Margarita Rosa de Francisco a solas con Clarice Lispector
Fragmento de “Margarita va sola”, el libro de la actriz y columnista que publica el sello editorial Lumen. Aquí explica por qué para escribir este diario se inspiró en la escritora brasileña de origen balcánico.
Margarita Rosa de Francisco * / Especial para El Espectador
Mi vida no tiene un sentido sólo humano, es
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Mi vida no tiene un sentido sólo humano, es
mucho más grande —es tan grande que, en
relación con lo humano, no tiene sentido—.
Clarice Lispector, La pasión según G. H.
Leo a Clarice Lispector y siento el mismo desconsuelo de los que se quedan solos porque alguien los abandona; igual que si viera irse lejos una gran nave de lujo que deja ver, a través de sus escotillas, que adentro se celebra una fiesta luminosa, aventurera, colorida, tempestuosa. Miro desde la playa ese barco hinchado, cargado de tesoros, irse desdeñoso, inalcanzable, sin una pizca de orgullo; es una nave poderosa que no sabe que se está yendo y que la estela que su motor deja en el agua es una soberbia bata de cola. Esa señora, esa nave, esa ave, lleva un mundo infinito adentro y encuentra lo infinito en la minucia de la vida; no bastándole con encontrarlo, lo dice, como si fuera tan fácil. (Recomendamos: El escritor Tomás Eloy Martínez explica la importancia de la obra de Clarice Lispector).
Hay asombro en el encuentro con una cucaracha, con un pedazo de cuerda, con un huevo, porque ver cada cosa en detalle es ser asaltado por la totalidad del mundo. Es verse viendo la cosa que está delante, inexorablemente llena de la mirada de ella, que ve llena de su infinito ser; por eso a ella nada le sobra en existencia; todo el universo aparece comprometido en lo mínimo o en lo aparentemente insignificante; todo es necesario y valioso para sus letras, que son zarpazos de su imaginación múltiple y carnívora. Lo despreciable y lo tierno y lo dulce y lo podrido tienen el mismo valor en el juego de sus creaciones. La mujer dice, en una entrevista, que ella no se juzga como escritora. Ella se deja escribir, porque no le preocupa si le entienden o no. La claridad no es su negocio. Sin embargo, yo la leo y veo claro, siento claro, hago claro, aunque no le llegue; no llego como no le llego al extraordinario misterio que hay en la mudez de cualquier animal cuyo corazón se golpea con el mío. La mirada de un animal no puede ser más clara y más inescrutable; así me miran los párrafos de Lispector: de forma penetrante; es la naturaleza sola, mirándome. Molesto sus frases, las rayo. Me siento a vivir en ellas como una mula terca, por días, y fuerzo mi corta inteligencia para que esa frase me revele lo que yo demando.
Pero esos trozos de texto, que son piedras preciosas, transparentes y pesadas, se empeñan en caer como les da la gana, destrozándose y liberando más chispas brillantes. Yo me aparto espantada por el peligro de los vidrios cortantes. Sus letras me atraviesan a mí y a nadie más; estoy sola con ella y juntas somos «ávida materia de Dios». Esta escritora me obliga a buscar un entendimiento fuera del mío y a mantenerme en ese buscar para, por fin, entender que no es entenderla a ella la meta que me propone. El campo reflexivo de Lispector es una llanura en la que ella misma puede correr por años, sin parar. Yo corro detrás de ella, muy lejos, persiguiéndola o viéndola volar sobre su gran feudo, rozando la tierra con las alas extendidas, tocando el cielo, haciendo figuras, mientras yo, sin coordenadas, la pierdo de vista porque el ave ha volado demasiado alto; es un punto lejano; desaparece por completo. Estoy desorientada. No sé cómo llamarla para pedirle que me explique por qué dijo que la inocencia diabólica de la niña había deshonrado a su maestro, y por qué el ciego del tranvía cambió su vida en un segundo.
Ahora tengo que volver a leer, retrocedo las páginas. Lo intento de nuevo. Ella, Lispector, aparece, o creo que aparece; es ella la que escribe como una poseída, displicente; es una escritora que no tiene compasión conmigo, su atónita lectora, y, de pronto, se queda quieta como una muerta, mientras yo sacudo el texto con una rabia pueril. Empiezo a buscarla por todos lados. Busco a la deidad que causó esta terrible maravilla. Quiero saber cómo era, cómo hablaba. Encuentro una entrevista fechada en el año 1977. Veo a una señora de apariencia burguesa, muy elegante y bella. El entrevistador le pregunta por un consejo para los nuevos escritores y ella responde, «que no hablen». También dijo que se moría mientras no estaba escribiendo y que en ese momento estaba muerta, y yo le creí.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Lumen. Margarita Rosa de Francisco. (Cali, 1965) Es una actriz colombiana apreciada en el mundo por sus papeles en cine y televisión a lo largo de treinta y nueve años de carrera artística. Aunque duda siempre de sus facultades literarias, quince años de constante labor escritural como columnista de respetados medios como el diario El Tiempo, las revistas Poder, SoHo y Ellas, de El Espectador, y su primer libro, El hombre del teléfono, dieron cuenta de una pluma impactante y, no en pocos casos, controversial. Su constante participación en el debate público colombiano la convirtió en una de las líderes de opinión más influyentes en Twitter, de donde se retiró cuando su cuenta había alcanzado más de 2.600.000 seguidores. Hoy en día, lejos de la vertiginosidad de las redes, conserva su página web margaritavasola.com como un medio para practicar «el arte de la demora» en sus textos y en los de otros. Sus estudios de Arte Dramático con Juan Carlos Corazza, en Madrid, y de Música en la Universidad Javeriana, de Bogotá, y en el New World School of the Arts, de Miami, le acreditan un camino por las rutas del arte escénico que cada vez se ve más sustituido por sus inquietudes académicas. Actualmente estudia Filosofía en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD).