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Marco Ospina: pionero del arte abstracto en Colombia

A finales de febrero, en México, se realizó un homenaje al pintor, con conferencias y una exposición, para conmemorar los 40 años de su deceso.

Eduardo Márceles Daconte
12 de marzo de 2023 - 02:00 a. m.
Marco Ospina no solo incursionó en la abstracción, sino también en el muralismo y el dibujo, entre otros.
Marco Ospina no solo incursionó en la abstracción, sino también en el muralismo y el dibujo, entre otros.
Foto: Archivo El Espectador
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Si bien la obra artística de Marco Ospina ha estado relegada por largo tiempo al desván de la historia en Colombia, un grupo de académicos mexicanos decidió que era el momento de conmemorar el 40 aniversario de su fallecimiento y celebrar su legado del 22 al 24 de febrero pasado con un conjunto de conferencias (por Colombia participó el historiador y crítico de arte Álvaro Medina) en la sede del Fondo de Cultura Económica y una significativa exposición de su obra gráfica en una galería de la UNAM en Ciudad de México, donde el artista vivió algunos años en la década del 80.

En su juventud, entre 1930 y 1940, Marco Ospina (Bogotá, 1912-1983) tuvo la oportunidad de estudiar en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá bajo la tutela de los maestros Domingo Moreno Otero, Miguel Díaz Vargas y Coriolano Leudo, representantes de la tendencia academicista que dominó la enseñanza y la producción plástica en el país hasta más o menos mediados de la década del 30. Fue aquella una época de trascendentales conflictos sociales que presagiaban la Segunda Guerra Mundial, mientras que en Colombia se intensificaba la rivalidad entre los partidos tradicionales, que desembocó en el asesinato del caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán en 1948 y el desencadenamiento de la Violencia, con incalculables consecuencias sociales, políticas y económicas.

Los pintores y escultores que oficiaban en el mundo del arte eran, en su mayoría, hábiles practicantes de una modalidad estática y fría, de temas bucólicos, costumbristas o retratos de personajes locales, pintados con colores sobrios que se negaban a consultar la realidad del momento, estancados dentro de ciertas fórmulas decimonónicas derivadas del aprendizaje que sus maestros recibieron a finales del siglo XIX en la Academia de San Fernando en Madrid o en L’Académie Julian de París, adonde también fueron a especializarse algunos de los más prestigiosos artistas de principios de siglo.

En ese ambiente de severo dogmatismo y celosa tradición artística —el único disidente había sido Andrés de Santamaría (1860-1945) en sus esporádicas visitas a Colombia— donde debemos ubicar a los jóvenes que insurgen a partir de los años 40, con una obra que se nutre de manera fundamental de la vigorosa pintura nacionalista de los muralistas mexicanos y de las corrientes novedosas que en Europa proponían una visión revolucionaria del arte. Es el caso de los artistas del llamado Grupo Bachué, sin olvidar la influyente personalidad artística que representaba Picasso.

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A diferencia del agitado mundo político de la época, esa transición de la academia al llamado arte moderno en Colombia fue un proceso tranquilo, casi imperceptible, que se perfila en términos modestos con la exhibición en 1942 de un óleo de tendencia abstracta pintado por Marco Ospina. En realidad, Capricho vegetal y luego Raíces secas (1944), más que obras de concepción abstracta, son una propuesta inicial de transformación de la naturaleza, en especial del paisaje o de sus elementos formales, en composiciones de figuras sinuosas y colores sólidos que profetizan el camino que tomará un amplio sector del arte colombiano hasta convertirse en un alud incontenible en los 20 años siguientes.

Pero Marco Ospina no fue un precursor perseverante. Si hacemos un recuento de su producción encontramos que además de alternar la figuración con la abstracción, también incursionó en el mural, los vitrales de motivos religiosos o geométricos, los dibujos, la gráfica y las acuarelas, cuyo tema central son las campesinas de aire costumbrista en su indumentaria típica de la región andina. Su época más fructífera fue la década del 50, cuando construyó rítmicas ondulaciones y signos geométricos cuyo ingrediente más impactante es el color. A diferencia de la calidad descriptiva de sus obras realistas, en las que era necesario modular el color para obtener la verosimilitud del tema proyectado, en su pintura abstracta explotó el color plano y vibrante a fin de dar un sólido respaldo a las figuras geométricas, que constituyen sus temas preferidos. En Ospina es fácil advertir su admiración por el estilo riguroso de Piet Mondrian, si bien denota cierto desgreño en el acabado técnico.

También es evidente un proceso de depuración de las formas hasta alcanzar una sencilla simbología, como ocurre en su tríptico testimonial titulado Violencia, en el que las pasiones humanas y las sombras del mal son de un negro intenso con ángulos filosos, en tanto que el rojo se derrama por el lienzo, y la paz o la libertad están representadas por una figura blanca que sugiere una paloma en vuelo. En una etapa posterior, Ospina retomó el paisaje de formas sintéticas en una pintura de colores delicados pero sometidos al velo gris de la Sabana. Aunque nunca perteneció al grupo de los Bachués, donde militaron en los años 30 y 40 algunos de sus contemporáneos (quizás un poco mayores que Ospina), como Luis Alberto Acuña, Rómulo Rozo y Pedro Nel Gómez, entre otros, en cierto momento se contagió de sus postulados recreando el pasado indígena con feroces imágenes totémicas que emergen de una selva enmarañada. Asimismo, es palpable cierta tendencia a un neocubismo, que se manifiesta en sus pinturas de 1955 a 1957.

Lo que empezó tímidamente con un ensayo en 1942 se fue consolidando en una permanente búsqueda por organizar los elementos que conforman la abstracción en sus diferentes modalidades y muy pronto fue adoptada por casi todos los pintores jóvenes que investigaban las posibles soluciones para salir del trivializado realismo academicista. Desde el momento en que el temerario Ospina se atrevió a desafiar el arte convencional de su tiempo, se exhibieron en etapas periódicas obras de referencia abstracta aunque todavía sin constituirse en un movimiento coherente, manifestándose como casos aislados. Fue en 1952, 10 años después, cuando Ramírez Villamizar expuso sus trabajos abstractos realizados en Europa y el crítico Walter Engel le expidió la partida de nacimiento a esta disciplina artística: “Esta muestra”, sostiene Engel, “marca el visible, el histórico punto inicial del arte abstracto en Colombia” (revista Plástica, n.° 7, pág. 5).

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A lo largo de toda la década del 50, los más talentosos pintores y escultores vuelcan sus esfuerzos a escudriñar la abstracción. Además de Ospina y Ramírez Villamizar, ya Édgar Negret estaba en la corriente de la escultura geométrica, y en pintura tenemos a Armando Villegas, Silva Santamaría, Juan Antonio Roda, Luciano Jaramillo, Carlos Rojas, Judith Márquez, Guillermo Wiedemann, Enrique Grau y Álvaro Herrán; aunque, ya por esa época, Alejandro Obregón se aproximaba a una semiabstracción expresionista. Durante cierto tiempo un sinnúmero de artistas se subió al vagón de la moda. En 1954, con el arribo al país de la fogosa crítica Marta Traba, se dio un impulso sin precedentes al arte abstracto, hasta llegar a su cénit alrededor de 1965, cuando una vez más se pluralizaron las tendencias del arte para asimilar la figuración en sus múltiples interpretaciones y se consolidó la abstracción en sus variantes geométricas y expresionistas.

Por Eduardo Márceles Daconte

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