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Cuando María Fernanda Martínez era una niña, su bisabuela la llevó a un confesionario. Allí, la forzó a contarle a un padre el pecado que había cometido, independientemente de que no hubiese entendido lo que hizo. La niña había tomado una caja de galletas metálica ―de las que luego custodian hilos, agujas y alfileres― y se había sentado sobre ella.
Mientras pintaba con sus crayolas nuevas, había empezado a moverse y a sentir cosquillas extrañas. Así conoció el placer. Su abuela la obligó a confesarlo, a arrepentirse y a sentirse culpable por ello durante casi toda su vida.
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Son casi las cuatro de la tarde, varias décadas después. Mayo, el personaje escrito por Martínez, baila descalza sobre las tablas del teatro. Una luz se ilumina sobre ella, la guitarra suena a sus espaldas y la mujer canta mientras toca su piel a través del vestido blanco, que antes era de su abuela, y que le cae como un velo sobre el cuerpo lleno de preguntas.
¿Por qué desde niña la habían condenado a la culpa? ¿Por qué le habían enseñado el silencio por encima de la rebeldía? ¿Por qué el placer parecía algo tan infame? ¿Por qué su abuela nunca quiso darle un beso, si ella se lo merecía? La actriz y su personaje son, en esencia, la misma persona, pues la intérprete caleña escribió y protagonizó la obra para abrazar a la niña solitaria que era.
“Tuve una niñez muy sola y siempre había unas sombras por ahí que me asustaban y que yo trataba de evitar. Pero cuando intentaba contarle a alguien mayor, ellos me decían que era culpa mía. Recuerdo muy bien sus palabras: ‘Si le pasa eso es culpa suya’”.
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Martínez creció creyendo que el cuerpo y el placer eran un secreto que había que proteger a toda costa. Por eso, cada vez que le da vida a Mayo, busca liberarse de la culpa de ambas, perseguir el sueño casi imposible de convertirse en actriz y hacer las paces con su abuela. De eso van ambas historias.
Pero en esa búsqueda, en el ejercicio de volver al pasado, verbalizar los miedos y romper el silencio, el personaje se da cuenta de que su historia es también el relato de otras mujeres. Por eso, una de las particularidades de la obra es la capacidad que tiene el elenco —de una sola persona— de encarnar todas las historias.
Con cambios sutiles en los gestos, con una elección delicada de palabras, con otras formas de mirar, caminar y moverse; con los acentos como recurso narrativo y con la habilidad de impostar la voz y volverla de alguien más, la actriz logra llenar una obra de personajes diversos, pese a que en el escenario solo están ella y el guitarrista que la acompaña.
A simple vista, la historia cuenta a Mayo, una mujer que quiere ser artista, que ama a un hombre al que no puede tener y que fue abusada cuando era muy pequeña. Pero detrás de su historia está Pía, una amiga suya que fue maltratada por un hombre que amaba. Lina, que no podía ir al baño si su pareja estaba en la casa porque no le tenía confianza. Y Andrea, que esperaba a que su esposo volviera borracho y la encerrara en el closet después de hacerle el amor.
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“Mayo es una fusión de mi propia historia y la de muchas otras mujeres que conozco, pero hubo un momento en el que perdí la línea. Ya no sabía dónde estaban las otras mujeres y dónde estaba yo. Sentí que todas éramos una”, cuenta la artista después de su primer ensayo, sentada sobre el escenario con las piernas cruzadas.
La obra es minimalista, quizás para responder al sueño de su creadora que quiere llevarla a todos lados, o tal vez por una decisión simbólica: oponerse a la complejidad del personaje que busca representar. Una sola actriz, un solo vestuario, una guitarra en el fondo que la acompaña a cantar; un par de sillas, muchas luces y un velo que rompe el pasado y el presente en dos.
La obra está por terminar. Mayo, o su creadora, quienquiera que sea, canta: “Tú a mí no me amarras, yo ya no te quiero. No soy pertenencia, yo no tengo dueño. Tú ya no me importas, yo ya no te quiero. Yo soy del viento, yo voy y vuelvo”. Mientras llenan el teatro con su reclamo en forma de canción —personaje y actriz— se van cosiendo poco a poco las heridas. “Cada vez que haces arte y te atreves a mostrar lo que hay en el fondo, estás liberando una parte de ti”, diría Martínez después de la venia final.
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Algunas mujeres aplauden y otras lloran. Algunas deciden enseñarle a la artista sus cicatrices. “Entre más lo hablo, más me doy cuenta de que a todas nos ha pasado algo. No sé cómo uno puede seguir viviendo con tantos secretos.”, sentencia ella. “Yo me las arreglé, aunque haya dolido un poco”, repetirá Mayo en cada función.