ira y tristeza, esas sensaciones la llevaban a refugiarse en su habitación y buscar en su estudio la libreta roja en la que se desahogaba dándole vida a varios personajes. De hecho, estaba escribiendo su segunda novela meses antes de encontrarse de frente con la muerte. Fue una mujer valiente que se arriesgó a escribir los últimos cinco años de su vida, siempre tan segura de sí misma, dispuesta a subir la montaña más larga con tal de sentirse fuerte y valiente. Ella era así, siempre decidida a tomar el camino más largo, el más difícil, el camino del viento, de la sabiduría.
Una tarde, mientras acomodaba en mi biblioteca los libros nuevos que había comprado en el mes, me encontré con una novela corta. Su portada llamativa me hizo quedarme allí. Noté cientos de hojas que alguna vez se desprendieron de sus árboles, pero no por eso dejaban de volar y moverse. De repente, puse mi mirada en su título “Camposanto”, de Marcela Villegas. Me arriesgué a leer en voz alta las primeras líneas: “Mientras me habla, el neurólogo se mira las uñas. Se nota que está satisfecho consigo mismo. Con eficacia profesional me hace entender que mi mamá es una más entre cientos de pacientes, que no hay nada de original o de importante en su padecimiento. El médico nunca se dirige a mi mamá. A ella, que en este momento está rodeada de una especie de cápsula, no podría importarle menos. Las palabras caen a sus pies, inocuas”. Cierro el libro y al mismo tiempo cierro los ojos y sonrió.
Me sumerjo en cada uno de los pensamientos de Elena, quien es una de las protagonistas. Leo y repito en voz alta que quiero ser como ella. Una mujer de carácter que no cede a los impulsos, pues sabe muy bien las consecuencias que generan una palabra hiriente o un gesto inapropiado. Una mujer que se desvanece a causa de su Alzhéimer, un diagnóstico que la despoja poco a poco de su esencia, una enfermedad que se apodera de lo que fue y no volverá a ser jamás.
Mientras leo me pregunto por la vida de la autora. Busco en internet alguna pista que me lleve a ella, pero lo que encuentro me descompone de inmediato. Murió en el segundo mes del año, lamentablemente yo la descubrí un mes después. Surgen más preguntas. ¿Cómo una mujer que dedicó gran parte de su vida a la Agronomía y Estudios Ambientales llega a refugiarse en la literatura? Súbitamente siento el impulso de averiguar por sus luchas y tropiezos. Observo una foto de ella y pienso que esos ojos grandes y brillantes no le tenían temor a la vida.
Comienzo por indagar con la directora de Sílaba Editores, Lucía Donadío, quien la conoció en 2018: “Marcela era sincera y cálida. A veces, combinar esas dos cosas no es fácil. Recuerdo que siempre fue muy alegre, ni siquiera cuando le diagnosticaron cáncer dejó de serlo”. Su voz se quiebra cada vez que pronuncia su nombre.
Dos días después le envió un mensaje a Camila Segura, quien fue su amiga y apoyo de siempre. Se conocieron en 1995 en una fiesta, ninguna de las dos sospechó que esa noche sería el inicio de una amistad eterna: “Nos burlábamos con los amigos de lo creída que era. Recuerdo una vez que me dijo ‘Yo soy una mujer a todo dar’. ¡Y sí!, era cierto, tenía una sensibilidad a flor de piel, pero al mismo tiempo era muy racional, lograba equilibrar esas cosas a la perfección”. Luego, rompió en llanto y me confesó lo mucho que le hace falta. “Marcela era mi confidente. Era la voz de la razón. Extraño su sentido del humor y su voz que me calmaba en momentos de angustia”. En el 2013, ella fue quien la convenció para que se presentara a Santillana, pues allí estaban buscando escritoras. Sin más, Marcela dejó las investigaciones y su carrera en estudios ambientales para convertirse en escritora de libros para la enseñanza del español como segunda lengua.
