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Al ver a través de la ventanilla cómo el avión se precipitaba hacia la anchura del océano Atlántico, primero cerró los ojos y luego el libro que traía sobre sus piernas. Era la primera vez que tomaba un vuelo y el principio de su relación con el mar. Admitió estar un poco nerviosa con respecto a la experiencia de volar. Sacó su teléfono celular y con la cámara frontal comprobó que su belleza y su tranquilidad aún permanecieran en su lugar.
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Es el último viernes de enero y Cartagena rebosa de alegría. Hay turistas por todas partes, hay dulces y frutas jugosas en las poncheras de las palenqueras y gente de todas las tallas y colores en traje de baño sobre las playas al pie de la ciudad.
Quien desciende del avión es Doreiby Perafán Imbachí y su primer deseo al tocar suelo cartagenero es poder ver un amanecer a orillas del Mar Caribe. Ella es una joven artista de ascendencia yanakuna que solo conoce de geografías andinas “La montaña me abraza. Mis juegos siempre estuvieron entre los árboles que nos dan sus frutos”.
Ella es la dueña absoluta de una delicada voz que se esfuerza porque sus palabras no se las robe el viento que crispa las olas y de un largo y negro cabello lacio que orgullosa lleva suelto, pese al tórrido calor que a mediodía impera sobre Cartagena y las fuertes brisas que estremece los cocoteros.
Siendo la menor de seis hermanos, la infancia de Doreiby Perafán Imbachí yace a miles de kilómetros del Caribe. Su niñez y juventud se remontan hasta los encumbrados límites del Sur caucano y Norte nariñense, en donde se forjaron sus primeras inquietudes artísticas, entre los pocos frailejones que hoy reinan sobre el Macizo colombiano y la indeleble memoria ancestral de antiguos caciques que nombraban al mundo en lengua quechua y cuyos saberes permanece vivos entre los moradores de esas tierras.
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Me describe con amor un paisaje que ahora resulta remoto: “Mi vereda está ubicada en medio de un bosque de Motilones, cerca al páramo que comprende una parte del complejo volcánico Doña Juana y a dos horas de una laguna preciosa”.
Su conversación goza de una perfecta articulación histriónica y en sus frases nunca faltan las “eses” ni las “erres”, letras que suelen extraviarse del verbo veloz y sincopado del golpe costeño, pero que en ella retornan a mí con cálida fluidez y total precisión.
“Siempre he dicho que soy hija de la montaña, ella me ha dado todo y la idea que se tiene de lujos para mí nunca ha sido necesaria. Como artista, como mujer indígena-campesina, deseo volver a despertar la cultura olvidada de mi pueblo, a que tenga su propia voz y con ello reafirmar mi identidad. Generalmente, los chicos que salen del territorio a ser profesionales sienten un alivio y no quieren volver, se encierran en los escombros de la ciudad y se olvidan de la tierra que los parió”.
Nunca en la vida había estado frente al Mar Caribe y su mirada ahora recorre con ansias el infinito horizonte que antes solo acontecía sobre las láminas de una postal de ensueños.
Hace pocas horas que Doreiby bajó del avión que la trajo de Popayán a Cartagena y es probable que la asfixiante temperatura del paraíso tropical que ahora la recibe, en poco tiempo la obligue a extrañar la fría neblina en la que se ocultan sus amados cerros.
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Su ligera maleta es la de una estudiante de octavo semestre de Artes Plásticas en la Universidad del Cauca. Sin embargo, otros 40 kg de equipaje adicional no arribaron junto con ella. Se trata de 120 mazorcas hechas en cerámica que llegaron días antes para ser exhibidas en la exposición Retrospectiva Premio Arte Joven, un espacio que visibiliza la pluralidad estética del arte colombiano del siglo XXI y que desde hace 16 años impulsa la trayectoria de artistas colombianos menores de 35 años gracias al respaldo de Colsanitas y la Embajada de España. Esta es la primera vez que se realiza una muestra del premio fuera de Bogotá y la obra de Doreiby se encuentra entre las muestras galardonadas.
