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María Teresa Ruiz: romper el universo con los ojos

La astrónoma chilena es una de las voces más importantes de la ciencia en América Latina. Sus descubrimientos han ayudado a entender cómo opera el universo. Sus teorías sobre como nosotros somos el resultado de la muerte y las explosiones estelares las consignó en su libro “Hijos de las estrellas”.

Camila Builes / @CamilaLaBuiles
30 de abril de 2018 - 03:00 a. m.
María Teresa Ruiz nació en Santiago de Chile en 1946. / Cortesía
María Teresa Ruiz nació en Santiago de Chile en 1946. / Cortesía

María Teresa Ruiz fue la primera mujer en estudiar astronomía en la Universidad de Chile. Fue la primera mujer en doctorarse en astrofísica en la Universidad de Princeton. La primera mujer en recibir el Premio Nacional de Ciencias Exactas en su país. 

Pero nada de eso le importa lo suficiente para ser ella quien lo mencione. A Ruiz lo que le gusta es ver estrellas. Ver estrellas y bordar. La astrónoma chilena es una leyenda en la ciencia latinoamericana por ser una de las científicas que más han aportado en el descubrimiento de cadáveres estelares (las rocas que quedan después de que una estrella muere), en el descubrimiento de estrellas enanas cafés y por ser una de las primeras personas en ver una supernova cuando estaba explotando. Ha sido la primera en muchas cosas, pero no por ser la más inteligente, dice ella; sino por ser la que más se esfuerza. “Yo creo que está sobrevalorado el talento y subvalorado el esfuerzo. Yo lo he visto en mis propios estudiantes: personas muy talentosas, a las que no hay que enseñarle mucho las cosas, pero que no son los mejores científicos, mientras que, aquellos que resisten el agobio del trabajo y se esfuerzan y luchan, son los mejores en lo que hacen”. 

Ella sabe qué significa eso del agobio. Sabe, también, mantenerse al pie del abismo cuando todo parece destruirse. María Teresa Ruiz recuerda que cuando comenzó a estudiar su pregrado en astronomía en la Universidad de Chile eran apenas dos mujeres y 120 hombres. En esa época no se estudiaba por semestres, sino por años; así que los grupos no variaban según las clases. Sin embargo, nada de eso pareció intimidarla. Venía de un colegio femenino, entonces pensó que al principio sería extraño relacionarse todo el tiempo con hombres, y lo fue. Aunque los chilenos se comportaron como debían: cuando iban a comer pizza o tomar cerveza luego de pasar semanas enclaustrados en habitaciones tratando de resolver algún taller, invitaban a Ruiz y nunca le dijeron nada acerca de lo mucho que bebía o lo bien que le iba jugando ping pong. Era un igual.

Cuando se graduó de la universidad, en Chile comenzaron los proyectos de los primeros observatorios estelares. Instituciones como la NASA construirían sus telescopios en el norte del país. Chile se convirtió en uno de los mejores lugares para la observación astronómica, porque el mar chileno es muy helado, incluso en las latitudes cercanas al ecuador, debido a la corriente fría de Humboldt que viene de la Antártida y baña las costas chilenas. Esto provoca un efecto por el cual las nubes se forman preferentemente sobre el mar, a baja altura, y no sobre el continente. Por otro lado, tenemos la cordillera de los Andes, que hace de biombo e impide el paso de las nubes húmedas del Atlántico. Ruiz comenzó a escuchar rumores sobre la construcción de los telescopios. Era una promesa a largo plazo y ella la creyó. “Sabíamos que de Londres también iban a construir sus observatorios acá, así que me lancé por ser una observadora de las estrellas. No había nada que nos asegurara que los iban a construir todos acá, porque en Uruguay y en Argentina también hay lugares muy especiales para la observación, pero bueno, confié en que sería acá. Así fue”. Para poder trabajar en un observatorio no solo bastaba con ser astrónoma. Había que reunir una serie de estudios teóricos sobre el universo que solo se enseñaban en Estados Unidos y para que Ruiz pudiera regresar y trabajar en su casa, debía primero vivir en el país norteamericano.

Todo fue tan diferente. Tan extraño. Tan complejo. 

