Mecemar, relato para los amantes del mar en estos tiempos difíciles
En casa la mecedora es el mar, no estamos lejos de él. Recordemos los buenos momentos vividos en el agua salada, la distancia no mata los ayeres.
Linda Esperanza Aragón
La mecedora es una extensión del mar. La inquietud de este se aloja en nuestro interior. Cada que nos mecemos es como si la fuerza del mar estuviera en pleno y el oleaje bailara con las entrañas.
No sé si me pasó lo que a Juancho Polo Valencia: la bahía de Santa Marta la tengo adentro. No puedo expulsarla. La mecedora eterniza su adentramiento. Y me fascina; es como un aliciente cada que empiezo a extrañar a la samaria cuando estoy distante.
Cuando nos mecemos, nos estamos dejando llevar por el mar.
Decía Ramiro de la Espriella, que para quienes nacimos en el Caribe el mar es más un oleaje de sangre que de yodo. Lo tenemos por dentro, somos sus hogares andariegos y nos comunicamos con él cuando nos entregamos a una mecedora.
Desde que estamos pequeños, y nos mecen nuestras madres entre sus brazos nos comenzamos a sentir inherentes a la brisa, a la arena y a las olas. Alejandro Jodorowsky reveló que no deberíamos usar nuestro pasado como sofá, sino como trampolín, pero quiero usarlo como mecedora, deseo ser mecida por mis recuerdos.
La mecedora no es un simple adorno de la casa, es esencial en los encuentros, charlas y momentos a solas. Bécquer expresó una gran verdad: “La soledad es muy hermosa cuando se tiene a alguien a quien decírselo”, y la mecedora no se aburre de escuchar. Banal no es. No me alcanzo a imaginar las tantas historias que nacieron o se transfirieron durante un vaivén mañanero, vespertino y nocturno en el Caribe.
Es que hablando se van las horas, pero no hacen falta, así como le pasaba a Juancho Polo mientras contemplaba el mar.
El mar y la mecedora nos sacuden por dentro, nos revitalizan la sangre, nos abrazan. Vivos nos mantienen. Son movimiento. Quizá por eso no me disgustan ya los domingos y los cielos plomizos. En ambos me pierdo, pero no se me entorpece el latido. Y no me asusta perderme gracias a lo que escribió Clarice Lispector: “Perderse también es camino”.
En el mar los pies abandonan el suelo, el cuerpo flota, nos dejamos llevar, pero ellos regresan, tocan la superficie, juegan con la arena. Mientras estamos sentados en la mecedora dependemos del suelo para coger impulso y sentir el vaivén; la planta de los pies siente el frío del piso de la terraza, la sala o del patio. Lo tocamos y renunciamos a él por unos segundos para sentir que levitamos. Siempre volvemos al terreno, volvemos porque es sinónimo de umbilicalidad, porque nos recuerda el lugar al que pertenecemos.
Y, sí, el mar sigue cantando aunque pierda una ola, como dijo José Ángel Buesa. Cuando una mecedora se va deteriorando o se estropea, esta se reajusta para seguir gozándola. Hay quienes la dejan en el cuarto de los chécheres, ese templo de los objetos viejos que vienen siendo como una oda al pasado, porque no solo llenaron la casa, sino también el corazón; evocan historias íntimas, familiares y momentos que la memoria no dejó escapar.
No me aguantaría un solo día sin la mecedora en casa. Ella me espera, me acoge y me quita el cansancio. Sería vil para mí dejar que las telarañas y el polvo la acaparen. Echarla a un rincón como una cosa cualquiera es como enterrarla; sería esa su tumba y el olvido, su epitafio.
A veces rechina, sin embargo, no me parece estridente. Asumo que es la banda sonora de los viajes hacia mi interior, en los que suelo retornar a Santa Marta, y es cuando la añoranza se me convierte en un bálsamo.
La mecedora es una extensión del mar. La inquietud de este se aloja en nuestro interior. Cada que nos mecemos es como si la fuerza del mar estuviera en pleno y el oleaje bailara con las entrañas.
No sé si me pasó lo que a Juancho Polo Valencia: la bahía de Santa Marta la tengo adentro. No puedo expulsarla. La mecedora eterniza su adentramiento. Y me fascina; es como un aliciente cada que empiezo a extrañar a la samaria cuando estoy distante.
Cuando nos mecemos, nos estamos dejando llevar por el mar.
Decía Ramiro de la Espriella, que para quienes nacimos en el Caribe el mar es más un oleaje de sangre que de yodo. Lo tenemos por dentro, somos sus hogares andariegos y nos comunicamos con él cuando nos entregamos a una mecedora.
Desde que estamos pequeños, y nos mecen nuestras madres entre sus brazos nos comenzamos a sentir inherentes a la brisa, a la arena y a las olas. Alejandro Jodorowsky reveló que no deberíamos usar nuestro pasado como sofá, sino como trampolín, pero quiero usarlo como mecedora, deseo ser mecida por mis recuerdos.
La mecedora no es un simple adorno de la casa, es esencial en los encuentros, charlas y momentos a solas. Bécquer expresó una gran verdad: “La soledad es muy hermosa cuando se tiene a alguien a quien decírselo”, y la mecedora no se aburre de escuchar. Banal no es. No me alcanzo a imaginar las tantas historias que nacieron o se transfirieron durante un vaivén mañanero, vespertino y nocturno en el Caribe.
Es que hablando se van las horas, pero no hacen falta, así como le pasaba a Juancho Polo mientras contemplaba el mar.
El mar y la mecedora nos sacuden por dentro, nos revitalizan la sangre, nos abrazan. Vivos nos mantienen. Son movimiento. Quizá por eso no me disgustan ya los domingos y los cielos plomizos. En ambos me pierdo, pero no se me entorpece el latido. Y no me asusta perderme gracias a lo que escribió Clarice Lispector: “Perderse también es camino”.
En el mar los pies abandonan el suelo, el cuerpo flota, nos dejamos llevar, pero ellos regresan, tocan la superficie, juegan con la arena. Mientras estamos sentados en la mecedora dependemos del suelo para coger impulso y sentir el vaivén; la planta de los pies siente el frío del piso de la terraza, la sala o del patio. Lo tocamos y renunciamos a él por unos segundos para sentir que levitamos. Siempre volvemos al terreno, volvemos porque es sinónimo de umbilicalidad, porque nos recuerda el lugar al que pertenecemos.
Y, sí, el mar sigue cantando aunque pierda una ola, como dijo José Ángel Buesa. Cuando una mecedora se va deteriorando o se estropea, esta se reajusta para seguir gozándola. Hay quienes la dejan en el cuarto de los chécheres, ese templo de los objetos viejos que vienen siendo como una oda al pasado, porque no solo llenaron la casa, sino también el corazón; evocan historias íntimas, familiares y momentos que la memoria no dejó escapar.
No me aguantaría un solo día sin la mecedora en casa. Ella me espera, me acoge y me quita el cansancio. Sería vil para mí dejar que las telarañas y el polvo la acaparen. Echarla a un rincón como una cosa cualquiera es como enterrarla; sería esa su tumba y el olvido, su epitafio.
A veces rechina, sin embargo, no me parece estridente. Asumo que es la banda sonora de los viajes hacia mi interior, en los que suelo retornar a Santa Marta, y es cuando la añoranza se me convierte en un bálsamo.