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Nació el 31 de octubre de 1973. Su infancia la vivió en Aránzazu, un pueblo ubicado al norte de Manizales. Solía recorrer la finca y observar las montañas y la naturaleza, pues la hacían sentirse en completa libertad. Desde pequeña fue una gran lectora, solía detenerse a escuchar algunos finqueros hablar sobre las plantas y se divertía mientras observaba a su padre, don Carlos, cuando cultivaba café. Movía su pelo corto y de vez en cuando jugaba a ser periodista; siempre le había parecido una profesión maravillosa.
Por ese tiempo, la carrera de Comunicación Social solo estaba disponible en Bogotá, por lo que decidió estudiar Agronomía, un programa que le hacía sentir fascinación pues estaba en constante contacto con la gente. Tiempo después, cursó una Maestría en estudios ambientales. Participó en Acción Colombia, un programa que consistía en trabajar con entidades del Estado por seis meses en vez de hacer una pasantía. Allí conoció a Sergio Gómez, quien más adelante se convirtió en su esposo y padre de sus dos hijos: Simón y Adelaida. La primera vez que se vieron fue en el Archivo Nacional, en Bogotá. Luego fueron a tomar un curso en Chinauta, Cundinamarca. Tras ello los dos habían sido elegidos para trabajar en el departamento de Sucre.
“Mi objetivo no era conseguir novia”, me cuenta Sergio mientras se ríe y al mismo tiempo se sonroja. “Me imaginaba por allá en las Amazonas leyendo y durmiendo en una hamaca”. Para el momento del viaje ya eran novios. Sus compañeros solían decirles que era muy común ver cómo se constituían parejas por unos meses en aquellos voluntariados, pero que eran historias efímeras, “amores de verano”. Sin embargo, los dos estaban tan enamorados que decidieron seguir con su relación muy a pesar de la distancia y de los tropiezos que tuvieron que enfrentar.
Tras un tiempo estuvieron de acuerdo en que Marcela se trasladara a Bogotá. Sergio tenía todo preparado para conseguirle un trabajo en la ciudad y estar junto a ella. Sin embargo, ella le explicó que no podía viajar: “‘Es que tengo que hacer un rural’, me dijo. Como nadie quería ir lo jugamos a la suerte. El que sacara el palito más corto, debía ir”. Él mueve las manos como un niño pequeño y me dice “Marcela vivió como quiso”, pero lo del viaje acabó en discusión y Sergio le terminó. Enojado, viajó a Estados Unidos para pasar vacaciones, pero fue el amor quien lo llevó a buscarla de nuevo. De aquella reconciliación nació su primer hijo. Luego de graduarse y buscar empleo, a Sergio le surgió una oportunidad de trabajo en California, por lo que vivieron allí durante siete años. La escritora aprendió a hablar inglés con las mamás de los amigos de su hijo, que se reunían todas las tardes en el parque. Así lo deja saber en su libro La conmoción de los encuentros. A los dos años ya sabía hablar inglés a la perfección.
Le sugerimos leer: Prográmese para la Feria del Libro 2022
Una tarde, recibió una llamada de su hermano Santiago quien le contó que Rosa Estela, su madre, estaba actuando de manera muy rara. Ella al principio no le creyó. “Santi no, eso debe ser por la menopausia”. Viajó a Bogotá angustiada y encontró a su mamá con una mirada ausente, despeinada y con las uñas rotas. Algo inusual en ella, pues solía decir “En la vida hay que tener bien puesta la correa, estar bien arreglados”. Empezaron una misión —la cual no sería nada fácil— para que su mamá se animara a ir al médico. En efecto, el Alzhéimer se apoderaba cada vez más de su cerebro.
