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A Eduardo, hoy...
Es siempre todavía.
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Así fue que Mariana Gómez descubrió sus manos. De niña hacía individuales y cortinas junto a su madre. Veía sus manos en movimiento, mientras escuchaba la voz que le iba indicando el paso a paso. Palpaba con sus manos la vida. Conocía su propia piel desde lo que el mundo ofrecía a su tacto. Explorando, cuestionando, sintiendo, recordando. En su cuerpo, desde hace años, ha recorrido un ímpetu que deviene arte. Un ímpetu que su memoria con su madre alumbró; la memoria, esa convivencia dinámica del pasado y el presente que da luz a su obra.
Su propia piel es el camino que la ha conducido a pensar el cuerpo políticamente: enigmas como el género y su historia en Occidente, o el arte con relación al cuerpo, o el género con relación al arte. Pensarlo es ya un acto político. Su arte surge como un pensarse a sí misma frente al mundo en el que vive y lo que conoce de él. Como la poeta brasileña Clarice Lispector, quien diría alguna vez que no era una intelectual sino alguien que escribía con el cuerpo.
Con la pandemia, Gómez volvió a observar su casa, habitándola ya no como antes. Desde que comenzó la cuarentena, se trajo lo que guardaba en su taller y desde entonces ha convivido, en todo el sentido de la palabra, con su obra. Con el pasar de los días comenzó a reflexionar en torno a la cocina: ese espacio tatuado en la memoria del cuerpo y en todas las rutas de la historia.
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Pero Gómez no es solo lo que ha vivido en carne propia, parte de ella son también los relatos y las narrativas de otros, que han aportado a su mirada, como las historias de sus familiares, lo que conoce de sus antepasados y también su formación teórica. Estando en su casa, reconociéndola y volviéndola a habitar, encontró en su cocina un lugar de creación que la llevaría por un andamio en el que andaría como un salmón en el agua: mientras la cocina históricamente se ha significado como un lugar de opresión, Gómez decidió apropiarse de ese espacio fusionándolo con el interior del cuerpo por medio de la pintura, como una resistencia y una resignificación de ese espacio de semblanza histórica.
Inicialmente se interesó en pintar trompas de falopio sobre el suelo, algo que bien, ante los ojos de los que observan poco, podría confundirse con simples baldosas de la cocina. Entonces se le ocurrió hacer su propio molde de baldosa e ir a una fábrica a que lo reprodujeran. Pero al estar en la fábrica, encontró que los diseños que hacían allí algunos hombres los podía intervenir. Fue así como quiso entablar un diálogo, un intercambio, una construcción conjunta, que hace un recorrido desde la composición de la obra hasta el resultado que ve el espectador y todo lo que puede sugerir en este.
Trompas de falopio y postres de la abuela es una continuación de su obra Abstracciones íntimas, una serie de pinturas en las que fragmentó algunos órganos del aparato reproductor femenino, como la vagina, el útero y el clítoris, pues para Gómez aún hoy existe un desconocimiento, sea intencional o inconsciente, sobre esos órganos.
En este sentido, la obra es una interpretación a contracorriente sobre la cocina, pero es también una inmersión en la memoria de Gómez y, a través de esta, la cocina se resignifica: es el lugar en el que es posible imaginar los sabores de los postres de su abuela —y de todas las abuelas—, pero también, y al mismo tiempo, interpelarse por el pensamiento que expone la artista y hacer parte de la o las resignificaciones.
A lo largo de su obra, en escultura, en pintura o en intervenciones, Gómez ha pensado la mujer cultural e históricamente: cuerpo, rituales, historias. Ha intentado generar una conversación alrededor de temas como la menstruación, la lactancia y la enfermedad. Por ejemplo, en su obra Enfermedad de corazón explora la transfiguración corporal de la persona que padece un cáncer de seno; en su obra las mamas no son el órgano enfermo, sino que estas, como un símbolo de la maternidad, la lactancia, la sexualidad y la continuidad de la vida, son representadas con torsos tan fragmentados que pueden verse como la figura del corazón.
La enfermedad, entonces, se vuelve un transcurrir desde el cual volverlo a pensar todo. La transfiguración que trae, por ejemplo, el cáncer sobre el propio cuerpo y el dolor que ello implica hacen que la mirada se transfigure; es decir, que vuelva a explorarse la percepción del cuerpo y que haya una reconstrucción de la imagen propia por parte de la persona adolorida. Nombrar Enfermedad de corazón es una sentencia de que toda enfermedad, así como puede transfigurar el cuerpo hasta lo más profundo de la psique, también deviene un corazón que, al ser el órgano por el que circula la vida, posibilita que en la enfermedad sane, incluso con la muerte, todo lo que hiere. Se trata de una propuesta en la que la enfermedad llega hasta el corazón y entonces todo lo que se ha transfigurado allí en el corazón comienza a sanar en la mirada propia del enfermo y también en la visión del espectador: los fragmentos adoloridos forman un corazón visible y en esa visibilidad la vida se transforma en nuevos cursos sanguíneos.
Para Gómez, lo más complejo de su carrera ha sido trabajar en obras conceptuales y feministas, pues algunos temas que, reitera, aún hoy son tabúes no son tan anhelados en galerías de arte. Es difícil lograr llegar a otro sitio que no sea el taller de uno, dice entre pequeñas risas.
La artista estadounidense Judy Chicago es una de sus principales referentes. Y es que el arte, al ser, en palabras de Gómez, un encuentro de distintos pensamientos, permite que las concepciones sobre el cuerpo y la relación entre corporalidad, creación y arte se replanteen constantemente, como también ocurre —teniendo en cuenta a Gómez y a Chicago— con los distintos feminismos, que bien pueden ser el componente teórico de sus obras, junto a su memoria.
En artistas que trabajan desde lo conceptual, el arte entra a ser no una expresión de inmutabilidades, sino la concreción de ideas que se van pensando conforme el mundo existe y las sociedades debaten. En ese sentido, que un artista reflexione sobre el mirar, al pintar un paisaje con un sol, es un gesto que demuestra, para Gómez, que el arte siempre es político.