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Entre selvas, trochas y ríos suramericanos pasan alrededor de 20 mil africanos que cada año migran ilegalmente hacia Estados Unidos o Canadá, además se les suman algunos asiáticos y haitianos. En el recorrido van dejando su rastro: cartas, prendas y unos buenos fajos de dólares que les pagan a traficantes que les facilitan el paso hacia el norte.
En 2019, un equipo de 21 periodistas liderado por María Teresa Ronderos acompañó las travesías de migrantes que bien podían venir de Camerún, Angola, Eritrea, Ghana, Guinea, Mauritania y República Democrática del Congo, India, Nepal, Pakistán Bangladesh y Sri Lanka. Buscan desde protección hasta un futuro más digno para su familia. Siguiendo a la socióloga Saskia Sassen, escribe Ronderos: “Los vientos de fondo son comunes y son los de la globalización, cada uno arrastrando su fila de migrantes, como una cometa arrastra su cola”.
Migrantes de otro mundo se conformó, además del trabajo de reportería, gracias a un cruce de información de registros de refugios, fronteras, Interpol y la Organización Internacional para las Migraciones, aunque las cifras nunca son ni serán exactas. En entrevista para El Espectador, Ronderos comenta que “Ecuador registra las cifras de los que entran y los que salen, no hacen diferencia entre los que vienen refugiados o los que vienen asilados, o los que van de paso, o los turistas: es un concepto del ser humano de que todos somos iguales. Otros países como Colombia los cuentan muy aparte, en otros países ni siquiera los cuentan, es un relajo. Además, las cifras no están completas”.
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En cuanto a las cifras del dinero que mueven estas migraciones, “le da a uno una primera noticia, y es que esta gente no es la gente miserablemente pobre como la miran cuando la ven varada en Necoclí. Es toda gente clase media que por razones distintas -políticas, religiosas, a veces de aventura- se va. Hicimos un cálculo entre US$170 y US$300 millones que se mueven al año en este grupo de 30 mil a 40 mil personas que pasan. Si a toda esa gente los países le dijeran “venga e invierta esa plata acá en lugar de pagársela a todos estos mafiosos”, y le pagan el pasaje para que venga a vivir a Villavicencio y se monten su casa de lo que sea. Hay que mirar el mundo de otra manera, porque es gente que tiene mucho que aportar. Aunque fueran pobrísimos algunos de ellos, igual traen otros idiomas, otras maneras de ver el mundo, y eso nos enriquece”.
Además del tema económico, culturalmente -en el caso de Colombia-, ¿qué tanto aportaría la aceptación de migrantes y por qué no hay mayor flexibilidad en los países con respecto a su llegada?
Creo que hay una razón natural del ser humano: viene gente que no habla tu idioma, que es de otro color de piel y se viste de otra manera, pues te da miedo, siempre lo ajeno da miedo, y es una reacción natural asustarse ante lo desconocido, pero poco a poco la gente puede entender que son personas como nosotros. Investigamos con mucho cuidado cuántos terroristas pasaron por este camino y en todo el fichaje que les hacen, fotos y huellas e iris, han encontrado en todos estos años a dos personas, y de las dos hay una seriamente cuestionada de si era o no terrorista.
La segunda razón tiene que ver con puro racismo. Si fueran todos suecos o alemanes, los trataríamos de otra manera. Como me dijo a mí un señor en el Urabá: si se hubieran muerto 21 alemanes al frente del Urabá hubiera habido un gran escándalo, pero como eran 21 negros a nadie le importa.
Y creo que también tiene que ver con falta de imaginación y con querer ver esto como un drama. Mucha gente bien intencionada que ha querido proteger y ayudar a los migrantes sigue viendo esto como un drama, y no todo es un drama. Obviamente la gente pasa unas circunstancias durísimas, como gente a la que se le han muerto los hijos, pero no es un constante drama, es gente genial, gente que lo está dejando todo a una aventura para inventarse una vida mejor, gente que es capaz de decir “estoy en una guerra, me están persiguiendo, pero soy capaz de volver a montar mi vida y atravieso medio mundo para volver a empezar”. La cantidad de aprendizajes que hay y que no se conocen porque siempre se registra es el drama humanitario: sí, es cierto, no quiero pecar de optimista irreal, pero la gran dureza es la prohibición y tienen que recurrir a hampones y pasar por los sitios más terribles, como pasa en el Urabá. Si Colombia pone un barco en Barranquilla o en Cartagena, y dice que es un barco con capacidad para 150 personas y sale cada mes, todo el mundo se va por allá, nadie se va a meter por el Darién, y la gente pagaría su pasaje. ¿Por qué no lo hacen? Por la falta de independencia ante Estados Unidos de que les estamos enviando migrantes… O no sé qué es, pero lo podrían hacer y se ahorrarían millones de problemas. ¿Rescatar cuánto le cuesta al Gobierno colombiano, cuánto cuestan los forenses? Sale en el periódico cuando se ahogan, pero todos los días hay rescates.