“En Estados Unidos, cuando estaba en la Universidad de Princeton, mis colegas del primer año no me incorporaban mucho a los trabajos de equipo y yo pensaba que a lo mejor no era tan buena como ellos. Ellos venían de Harvard y del MIT y yo de Chile, con mi inglés medio rastrillado. En el segundo año estaba claro que yo era una de las mejores en un par de cursos que siempre nos daban dificultades. Ya estaba acostumbrada a trabajar sola y en segundo año ya nos conocíamos y yo hablaba un inglés mucho más decente, entonces recuerdo que un día los vi en una oficina tratando de resolver un problema matemático y no les salía. Cuando miré el tablero me di cuenta de que habían comenzado mal, son de esos ejercicios que si los empiezas mal nunca vas a poder llegar a la solución. Yo llegué y les dije: “Oigan, no. ¿Por qué no tratan de hacer este cambio en el principio?”, tomé el marcador y empecé a escribir sobre el tablero, cuando me di vuelta no había nadie: me habían dejado hablando sola. Y yo no sentí pena, ni dolor; me dieron ganas de bailar. Me di cuenta en ese momento de que no me rechazaban porque yo fuera más tonta que ellos o que no supiera hablar inglés. Era porque ellos no sabían cómo hablar de ciencia con una mujer. Y ese es un problema de ellos, no mío. A mí me hubiera gustado ayudarlos, pero no tenía tiempo. Estaba tratando de hacer mi doctorado en astrofísica”.

 

María Teresa Ruiz en su graduación como doctora en astrofísica de la Universidad de Princeton.
 

Después de cinco años, Ruiz regresó a Chile como profesora y encargada de uno de los observatorios al norte del país. Parecía un sueño. Su principal trabajo se basó en el rastreo de cadáveres estelares. Más de una década se la pasó buscando las estrellas muertas de galaxias a millones de kilómetros de la Tierra. ¿Para qué? Si uno logra encontrar la estrella muerta más antigua de una galaxia, puede calcular la edad de todo ese sistema y, con eso, entender cómo el cosmos se ha ido estirando. La forma de saber cuál es la estrella muerta más antigua es su temperatura, las nuevas estrellas están rodeadas de calor del hidrógeno y el helio, mientras que las viejas cada vez son más frías. Las muertas son heladas, rocas que levitan por el Universo oscuras e inertes. Para poder encontrar esos pedazos de historia cósmica, Ruiz tenía que revisar imágenes del cosmos de hace diez años y compararlas con las que recién se habían tomado. Un día, estaba analizando una de esas fotografías y vio un objeto extraño. Emitía una luz roja, así que le pidió al encargado del telescopio que pusiera las coordenadas precisas. Cuando la vio, pensó que se habían equivocado y le pidió al hombre que restableciera las coordenadas en el telescopio, él lo hizo. La roca enorme seguía ahí. En 1997, Ruiz descubrió la primera enana café, objetos estelares que no tienen luz propia y que se consideran el eslabón perdido entre los planetas y las estrellas. Una amiga suya, France, trabajaba en el observatorio canadiense de Quebec y llevaba años investigando las enanas cafés sin haber podido descubrir ninguna. Ruiz se cercioró de que efectivamente fuera una enana café y entonces, cuando estaba absolutamente segura, pensó en France. “Eran las doce de la noche en Chile, no podía llamar a nadie para contarle mi emoción. Pensé en un amigo que vive en California y que es soltero: seguramente iba a estar despierto trabajando. Lo llamé y se alegró mucho. Luego llamé a France. Firmamos el descubrimiento de la enana por las dos”. El nombre que tenía la estrella era una pila numérica, aburrida. Entonces France le dijo a Ruiz que le pusiera ella el nombre. Kelu. Le puso Kelu, que en lengua mapuche significa rojo. La primera estrella enana descubierta en el mundo fue nombrada con la lengua de uno de los grupos indígenas más importantes de América Latina, apenas una revancha. 

*** 

El año pasado, Ruiz publicó Hijos de las estrellas, (Debate, 2017), un libro donde narra las peripecias en el universo, las explosiones y las muertes que tuvieron que pasar en el cosmos para que nosotros estemos acá. Un libro que trata de traducir en un lenguaje sencillo las teorías más importantes del espacio exterior. “No era que yo quisiera escribir, siempre me fue mal en esa área en el colegio, pero un día, frente al mar con mi computador sobre las piernas, empecé a hablar en voz alta y a ir escribiendo lo que decía. Lo hice en primera persona —decisión que no le gustó mucho a mi editor— porque no soy capaz de escribir de otra forma. Necesito sentir que le estoy hablando a alguien, que estoy sosteniendo una conversación”. 

El libro que se presentó en esta edición de la Feria del Libro de Bogotá es un recorrido por las galaxias recién descubiertas y por las estrellas más antiguas de nuestro sistema solar. Un buen ejercicio para darnos cuenta de que los seres humanos somos especiales por razones muy distintas a las que pensamos. Después de conocer esa historia milenaria, no se puede evitar mirar nuestra propia existencia, nuestro propio cuerpo, con admiración. “Pensar que los átomos de hidrógeno en mis lágrimas los fabricó el Big-Bang y que los átomos de calcio en mis huesos, el oxígeno en mi sangre y todos los elementos que forman parte de mí, todos fueron fabricados por las estrellas. Somos sus hijos, hijos de las estrellas”.

Por Camila Builes / @CamilaLaBuiles

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