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Cecilia Palacios se encontró con un tipo en un avión. Se gustaron y cruzaron un par de miradas y comentarios, de esos que no dicen mucho pero demuestran todo, con los que entendieron que querían seguir hablando encima de algún colchón. Ella, con un apetito que no había querido reconocer, se permitió abandonar el pudor y la rigidez con la que la habían educado. Se acostó con él. Tembló, gritó, mordió. Se olvidó del mundo y de que en ese mundo había consecuencias. Se elevó y aterrizó en un condón roto. Buscó tomarse alguna pastilla, pero, por alguna razón, cada vez que esta mujer intentaba tomar el control de su vida, las victorias se las llevaban la desidia y el miedo. Palacios, a pesar de cuestionar el discurso de las formas y las normas a las que debían ajustarse las mujeres, se convirtió en una de ellas. Se sometió a la violencia, a una maternidad que no eligió, al sexo sin ganas, al tedio y la frustración. A pesar de ella, se rindió.
Melba Escobar entiende las luchas feministas y las apoya. Sabe que se ha beneficiado de las batallas que se libraron por los derechos de las mujeres. El libro La mujer que hablaba sola se intercala entre el pasado y el presente de alguien que entendía las opciones con las que podía armarse para no ser lo que la sociedad esperaba de ella, pero no pudo elegir. En esas 242 páginas escritas por Escobar hay reflejos de una impotencia que aún sigue cortando las alas de la mayoría de las mujeres que, a pesar de su agudeza, terminan por rendirse ante los ideales de éxito que el machismo sigue sembrando en las entrañas del mundo.
Palacios, la protagonista de esta historia, caminó trastabillando. Durante veinte años dio pasos mediocres, no por falta de voluntad, sino por desconcierto. Se preguntó por qué se casó, tuvo un hijo, permitió los golpes y fingió ganas donde solo había desprecio, después de que cumplió cuarenta años. El presente en el libro de Escobar, además de valerse de los reproches con los que Palacios se conversa, se consuela y se recrimina, se enfrenta con el hecho de que a su hijo lo estaban persiguiendo para encarcelarlo. Lo culpaban de una bomba que había estallado en un baño de mujeres en un centro comercial de la ciudad. Ahora, además de frustrada, tendría que dormir con las esquirlas que, se supone, solo se metían entre las sábanas de los campesinos en Colombia.
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Melba Escobar, con un suéter azul cielo, unas botas negras, su cara libre de maquillaje y un tono de voz suave, se disculpa por llegar tarde y abraza con sus manos un café que pide con dulzura. Las primeras preguntas que le hago tienen que ver con feminismo, porque me interesa saber qué tuvo en cuenta para construir un personaje tan capaz como Cecilia Palacios, pero tan inmóvil. Ella, que se ve tan tranquila y convencida, responde por las razones que la llevaron a concluir que las contradicciones de Palacios son las de la mayoría de las mujeres en este lado del mundo.
Hablemos de Cecilia Palacios y los elementos que tuvo en cuenta para construirla.
Es un personaje muy complejo porque tiene mucho de todo: inteligente, crítica, contestataria, pero a la vez es una mujer que acaba asumiendo a una edad muy tardía que ella misma, sin saberlo, fue machista. Ella está en una especie de epifanía y de repente se despierta y dice: ¿a qué hora llegué a esto?
¿Podría decir que Cecilia Palacios (su maternidad y la forma tan tradicional en la que terminó viviendo) tiene que ver con su presente? Usted es madre de dos hijos y vive con su esposo, pero, según lo que he leído, siempre ha sido una mujer contestataria y ha criticado ese modelo.
En mi caso la maternidad fue una elección. Ella se ve atrapada en un modelo muy imponente que induce a la mayoría de las mujeres a la maternidad, al matrimonio, a un estilo de vida al cual es muy duro oponerse aún hoy día. Yo fui una mujer muy libre, sigo siéndolo, pero creo que el encajar en un rol tradicional no se me da tan fácil, porque además coincido con mujeres con las que no siempre estoy de acuerdo.
¿Usted es feminista?
Sí, considero que cada vez hay más feminismos en plural. Cada vez somos más distintas y diversas las mujeres que defendemos a las mujeres, pero desde puntos no iguales. Me sorprende mucho que las consignas feministas actuales son muy puritanas: “Si tocas a una las tocas a todas”, “no me toques”, “no me hables”. Me parece un tema bastante anacrónico. Nos falta crear un discurso de la sexualidad, del erotismo, que esto sea más abierto y uno pueda decir: “No, yo sí quiero que me toquen. Sí quiero que me hablen y que se me acerquen los hombres. No siempre me molesta que me echen un piropo, no es verdad”. Cuando se convierte también en un tema que casi se empiezan a penalizar ciertas conductas masculinas, se pone siempre bajo sospecha, se pierde mucho la inocencia y un gesto que puede venir espontáneo y de buena de fe de un hombre que le diga a una mujer: “Estás muy bonita”.
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Usted habla de feminismos en plural, ¿cuál es el que a usted la representa?
Lo que creo es que uno tiene que situarse donde esté a gusto, más allá de cómo pueda llamarle. No somos una única mujer. Las mujeres no somos una franquicia. Hay que luchar por esa pluralidad y porque no haya un rótulo que nos encasille o un corsé que pretenda condicionar nuestros movimientos
¿Qué cuestionaría del feminismo actual?
Creo que esa forma de trabajarlo no es efectiva. Necesitamos aliarnos todos: hombres y mujeres. La única manera de entender que debemos estar del mismo lado es encontrando un discurso en donde a ellos dejemos de verlos como antagonistas. Muchas veces lo que se hace es antagonizar los géneros. Eso no nos va a llevar a ninguna transformación.
Podría decirse que uno de los desafíos de Palacios fue que, además de ser mujer, nació en Colombia…
Claro, es que es todo un reto ser mujer y lidiar con la Iglesia y la presión de los estereotipos. Después de muchos años, ella comenzó a reflexionar sobre su rol de madre. Cecilia Palacios, en medio de todo, es una mujer privilegiada. De clase media alta, educada, no ha tenido carencias, pero a pesar de sus privilegios, no ha logrado escapar de la violencia de este país. Aquí todos, de una u otra manera, tenemos alguna relación con la violencia y ese era un mensaje que yo quería dar: cómo esa violencia grande de este país se le mete en la pieza y en la sangre de su hijo.
Supongo que el atentado del que habla en la novela fue basado en el que ocurrió el 17 de junio de 2017 en el centro comercial Andino. ¿Por qué quiso escribir sobre o basada en esto?
Me gusta mucho la Universidad Nacional, siento que representa mucho lo que pasa en el país. Es muy vibrante y eso tiene que ver con los chicos que fueron sindicados por ese atentado. También porque tenía una amiga que terminó militando en las Farc y me impresionó mucho que una persona que no ha vivido en carne propia ninguna carencia ni las dificultades que nacen de la desigualdad colombiana acaba optando por las armas. Además, con la reportería y las entrevistas que hice con los chicos del MRP (Movimiento Revolucionario del Pueblo), me di cuenta de que aquí todo se vuelve una excusa para sacar hipótesis, como si nos hubiéramos visto ya la película siempre. Todo el mundo ya tiene su teoría y no hay evidencia que valga. Aquí siempre estamos partidos en dos mitades que son irreconciliables. Eso siempre me ha interesado.