“Me dijeron que me voy a morir”: Martín Caparrós
Primer capítulo de “Antes que nada”, las memorias del escritor argentino en las que cuenta cómo enfrenta una enfermedad incurable.
En librerías con el sello editorial Random House.
Martín Caparrós * / Especial para El Espectador
Me dijeron que me voy a morir. Es tonto: no debería necesitar que me lo digan. Pero una cosa es saber que te vas a morir alguna vez –empeñarte en olvidar que te vas a morir alguna vez– y otra muy otra que te digan que hay un plazo y ni siquiera es largo. El proceso lo fue: durante meses, médicos agotaron sus variadas ignorancias buscando explicaciones que fallaban. Todo había empezado con una tonta caída en bicicleta –y fue en París, para que significara un poco más, agosto de 2021. Desde ese golpe, el dedo gordo de mi pie derecho no seguía mis órdenes. Entonces fui a ver a un traumatólogo que me dijo que me había seccionado un tendón y que debía operar. Yo pensé que no valía la pena: podía vivir con el dedo gordo de mi pie derecho levemente rebelde. Después, poco a poco, fui notando que mis piernas se cansaban pronto.
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Me dijeron que me voy a morir. Es tonto: no debería necesitar que me lo digan. Pero una cosa es saber que te vas a morir alguna vez –empeñarte en olvidar que te vas a morir alguna vez– y otra muy otra que te digan que hay un plazo y ni siquiera es largo. El proceso lo fue: durante meses, médicos agotaron sus variadas ignorancias buscando explicaciones que fallaban. Todo había empezado con una tonta caída en bicicleta –y fue en París, para que significara un poco más, agosto de 2021. Desde ese golpe, el dedo gordo de mi pie derecho no seguía mis órdenes. Entonces fui a ver a un traumatólogo que me dijo que me había seccionado un tendón y que debía operar. Yo pensé que no valía la pena: podía vivir con el dedo gordo de mi pie derecho levemente rebelde. Después, poco a poco, fui notando que mis piernas se cansaban pronto.
Mi síntoma era simple: piernas débiles, reacias a sostenerme como siempre. Fui a ver a un médico, después otro y otro; los cinco o seis se enredaron en las explicaciones menos graves. Preferían, se ve, la compasión a la verdad: que si era el efecto secundario de un remedio, que si una vértebra estrechada, que si el eco de algún tumor menor, que si los músculos tenían no sé qué, los nervios no sé cuánto.
Fue un camino insidioso y variopinto: sus momentos de pesimismo siempre aminorados por las distintas formas de esperanza, por las nuevas ideas de causas que podrían tratarse, por las expectativas de una solución. Hasta el final hubo ilusiones de esas: la penúltima, aquella punción de mi líquido bulbo-raquídeo para ver si tenía no sé qué anticuerpos. No los tenía, como no había tenido un estrechamiento suficiente, ningún tumor en ningún sitio, nada grave en mis músculos. Así que al fin tuvieron que rendirse a la evidencia: estaba condenado.
(Después pensé que si se hubieran atrevido a buscar este mal desde el principio lo habrían encontrado mucho más rápido y habrían podido intervenir bastante antes; los redime que no haya intervención posible.) Es raro que te digan que estás condenado. Quizá fue menos raro porque fueron diciéndomelo, sin querer, de a poco: cada vez que una hipótesis benévola fallaba, la más brutal crecía otro tanto. Pero siempre quedaba la posibilidad de la siguiente, de otra, de alguna que no fuera esa. Hasta que no: hasta ese día en que te dicen claramente mire, lo que usted tiene es tal. Lo siento tanto.
(Yo lo temía desde el principio. Desde el principio imaginaba que tenía lo que tenía pero lo descartaba con esos argumentos lógicos: no seas idiota, siempre pensando lo peor, dejate de dramas baratos. No seas hipocondríaco o hiperkinético o neoestagirita; no seas pelotudo. Siempre encontraba una forma de desechar eso que, entonces, no era más que un miedo sin respaldo.) Y todo, al fin y al cabo, se resuelve en un momento de una simpleza abrumadora: un hombre joven detrás de un escritorio, su casaquita blanca, su mascarilla puesta, su voz de circunstancias. Un momento casi banal: un hombre amable en una charla muy amable, que ni siquiera resultó dramática. Me lo dijo, dijo que no, que no tenía ninguna cura y lo sentía, que era mejor que me viera un especialista en esas cosas, me derivó a uno de ellos, me despidió con un resto de afecto. Acababa de decirme lo peor que había oído en mi vida y no sabía qué hacer con eso: él sí sabía –pasar al siguiente–; yo era el que no. Yo era el que sigue sin saber.
(Yo soy el que sabe que no puede hacer nada –y que no puede no hacer nada. Yo soy el que no soy, al menos el que era. Yo soy el condenado.)
