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Varias personas se reúnen alrededor de un círculo. De aquel grupo emergen cantos que no son fáciles de descifrar. Hablan guahibo, la lengua de los amorúa, su lengua. “Los amorúa me atraen porque son personas de otros siglos, insertadas con curiosidad en nuestro tiempo. Piensan con una lógica distinta a la nuestra. La gente dice que siguen siendo salvajes”, dice Liliana Sayuri Matsuyama en su documental María salvaje. Ese que nos adentra en un pueblo indígena que por mucho tiempo fue nómada en la sábana de Orinoquía y que hoy se mueve entre los centros urbanos de Colombia y Venezuela. El Vichada era su territorio, hasta que llegaron los colonos. Sin embargo, algunos aún permanecen en su casa, a pesar de que los traten como intrusos.
En la época en la que estuvo Matsuyama en Vichada era frecuente que escuchara a la gente decir: “¿Por qué los indios no se van a sus resguardos? ¿Qué hacen aquí en el pueblo pasándola mal, buscando comida, emborrachándose?”. Entonces, veía a niños, hombres y mujeres amorúa comiendo basura en las calles de Puerto Carreño. Tiempo después conoció a una integrante de este pueblo que incluso vivió en un basurero y que terminó siendo capturada en su película: Matilde Gaitán. Su encuentro no se produjo en aquel lugar, sino en otro rodeado por rocas y árboles de mango. Gaitán es la abuela de María Ángela Montoya, la protagonista de su documental. Durante ocho años siguió y registró el paso de los años y las etapas de vida de la pequeña, pero lo hizo sin intención. En realidad, su interés era grabar lo que estaba pasando con los amorúa y, especialmente, con los niños. Por eso, pensaba en María como un personaje, no como la actriz principal. En 2016, cuando terminó de filmar, le entregó el material a su editora, quien se dio cuenta de que había grabado mucho a la niña amorúa, así que decidió que el largometraje versaría sobre ella. “Durante varios años no hubo guion, solo intención de registrar”.
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Registró, primero, a una María pequeña que vivía con su hermana Diana Montoya y su abuela en una casa de plástico. Aquella que hasta los cuatro años fue criada por una “blanca” o “racional”, como diría su pueblo. Había sido separada de su familia por decisión del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), ya que se encontraba desnutrida, al igual que su hermana gemela, que no tuvo su misma suerte y falleció. De hecho, fue en 2007, prestando sus servicios como antropóloga para el ICBF, que Matsuyama comenzó a relacionarse con los amorúa. Su trabajo consistía en entender lo que estaba pasando con los niños que padecían desnutrición severa y la mayoría de ellos pertenecían a aquel pueblo indígena. Entonces, se dio cuenta de que había un problema de comunicación entre los amorúa y quienes debían resolver asuntos con ellos. Por eso, muchas veces era difícil que la restitución de derechos de los niños se hiciera efectiva.
Los bebés desnutridos amorúa ingresaban al hospital en compañía de sus madres, pero ellas le tenían miedo a ese lugar, así que buscaban la forma de huir. Creían que ahí, en vez de inyectarles a sus hijos suero o medicamento, le aplicaban veneno. También sentían que vestían mal, pues ni siquiera portaban zapatos. No hablaban castellano. En el hospital les daban comida a sus bebés, pero no a ellas. Y les tocaba dormir en una cama, pero estaban acostumbradas a descansar en chinchorros. En chinchorros como los que se ven a lo largo del documental de la antropóloga y que también fueron testigos del paso de los años de María, que con el tiempo fue adoptando un aspecto “libre, fuerte, nómada y salvaje”. “María, Matilde y su familia me llamaban la atención porque, en medio de lo duro y cruel que era la vida para los amorua en Puerto Carreño, ellas eran las historias más esperanzadoras”.
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Y es que María, a diferencia de otros niños, contaba al menos con el apoyo de su abuela Matilde, con esa que quiso que sus nietas asistieran a escuelas de “blancos” y no en las bilingües, en donde pudieran hablar en su lengua. “Ella entendía que, para que sus nietas pudieran salir adelante, lo mejor era que estuvieran preparadas en el mundo de los blancos”. En ese mundo que al final también termina afectándolas. Entonces, en la película vemos que, cuando María se hace adolescente, comienza a emborracharse con frecuencia e incluso en algún punto hay temor de que se involucre en la prostitución, porque a veces las mujeres de su edad son buscadas por señores mayores quienes les pagan 30.000 pesos por relacionarse sexualmente con ellos.
Dice Liliana Sayuri Matsuyama que el encuentro de ellos con nuestra sociedad los ha desfavorecido, no solo porque están desapareciendo o muriendo de hambre, sino también por los procesos de alcohol y violencia intrafamiliar en los que están inmersos. “Eso lo que nos muestra es nuestro fracaso como sociedad, no el fracaso de los amorúa”.