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Los 3.000 espectadores que habían ido al campo de aviación a despedir a Carlos Gardel y a sus acompañantes no tuvieron tiempo de pensar en nada. Apenas se quedaron paralizados y abrieron los ojos como puertas de una iglesia. Sus cuerpos, detrás de las improvisadas barreras del aeropuerto de Medellín, quedaron en pie sólo por la escasa rebeldía ante la ley de gravedad. Desde lejos pudieron contemplar la tragedia que se estaba desarrollando: dos moles de metal en movimiento, un choque seco, la explosión de los tanques del combustible y el incendio que se extendió en un área de cuarenta metros a la redonda.
El 24 de junio de 1935, cuando en Europa se entretejían los inicios de la Segunda Guerra Mundial, en Medellín se despedía Carlos Gardel ante los ojos de sus seguidores, que esta vez no lo veían irse en un concierto, pero lo querían ver volver bajo el burlón mirar de las estrellas, cómo él mismo lo cantó. Todos lo lloraron, pero, más que eso, todos lo cantaron, lo bailaron, lo inventaron, y después de esa deflagración de dolor y humanidad y deseo y tristeza lo único que pudieron hacer fue revivirlo.
Escogieron a Manrique, una de las 16 comunas de Medellín que reviste el valle con luces que de noche parecen un vómito de estrellas amarillas y rojas y a veces azules.
Manrique fue el lugar donde se lo vio de nuevo sentado en la esquina de una calle que alumbraba a media luz el lado izquierdo de su rostro, con un fedora gris, un traje azul oscuro como aquel que usó para posar en alguna foto o póster de película, y unos zapatos negros que podían reflejar el vestido rojo de una mujer a la que con sonrisa pícara le adivinaría el futuro.
Hace 80 años, antes de morir, Gardel se convirtió en inmortal para que desde la distancia del cuerpo pudiese encarnar de vez en vez en las voces de sus amigos de arrabales que, muchas veces sin conocerlo, seguían entonando sus canciones en borracheras vertiginosas en la Medellín de los 40, para mantenerlo vivo.
Hoy toda la ciudad se viste de tango para decirle al cantante: “Antes morir que olvidarte”. Hoy todos los bares que sobrevivieron al paso del tiempo en la capital de Antioquia y que aún le rinden culto como la primera vez, como en el momento en el que sus labios se entreabrieron y los arrabales se transformaron en música, le dicen al mundo que Carlos Gardel no ha muerto y que en el Festival Internacional de Tango el tiempo perderá sentido, las voces se elevarán y los pies al son de la danza podrán una vez más demostrar que la muerte es sólo una característica humana, porque cuando la idea vive, vive para siempre y rompe las barreras de idiomas, de las distancias y cualquier impedimento, que en ciertas ocasiones son creados por nosotros mismos.
El IX Festival Internacional de Tango empezó el 22 de junio, con una programación que se extiende hasta el domingo 28 de junio y que incluye exposiciones, conciertos, concursos de canto y baile, muestras audiovisuales y eventos académicos que destacarán la obra de uno de los personajes más importantes en la historia de Medellín.
Entre las actividades del festival, toda la comunidad se ha encontrado en honor a Gardel y ha hecho de las calles más emblemáticas de la ciudad el escenario perfecto para recordar y no archivar su legado, porque la vida sigue, espera, desaparece y vuelve a aparecer. El archivista más cruel es el olvido, pero entre los documentos que inundan la memoria aún suenan las canciones de quien un día fue el Zorzal Criollo.