Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Es precisamente aquí en donde la física cuántica y la literatura comparten un punto de encuentro, al tratar de acercarnos a esa extraña naturaleza que se esconde al interior de todas las cosas.
Ambas tienen la singularidad de ser expresiones intranaturales del cosmos, pues revelan principios que niegan estados absolutos y determinados de la realidad. En ellas gobiernan la incertidumbre y la indeterminación. Además, para comprenderlas se hace necesario abandonar enfoques interpretativos que respondan a lógicas que apelen al sentido común. Nos hemos acostumbrado a lanzar una pelota, conocer su recorrido, su posición y su final, pero la naturaleza encierra sus propias maneras. Es más, si se les asignan estados definidos del universo macroscópico (vida real), se nos hace imposible comprender la mística de la que se encuentran revestidas, pues tanto el arte literario como el comportamiento subatómico funcionan con independencia de nuestra forma de organizar e interpretar el mundo.
Jorge Luis Borges da una exquisita muestra de cómo la literatura muchas veces se puede leer como ciencia, y cómo dichas coincidencias nos van dando luces de esta relación. Quince años antes de que el físico estadounidense Hugh Everett propusiera su teoría de los universos paralelos, el genio argentino publicó el cuento ‘El jardín de los senderos que se bifurcan’. En esta historia, el autor expresa con suma lucidez la posibilidad de la bifurcación del espacio-tiempo por medio de actos que se ramifican en nuevas realidades.
“…cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta— simultáneamente—por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan”.
Cada acto, cada recorrido, cada salto, cada diálogo, cada giro dramático, cada duda, cada estado cuántico, cada simetría representa no menos que todos los actos, todos los recorridos, todos los saltos, todos los diálogos, todos los giros dramáticos, todas las dudas, todos los saltos cuánticos y todas las simetrías que pudieran existir para un mismo instante. Lo cierto (como categoría de lo real) parece (por lo menos en lo que se refiere a lo diminuto y a lo literario) fotogramas de la posibilidad, ubicados uno encima del otro de forma infinita, donde el tiempo y la progresión aparecen como determinantes, pues en esencia la bifurcación surge como un laberinto complejo de realidades habitando en simultáneo. Es como si a cada instante le pertenecieran todos los instantes posibles en una eterna e inmutable continuidad.
El movimiento de lo fundamental nos dice, además, que con tan solo imaginar podemos construir la posibilidad, pues cuando se mira la bifurcación como continuidad, la realidad aparece como derivación de una existencia más compleja e imperceptible. Es así como el acto imaginativo (fuente sagrada de la literatura) se convierte en una manifestación creativa.
De acuerdo con esta teoría, en algún universo paralelo al nuestro, Robert Jordan (personaje de ‘Por quién doblan las campanas’, de Ernest Hemingway) justo en este instante se encuentra a un costado del camino con el dedo sobre el gatillo, esperando que se acerque lo suficiente un militar con rango de oficial para disparar. En otro, Hypatia Belicia Cabral (personaje de ‘La maravillosa vida breve’, de Óscar Wao) se encuentran saliendo de los cañaverales luego de resistir los embates más duros del “Trujillato”. ¿Difícil de creer? Pues así son las ideas derivadas de la realidad más pequeña, poderosa y extraña que existe.
En el mundo que percibimos todos los días, una piedra es una piedra, un árbol es un árbol, y en definitiva, un río es un río. Una cosa es una cosa en cuanto posee los atributos pertenecientes a esa cosa. Es decir, la sustancia fundamental que encierra la naturaleza de una existencia es excluyente de otras. En la vida cotidiana o eres árbol o eres perro, en ningún caso los dos.
Experimentos como el de la doble rendija dan cuenta de cómo en el universo cuántico se modifican y se mezclan estos principios de la naturaleza macroscópica. Recordemos que este experimento consiste en lanzar protones a través de dos rendijas perpendiculares. Las partículas chocan con la pared formando dos líneas, tal como lo harían unos balines si los disparáramos desde una distancia determinada. No obstante observar o no observar modifica el fenómeno, al mostrarnos lo que se conoce como patrón de interferencia, propio de naturalezas ondulatorias, dando lugar de este modo a la dualidad onda-materia.
La física clásica nos acostumbró a que los fenómenos ocurran con independencia de que los observemos o no, cosa que cambia a medida que nos introducimos en las realidades más diminutas. Tanto para el movimiento de las partículas fundamentales como para el mundo de las letras, observar influye en los fenómenos. El lector (observador) recrea en su mente las historias. Sin lectores no hay literatura, pues la literatura solo es literatura en cuanto es leída. Por muy buena que sea una historia siempre va a requerir su contraparte, la lectura. Como en el famoso experimento de la doble rendija, leer modifica las historias, al construir representaciones mentales de los hechos. Si el objetivo fundamental de la literatura es despertar las emociones en un individuo, cada lector lo hace de un modo distinto. Un texto literario está sometido a diversas miradas, y esas miradas lo modifican en cuanto lo crean y lo recrean.
La ciencia durante siglos ha construido categorías absolutas que han desestimado postulados que explican la existencia desde otras orillas del pensamiento. No obstante, con el descubrimiento del universo del quantum y sus manifestaciones ambivalentes se abre un espacio privilegiado a lo fantástico, que había sido apartado durante mucho tiempo por nuestras creencias en la vida real.
Estas dos manifestaciones de la inteligencia humana son hidalgas exponentes de la subversión del pensamiento, pues se han atrevido a negar y a reconstruir esos valores absolutos que parecían estar empotrados en una especie de totalitarismo cognoscitivo, una dictadura de lo innegable impuesta por la religión y por la misma ciencia desde antaño. Con ellas estamos recuperando el valor de lo fantástico.