Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Melba Escobar escribe sobre su familia como un espacio de dolores: “Ahora que lo pienso, mi historia ha estado marcada por la muerte a mi alrededor”. En su novela “Las huérfanas” (Seix Barral, 2024) habla de “los muertos que corrían por mi sangre” y se hace protagonista, sobrina, narradora, hermana, hija, pero, sobre todo, memoria —brumosa e imaginativa, nos dice— de las mujeres que, junto a ella, fueron y son parte de una familia en la que la locura se instaló a su manera.
Así recorre una genealogía narrada entre los contornos de la realidad y la ficción, de una vida al otro lado del Atlántico que nació con su madre incomprendida y huérfana de patria, mujer “española de origen noble que había terminado casada con un geniecillo tropical”. Risueña de noche, furiosa después, taciturna en la mañana; hermanas, primas y tías, algunas grandes y poderosas; un padre furibundo y tierno a la vez, y una vida llena de diagnósticos propios y ajenos. Al final, Escobar se confronta al comprender que su mamá quiso ser la que ella no había tenido, “así como yo intento ser la que ella no fue”.
¿Cómo y dónde nació la idea de esa novela?
Lo que a mí más me interesaba como tema literario era esa mamá que tuve al final de la vida de ella; una mujer sabia, justa, buena, equilibrada, en paz consigo misma, y que a lo largo de su vida había sido una mujer atormentada, desequilibrada, depresiva y con muchos problemas de personalidad. De alguna manera se trata de ese contraste de personajes que es súper interesante. Por ejemplo, todos mis sobrinos dicen que mis hermanas y yo somos unas mentirosas porque hablábamos muy mal de mi mamá, que ella era un ángel, una santa. De alguna manera ella sí logró hacer ese arco del personaje del que uno habla en narrativa, eso de un personaje que se transforma en otro —el camino del héroe, si quieres; en este caso, el camino de la heroína, que ella recorrió para llegar a encontrar la paz—. Eso era lo que más me interesaba: el final de mi mamá, en el que además está postrada, muriendo, convaleciente, que nos dio tiempo a todas y a todos de despedirnos; donde hubo mucha paz, mucha comunión y mucho acompañarse, y donde además la enfermedad física estaba en su peor momento —porque ella estaba en su mejor momento, de paz interior, de perdonarse, de no tener ningún reclamo para sí misma—.
Y usted quiso mostrar literariamente esa transformación.
Quizá eso es la semilla. Yo sé que al final la novela tiene muchas maneras de ser leída; hay muchas formas de acercarse a ella. Probablemente, si uno le pide a alguien que la resuma no lo haría como yo lo estoy haciendo, pero ese era para mí un tema fundamental: cómo uno puede ser otra persona y cómo, además, ese cambio se puede dar al final de la vida, cuando normalmente lo que solemos creer es que el envejecimiento y la enfermedad son una condena y una tragedia. Aquí yo siento que la enfermedad y el envejecimiento la liberaron de muchas cosas; le permitieron una distancia y una tranquilidad frente a sus expectativas, frente a sí misma, frente a los demás, que finalmente la liberaron.
En “Las huérfanas” están la Myriam madre, la Myriam prima, la Melba mala (la tía), la Melba buena, sus hermanas, usted como la hija menor… ¿Cómo construyó ese hilo con las mujeres su familia?
Yo siempre he vivido en un matriarcado muy potente; siempre he estado rodeada de mujeres. Somos cuatro hermanas con una mamá muy presente y un papá que fue muy importante, pero que era una figura pública que estaba siempre mucho más afuera que adentro. Los hombres siempre estaban lejos; cuando se dejaban ver, era de lejos, nunca estuvieron muy cerca de mi vida. En Cali también eran las tías solteronas… De alguna manera esa siempre fue la sensación, de que lo doméstico es lo femenino y las mujeres somos las que estamos ahí. Los hombres son los que van y hacen cosas importantes, y uno los ve de vez en cuando, pero esa domesticidad para mí siempre ha sido femenina. También era un tributo a ellas; a mi tía Melba, que además era un personaje muy complejo…
Era realmente EL personaje.
Sí, una mujer fenomenal, con su locura, que no salía de la casa porque se la pasaba rezando, pero luego hacía cosas rarísimas, como que intervenía Cristos y les hacía monigotes. Era un ser muy religioso y beato, por un lado, y por otro, un ser muy anárquico, muy juguetón; yo creo que era una artista en todo el sentido de la palabra, que no encontró espacio para desarrollar su obra; uno la veía como una gran artista innata, pero siempre estaba en confrontación con mi mamá, que era hiperracional, muy culta, muy progre… Nunca se iban a entender. De alguna manera yo creo que aquí el tejido era como mostrar estas contradicciones, de las cuales uno finalmente está hecho. Yo me llamo Melba por mi tía Melba y Beatriz por mi tía Beatriz, que es la que sale al final; ella es protestante, socialista, vive en Suecia, es lo más anticreyente, nada más distinto a la tía Melba. Uno finalmente siempre es un resultado de fusiones de identidades que lo forjan, pero que muchas veces están en contradicción.
Aquí las protagonistas son su madre y usted, que es narradora en primera persona, testigo, personaje principal… ¡Es todo! ¿Cómo fue la construcción de ese registro narrativo?
Fue difícil. Las novelas siempre me cuestan mucho trabajo, pero esta es la que más. Pasé por muchas versiones e intentos, por muchas voces. Intenté en tercera persona, intenté en primera, intenté cambiando los nombres, haciéndolo todo ficción, con otros personajes, y llegó un momento en el que entendí que todo sonaba falso, porque al final esto también es un homenaje a mi mamá y yo quería que eso quedara muy claro. Además, hay una escena al final, totalmente genuina, en la que ella en su lecho de muerte me dice: Ojalá todo este sufrimiento al menos te sirva para escribir una buena novela. Yo pensé: Me está pidiendo que escriba una novela sobre ella, y también pensé: Se la merece completamente porque ha sido una grande, porque ha tenido una vida difícil y porque es un gran personaje literario y como ser humano; se merece su novela.
… Entonces había que bajar a la realidad.
¡Claro! Al darme cuenta de eso dije: hay que usar los nombres reales, aterrizar la historia. Creo que en este caso la importancia de hablar desde un yo está en que, de cierta forma, es mi manera de hacerme cargo y hacerme responsable de lo que estoy diciendo, porque si esto lo dijera una tercera persona o un personaje equis, mucha gente podría decir: Estás diciendo unas cosas tremendas de tu familia o de nosotros. Esto, por supuesto, se ha hablado mucho; mis hermanas la leyeron antes de que se publicara, mi tía, mi prima... Hay temas muy sensibles en la novela, pero siempre insistí en que soy yo en primera persona la que está contando todas estas verdades, y en esa medida son subjetivas; son mi única responsabilidad. De lo que diga aquí, a la única que hay que señalar es a mí. Fue un poco desde esa lógica como se construyó la voz.