Cuando entrevisté al esposo de Marcela le pregunté por su suegra. Él cerró los ojos y luego pasó sus manos sobre su cabeza: “Estela era la mujer que lograba tener el hogar unido. Donde ella estaba entraba la luz, tenía la palabra perfecta ante cualquier situación. Ella siempre daba su opinión más no la imponía”. La tristeza de perderla fue plasmada por la autora en su novela a través del personaje de Amalia. “¿Cómo voy a despedir a Elena? ¿Cómo se celebra el velorio de un vivo que se muere a pedazos? Durante una semana me refugié en la excavación y ahora en el avión de vuelta a Bogotá siento pánico de acercarme de nuevo a ella y a su vida que se desdibujan”. Leer estas cien páginas es rendirse ante la enfermedad y el olvido, es deleitarse con un tono impetuoso, que late y nos recuerda que la vida sigue su ritmo violento sin advertir nuestras lágrimas. Fue por un artículo que descubrió una mujer antropóloga forense que había estado en los momentos más duros del conflicto armado en Colombia y decidió inspirarse en ella para darle vida a Amalia.
Villegas siempre se definió como una mujer racional que debía corroborar lo que le decían. Todo debía ser medible y cuantificable, pero de repente apareció una voz en su cabeza que le dijo que podía hallar desahogo en la antropología, por lo que fue en busca de una ONG y allí se ofreció como voluntaria. Al conocer y sumergirse en las vidas de las familias con las que conversaba, entendió que tanto los duelos hacia los muertos, como el hecho de que alguien del núcleo familiar padezca de alzhéimer, tienen algo en común: son un dolor lento que devora poco a poco cada parte del cuerpo de quien se sabe frágil ante la ausencia de un ser querido. Aquella misma voz la llevó a estudiar su segunda maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional y se arriesgó a escribir su única novela.
En octubre de 2018, tras un chequeo de rutina en ginecología, los especialistas descubrieron una masa que de inmediato los alarmó. Días después le fue diagnosticado cáncer en los ovarios estadio IIIC — implicaba que la enfermedad estaba muy avanzada— Al llegar a casa aquel día se miró en el espejo. Seguía siendo ella, pero sus ojos lucían diferentes, se habían oscurecido en las últimas horas y estaban inundados de lágrimas. Salió del baño y encendió su computador. Emergió de ella una ansiedad visceral que la impulsó a buscar las causas de su diagnóstico. No dejaba de pensar en lo que leía de aquellos artículos médicos: nódulos, mutaciones, inflamación de sus órganos, cualquier cosa podía haberle causado aquellos síntomas. Al finalizar el día, extenuada, concluyó que nadie tenía la culpa: fueron sus células que un día decidieron desordenarse y provocar mutaciones en su ADN. Una semana después le extirparon el tumor, los ovarios, el apéndice y una parte del colón. La cirugía había sido todo un éxito. No obstante, dos meses después los doctores detectaron metástasis en otros órganos.
Podría interesarle: Réquiem, de lo terrenal a la eternidad
A pesar de recibir más de seis ciclos de quimioterapia, nunca dejó de escribir ni de sonreír. Asumió su enfermedad como un proceso natural. Fue su formación científica la que le sembró el escepticismo ante cualquier cura o milagro, siempre prefirió que la medicina le indicara cuál camino debía tomar.
Una tarde, uno de sus amigos más cercanos le dijo: “Marce, yo no puedo creer que usted no tenga miedo de morirse”. Ella, que siempre fue honesta con todo, hasta con sus sentimientos, le contestó. “No, yo no le tengo miedo a la muerte. Yo lo que tengo es mucha rabia de tener que morirme”. A veces, se permitía sentir ira y tristeza, esas sensaciones la llevaban a refugiarse en su habitación y buscar en su estudio la libreta roja en la que se desahogaba dándole vida a varios personajes. De hecho, estaba escribiendo su segunda novela meses antes de encontrarse de frente con la muerte. Fue una mujer valiente que se arriesgó a escribir los últimos cinco años de su vida, siempre tan segura de sí misma, dispuesta a subir la montaña más larga con tal de sentirse fuerte y valiente. Ella era así, siempre decidida a tomar el camino más largo, el más difícil, el camino del viento, de la sabiduría.