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Habría que reconocer, dentro de todos los lenguajes que componen el arte, la palabra, como la más racional de todas las experiencias; su construcción y reconstrucción mítica, que nos acompaña desde la fundación de las primeras culturas, nos ha permitido entendernos y encontrarnos como sociedad. La palabra es la esencia del lenguaje y de la comunicación, quien maneje los hilos de las palabras podría estar más cerca de manejar los hilos de la sociedad. El arte, por su lado, no ha sido esquivo a estas bondades y, sea la época en que se quiera revisar, ha existido un poeta, un literato, un prestidigitador dedicado a tejer con la palabra su mundo. Pero el poeta, para congregarlos a todos de la manera más romántica, ha utilizado el poder de su virtud para fundar el mundo a cada paso sin la ambición opulente del político o el historiador; lo malo, lo bueno, lo ambiguo, todas las figuras de las que se vale están allí para conectarnos; esa es una de sus más grandes funciones. Y desde este lugar, menos ambicioso en cuestiones de poder, ha logrado congregar al mundo con rebeldía. Aquello que el poder separa, el arte suele ponerlo al servicio de la comunidad para que ésta sane y evolucione, reflexione y decida, ¡se encuentre!
Medea, que por estos días se estrenará en la sala Fanny Mickey del Centro Nacional de las Artes Delia Zapata Olivella es uno de nuestros más grandes clásicos en la historia universal, atravesando los paradigmas de las diferentes sociedades y sus etapas históricas, demoliendo con sus dilemas éticos todo discurso posible, justamente sostenida a través de la palabra. Y sea cual sea la lectura que los artistas que se enfrentan a esta figura mítica decidan, no importa el relieve que se le otorgue, esta emblemática mujer nos propone una revisión de nosotros mismos, desde el cimiento más filosófico y más antropológico posible.
La palabra, a pesar de ser racional, es flexible, y también llena de sensibilidad, en las manos adecuadas, y en las bocas correctas, puede lograr promover el amor y el miedo, puede crearlos. La conmoción, entonces, nacerá desde adentro y nos someterá sin remedio a una reflexión ante el acto artístico. Siendo esta arma, tan poderosa, el teatro, uno de los más férreos artesanos de la palabra, han logrado en algunos momentos de la historia, lograr manipular masas, su potencia es tal, que autores tan hábiles como el alemán Bertold Brecht o la escritora Susan Sontag, han mencionado la necesidad de cuidar su uso, y más aún cuando de arte se trata. Por lo anterior, no es sorprendente que el arte se inmole a sí mismo, que busque distanciarse, o que, cómo en el caso de la apuesta del director Jimmy Rangel, se entre en una negociación profunda entre la palabra y todas aquellas posturas abstractas del arte vivo; la sonoridad, el movimiento, la luz, algunas imágenes.
Jimmy Rangel, coreógrafo y director artístico colombiano de reputada trayectoria internacional, pone sobre el escenario nuevamente a Medea, del dramaturgo griego Eurípides, una de las tragedias clásicas más recordadas y puestas en escena de todos los tiempos. Emblemática por ser una de las tragedias cuyos dilemas éticos se fundan en oscuros movimientos de ambas caras de la moneda; traición y venganza en el héroe y su opositor. Medea representa la venganza como gesto de auto-laceración, en ella no solo se encarna el amor animal, sino también el odio desmedido. Rangel, ha construido a partir de la mítica Medea un paisaje lleno de poesía que nos pone ambas caras del hecho, otorgándole la palabra a ella y solo a ella. El relieve decidido le permite a Rangel construir un monólogo lleno de multiplicidad de lenguajes de los que se aprovisiona para oponer la palabra a la imagen, la palabra al movimiento, la palabra contra el mundo.
Medea, interpretada por la actriz Juana del Río es una clase maestra de interpretación de la palabra. En su discurso, la mirada del hombre sobre la mujer resalta como una piedra de mil toneladas que pretenden disminuir el eco del dolor de la traición. Allí es donde cobran sentido cada una de las acciones de Medea, pareciera decirnos con esto que nuestra sociedad sigue aplastando a la mujer y que su acto reactivo no podrá tener otra opción que ser implacable en cada movimiento, ella se destruye a sí misma en vida y con ello toda acción justificada también es, a la vez, una falta social de tal magnitud, que su dolor no se puede contener en un solo acto. Por eso, la decisión de otorgar la palabra a un solo lado de la balanza no puede más que ponerse en oposición al resto de los lenguajes, en ellos también estamos siendo congregados, pero ya no desde una apertura racional sino desde una perspectiva mucho más heterogénea, somos congregados ante la monumentalidad del arte que se descompone mientras se inmola toda la escenografía, con lo cual podemos identificar las ruinas de una sociedad que sigue en combate. Somos convocados ante lo magistral de la luz y el sonido, cuando a cada paso el paisaje nos remueve por dentro, allí, en medio de la magnificencia de los gestos, cada una de nuestras inteligencias emocionales, ya no solo la racional, son llamadas al movimiento, a la conmoción.
Pero sin perder el rastro, debemos ser conscientes (y ello es también una invitación) que estamos ante una asesina, ante una heroína que es capaz de pasar por los estamentos éticos y también morales más básicos. Que su castigo, nunca nos alcanzará, pero que ante un hecho tan difícil de gestionar, quizás, en una situación similar, muchos aún cometeríamos los mismos horrores. Con Medea, puesta al servicio de las sociedades actuales, podemos preguntarnos también por la contundencia del acto reaccionario, aquí la mujer parece obrar con desmesura, en nuestra sociedad, ¿Quién, atravesado por la idea de haber sido herido, reacciona con venganza desmedida? ¿Y en qué contextos?