Es un momento tan extraño: de pronto te dicen lo que toda tu vida temiste oír, lo que te imaginaste a otros escuchando, lo que confiabas en no escuchar jamás. Y no suenan trompetas ni tambores ni te caés redondo ni súbitamente se te revelan los destinos del cosmos. No pasa nada: solo te dicen que te vas a morir mal mucho antes que lo que habrías querido –mucho antes que lo que podías esperar. Y no sabés qué hacer con eso. El hormigueo, el nudo en la garganta, el peso en el cerebro. No sé qué hacer con eso. Desde entonces tomo cada mañana un antidepresivo –“para no obsesionarte”, me dijo aquel médico y otra vez fracasó. Y tomo algunos ansiolíticos, siempre dentro de un orden, y trato de no hablar del tema.
Hago todo lo posible por no hablar del tema: no quiero convertirme en ay pobre qué mala suerte tuvo; ay qué pena qué mal lo debe estar pasando. No quiero convertirme en ese héroe de la época: la víctima. No quiero que me traten como un héroe victorioso: para bien y para mal, un condenado. No quiero esa deferencia melancólica. No quiero que los que me quieren me vean con tristeza. No quiero que al verme vean al muerto. Mientras siga vivo quiero seguir vivo.
A veces, claro, me da un escalofrío. “A veces” es un eufemismo: cuando me pienso muerto o brutalmente postrado me da un escalofrío. Estoy aprendiendo a reconocer esos escalofríos como los momentos de verdad –y a tratar de evitarlos. La verdad es la enemiga, pura crueldad innecesaria. ¿Para qué sirve saber verdades brutas cuando no hay modo de cambiarlas? Y esta estúpida urgencia –esta obviedad– que ahora me dio de escribir unas “memorias”.
Nunca creí que valiera la pena escribir sobre mí. ¿Por qué ahora sí? O, al menos: ¿por qué ahora sí lo hago? Supongo que la llegada de la muerte justifica muchas cosas. ¿Se justifica que la llegada de la muerte justifique muchas cosas? ¿O los buenos son los que hacen ante la muerte lo mismo que hicieron cuando podían creer que no existía? ¿O los buenos son los que pueden seguir creyendo que no existe hasta el momento en que sin dudas? ¿O esos son los locos, los estúpidos? Solo tendría que escribir preguntas.
(Soy, sabemos, una caricatura: decido volcarme a mi pasado cuando me dicen que no tengo futuro –y que mi presente, cada uno de mis presentes, va a ser bastante insoportable.)
Pero igual: por qué, para qué. ¿Para qué escribe alguien sus historias? ¿Cómo lo justifica ante otros, cómo ante sí mismo? Para empezar, escribir unas memorias supone una soberbia extraordinaria, una memez extrema: suponer que hay personas que querrán saber lo que uno recuerda sobre uno. O que, en el peor de los casos, uno logrará algo en la estructura o la escritura de ese texto que las atraiga más allá de las banalidades de la historia. Aunque, al buscar esa justificación, esté cayendo de nuevo en la misma vieja trampa: pensar lo que escribo en función de quien podría, eventualmente, llegar a leerlo. Pensarme como alguien que propone algo, no como alguien que hace lo que puede, lo que cree querer, lo que consigue.
Es, supongo, el peor de los errores que quien escribe puede cometer. Y yo, que me he pasado dos o tres vidas denunciándolo, no estoy nada seguro de no haberlo cometido muchas veces. Pero ahora creo que no: sé que no me queda mucho que escribir –de varias maneras: porque ya he escrito demasiado, porque no tengo tanto tiempo. Y como no me queda mucho –por escribir– me dieron ganas de recorrer ciertos pasajes de mi vida. Recuperarla, digamos, revisitarla, revisarla. No para que nadie lo haga después; porque yo quiero hacerlo. Si algún otro lo hace será su decisión; yo ya no estaré allí para hacer como que me hago cargo.
Así que podríamos desechar la primera cuestión: no escribo esto para nadie, solo para mí. Me quedaba por decidir si lo iba a publicar o dejarlo para cuando ya no decidiera nada; he decidido publicarlo antes porque por qué no y hay cosas que es mejor hacer en vida. Pero, de cualquier modo, lo escribo porque quiero dar esa vuelta, revivir ciertos recodos del camino, intentar, incluso, entender ciertos puntos. Con eso, a esta altura, me alcanza y me sobra.
(Será, digamos, para mí y si acaso, con miedo, para los cinco o seis que realmente quiero.) Lo curioso es la idea de «memoria». ¿Qué es la memoria, qué cuernos son unas memorias? Notable que un plural cambie tanto el sentido: si la memoria es la capacidad de cada persona de recordar momentos, hechos, frases, ideas, sensaciones, unas memorias son ese relato en que una persona decide recrear algunos de esos momentos, hechos, frases, ideas, sensaciones: un artefacto, un artilugio para producir de sí misma una versión que por alguna razón consiga complacerla –porque se ve mejor, tanto peor, inteligente, dramática, exitosa, afanosamente fracasada, envidiable, misteriosa, trágica. La memoria es el espacio donde se almacena lo que supuestamente fue; unas memorias son el recurso para montar con todo eso –y mucho más o, habitualmente, mucho menos– un personaje interesante.