“Apenas estoy haciendo camino. Gané el tercer puesto de votación por público en Arte Joven del Club Nogal el año pasado, nada más”. Tiene 21 años, es delgada y esbelta, lleva mochila de reata larga y un collar manufacturado por ella misma. Doreiby es ágil con su cuerpo y reservada en el hablar. Dice lo necesario sin ser parca. Todo lo contrario, posee la magia de poder manifestar la plenitud de su humanidad a través de todos sus sentires.
La obra que trajo consigo a Cartagena se titula Cogerle corte y hace referencia a la sabiduría campesina que reconoce que el trabajo de la tierra es arduo y requiere del esfuerzo permanente de toda la comunidad. La instalación también es una metáfora de la tensión constante entre el territorio, la identidad, la política y la economía en el Cauca, en la que el maíz juega un papel fundamental desde los tiempos previos a la colonia. No es solo la santidad materializada en el trabajo campesino y los saberes ancestrales que hay en los cultivos, sino la deidad que habita el grano de maíz en sí.
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“Mi proceso artístico lo describo como la búsqueda de mi propia identidad, es una forma de conocimiento que me permite archivar memorias, prácticas, vivencias, historias familiares, e intentar enmarcarlos desde lo más general que toca a cualquier campesino hasta lo más íntimo que reside en la persona, permitiéndome materializar la experiencia en posibles obras de arte. Posible, porque aún hay muchas cosas que son simplemente ejercicios de exploración que me van acercando a lo que busco”.
El arte de Doreiby no solo expresa su propia identidad, sino que recoge la de su pueblo y sus raíces. Su manera de hablar ante el público que se siente atraído por sus mazorcas de cerámicas que cuelga de la propia hoja orgánica que brota de la planta, parece decirnos que mirar a la tierra y a la naturaleza, es superar las crisis de la creatividad contemporánea.
“Tengo afinidad con artistas locales del Cauca como Óscar Muñoz, William Bahos. De Bogotá, Juliana Góngora, entre otros. Pero generalmente me gusta mucho ver las referencias que tengo a mi lado, en mi territorio, en mis compañeros, en mis maestros, y el más importante referente es mi papá, mi mamá, mis hermanos, tíos y mis abuelos, siempre quiero trabajar con base en sus prácticas campesinas. Deseo darle voz a la sabiduría tradicional cosechada en el campo, sabiduría que perfectamente se puede relacionar con el hacer artístico y personal. Me interesa relacionar los procesos que hay dentro del campo con los procesos de creación”.
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De un momento a otro nos cayó la noche encima. Los bares y cafés del centro histórico estaban a reventar. En Cartagena no solo se dieron cita los 18 entusiasmados artistas que fueron conjurados por el Premio Arte Joven y el público que los fue a ver. De ninguna manera. El Hay Festival Cartagena de Indias 2024 colapsó todo ese fin de semana y la gente se arremolinaba sobre los andenes de piedras, en las plazas del Getsemaní el alboroto era un espectáculo y en las cuatro esquinas de la ciudad amurallada la vida discurría en un verdadero hervidero de concurrencias mundanas y licencias festivas.
Quizá Doreiby se sintió nerviosa. Nunca había estado en Cartagena, y a lo mejor no sabía qué esperar de una ciudad del Caribe enrumbada y con poca ropa. De todas maneras dudo mucho que se hubiera sentido perdida, porque ni por un instante olvidó que todos los que estaban allí junto a ella, habían viajado desde distintos rincones del país para celebrar este pequeño, pero significativo triunfo del arte nacional.
Mucho después de haber dejado atrás las galerías y los salones, en minutos próximos a la salida del sol que ella tanto deseaba, con una cerveza en mi mano y al lado de unos viejos y fríos cañones desconchados, le pregunté que cómo la hacía sentir la reacción del público frente a su obra Cogerle corte y en lo que ella me respondía, en el horizonte comenzaba a despuntar el alba. “Se resume en felicidad y confianza con el hacer, pues lo pensé netamente como una satisfacción propia que se consiguió en el desarrollo de la obra y ver la acogida, ver este nuevo amanecer y la manera en cómo diferentes personas la sienten, va más allá de mis propias expectativas”.