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¿Cómo hacer reportería sobre migración sin llegar a la sobreexposición o la victimización?
No llamándolo ni drama ni dolor, llamarlo migración, que es lo que es. Si no hubiera tantas prohibiciones ni tantas fronteras no sería tan dramático. La tendencia natural es hablar de drama, dolor, de que es una tragedia, como si fuera algo negativo. No es negativo para el mundo que la gente migre. Todos somos hijos de migrantes, descendientes de migrantes. El más antiguo de los colombianos es nieto de los que llegaron con Cristóbal Colón. La humanidad es una sola migración. Entonces, hay que contar lo que pasa, pero no empezar a sentirse superior: “Pobrecitos”, no, ellos son seres humanos y hay que acercarse de ser humano a ser humano: algo los hace muy especiales para animarse a semejante aventura, y eso te vacuna con ese tono de pobreterismo. No que no te compadezcas y no seas solidario con su situación dramática (porque imagínate las historias), pero a mí me gustaría que la gente que se acerque al libro lo lea como un “me voy a acercar con curiosidad a encontrar unos seres humanos muy interesantes”, más que “me voy a poner a leer un montón de cosas dramáticas”.
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En el libro menciona que después de la pandemia aumentó la xenofobia. ¿Qué otras consecuencias trae este mal para el fenómeno de la migración?
Los países cerraron, y estas son personas en movimiento, entonces se quedaron atrapadas entre una frontera y otra, y muchos quedaron amontonados y obviamente son los últimos a los que vacunan y deberían ser de los primeros, porque es gente que está pasando, donde el nivel de riesgo y de enfermedad es muy grave para ellos. La pandemia hace que la gente los vea todavía con más miedo, porque el virus llegó de afuera, entonces qué hace la gente: pensar que todo el que viene de afuera trae el virus, cuando en realidad a Colombia el virus lo trajeron los que estaban viajando en Europa. El miedo a lo desconocido se agudiza cuando hay una situación de crisis.
¿Cómo responder a esa xenofobia que se ha configurado a partir de comentarios como “los venezolanos vinieron a quitarnos el trabajo” o “la culpa de la inseguridad la tienen los venezolanos”?
Es cierto que la gente aquí no tiene trabajo. Tenemos unos vecinos que nos acogieron por varios años. Nosotros hicimos la cuenta, fueron entre cinco y seis millones de colombianos en Venezuela. Allá hubo xenofobia, allá también los señalaron de varios problemas. Además, se ha utilizado mucho eso en la política. Hay más xenofobia ahí, en los medios y en las redes sociales, porque en el mundo real siento y he visto solidaridad. La culpa no es de la gente. La culpa es del Gobierno, que no tiene una política migratoria seria. Si vas a recibir dos millones de venezolanos, aplaudimos el Gobierno que le ha abierto las puertas, pero no así, de pasen y vean qué hacen. Países como Canadá hacen planes de organización. La mitad del territorio colombiano está vacío. En Canadá tienen el norte desocupado, entonces, qué hacen: señores migrantes, vengan para acá, les hago un entrenamiento y monto una infraestructura para recibir gente, ubicarla y pienso en qué me hace falta. Si volvemos a nuestro caso, y veo que en Puerto Inírida hacen falta panaderos, por poner un ejemplo, ubico a esos migrantes y les enseño panadería, y así tienen de qué vivir. Su deber es protegerlos. Si dijeron que los recibían, su deber es hacerlo, no solo darles un pase y decirles que pueden vivir aquí, pues eso lo firmó Colombia con el Pacto Internacional de Migración: proteger a los refugiados.
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¿Qué decir del lado humano que hay detrás de la migración, de lo que hay detrás de las leyes y de ese drama del desarraigo y la pérdida de identidad?
Claro, hay dos niveles. El primero es ese de la legalidad, si tienes un papel, un estatus de refugiado o migrante, pues eso te permite trabajar, no sientes que estás tan vulnerable ante cualquier arbitrariedad. A nivel humano, muchas de esas cosas te dan cierta libertad, una sensación de protección que deriva en sentirse libre. La otra parte: el exilio, el desarraigo y la pérdida de identidad son un gran tema de la literatura, la poesía, desde siempre. La gente siempre añora sus raíces, u otros se alegran de dejar el infierno que vivieron, entonces humanamente pasan muchas cosas interesantes, el mundo se hace más complejo. El tema de identidad siempre va a surgir por las religiones, las culturas. Hay muchas capas por descubrir.