¿Unas memorias deberían ser el intento de recordar todo lo que uno ha tratado de olvidar a lo largo de su vida? ¿O, en cambio, la tentativa de juntar todo lo que uno había jurado recordar? ¿O una sabia mezcla de ambos elementos? ¿Y, en tal caso, cómo se mide la sabiduría de las proporciones?
(Para empezar, ¿habrá un número más o menos constante? ¿Cuántas imágenes, escenas, canciones, cifras, caras, personas recordará normalmente una persona? ¿Existe una normalidad para el recuerdo? Funes, claro, pero ¿del otro lado la cantidad es más o menos fija? Últimamente –desde que escribo esto– se me aparecen tantos lugares –escenarios– donde pasaron cosas completamente irrelevantes. Entonces hoy, por ejemplo, recordé un momento de mis quince años en que me asomé a una peluquería en el pasaje Barolo, un momento de mis cincuentas en que la enfermera de un dentista no me abría la puerta en la avenida Córdoba, uno de mis veinte en que unas carrozas pasaban tirando caramelos en una noche de Colonia, Alemania, un partido de pelota hacia mis treinta con mi tío Nicolás en el frontón de Torrecaballeros –y así de seguido. ¿Es infinito incontenible interminable? ¿O el monto de imágenes que podría recordar está tasado de antemano? ¿Dónde están, todas ellas, que vienen como desde ninguna parte?)
Como siempre, él lo dijo mejor, él encontró la forma: “Tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia, que un observador omnisciente podría redactar un número indefinido, y casi infinito, de biografías de un hombre, que destacan hechos independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es el mismo. Simplifiquemos desaforadamente una vida: imaginemos que la integran trece mil hechos. Una de las hipotéticas biografías registraría la serie 11, 22, 33…; otra, la serie 9, 13, 17, 21...; otra, la serie 3, 12, 21, 30, 39… No es inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de todos los momentos en que se imaginó las pirámides; otra, de su comercio con la noche y con las auroras. Lo anterior puede parecer meramente quimérico; desgraciadamente, no lo es. Nadie se resigna a escribir la biografía literaria de un escritor, la biografía militar de un soldado; todos prefieren la biografía genealógica, la biografía económica, la biografía psiquiátrica, la biografía quirúrgica, la biografía tipográfica”, escribió Borges en un prólogo al Vathek de William Beckford.
Así que en algún momento pensé que quizá valiera la pena construir unas memorias a la manera crónica: reporteando, entrevistando a personas –parientes, amigos, enemigos, viejos conocidos– que pudieran contarme historias de mi vida, y trabajar con eso, amalgamarlo en un relato. Entonces recordé la cantidad de veces que he escuchado a personas contando situaciones que me involucraban y que no recordaba en absoluto; cuántas, incluso, que sabía que no podían ser ciertas. Así que no. No digo que mis recuerdos sean precisos; digo que son míos, y que cada cual se arma los recuerdos que quiere. Eso es, supongo, una memoria, e incluso unas memorias.
Y, de todos modos, no sé para qué sirven. A veces creo que para crear un relato tolerable, amable de uno mismo, para creer que uno ha sido en el pasado lo que no consigue ser en el presente, lo que no puede proyectar en el futuro. A veces me resulta difícil no creer que es puro narcisismo trasnochado, perdida la esperanza.
Y no querría y me digo que no es mi caso –aunque es probable que lo sea. Pero me digo que lo que quiero es dejar un boceto del mundo donde estuve; es verdad y es, por supuesto, mentira cochina: no estoy haciendo una historia de la humanidad en las últimas décadas, estoy usando esa historia para ponerme en el medio de la escena y contarme como si importara. Aceptarán –supongo, aceptarán– que a mí pueda importarme; hablarles –como lo estoy haciendo– a “ustedes” es otra forma de desmentir lo que acabo de decir o de decirles. Para eso, también, sirven las memorias.
Pero escribir unas memorias es como inocularte –con perdón– un virus autoinmune: cuanto más te metés en ellas más te parece que tiene sentido hacerlas, este no-tema se constituye más y más en tema –no temas, anatema.
Y la pregunta, que siempre es la misma: ¿qué importa contar de una vida? O, dicho en serio: ¿una vida, qué carajo sería?
* Se publica con autorización de Penguin Random House. Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) se licenció en historia en París, vivió en Madrid, Nueva York y Barcelona, hizo –y sigue haciendo– periodismo en impreso, radio y televisión, dirigió revistas de libros y revistas de cocina, tradujo a Voltaire, a Shakespeare y a Quevedo, recibió la beca Guggenheim, los premios Planeta y Herralde de novela, los premios Tiziano Terzani y Caballero Bonald de ensayo, los premios Rey de España, Moors Cabot y Ortega y Gasset de periodismo. Ha publicado más de treinta libros en más de treinta países. Muchos de ellos serán reeditados en la Biblioteca Martín Caparrós, que Random House lanzó en 2020, y donde ya aparecieron las novelas “Sinfín” y “Un día en la vida de Dios”, y el ensayo “Ñamérica”.