Memoriales populares: memoria, duelo y la justicia en el espacio público
Últimamente se habla mucho de monumentos: aquellas obras de arte público hechas casi siempre en piedra o bronce, que al mismo tiempo son objetos conmemorativos para perpetuar la memoria de personajes o acontecimientos destacados del pasado. Usualmente, pasan desapercibidos para los transeúntes que recorren las ciudades, siendo más significativos para los turistas que se fotografían junto a ellos. No obstante, la discusión sobre la función social de estos artefactos ha vuelto al centro del debate público, como consecuencia de los recientes ataques o intervenciones que han sufrido en el marco de manifestaciones políticas en países tan diferentes como Estados Unidos, Brasil, Bélgica o Colombia.
Sebastián Vargas Álvarez
En esta ocasión, sin embargo, no quisiera referirme a los monumentos y las contiendas que en torno a ellos se están presentando como parte de una revisión de la historia que pone el acento sobre las tradicionales exclusiones de raza, género y clase típicas de nuestras sociedades poscoloniales. Las disputas monumentales –término acuñado por la historiadora Carolina Vanegas– son apenas un síntoma, entre otros, de un problema más amplio: la constante y conflictiva redefinición de las memorias e identidades sociales en el espacio público, principal escenario de la construcción democrática. En este sentido, me enfocaré en otro tipo de prácticas y marcas de la memoria en el espacio público, que escapan a las lógicas de glorificación, administración y financiación del Estado o las autoridades locales (propias de los monumentos conmemorativos clásicos), sino que por el contrario son imaginados, construidos y cuidados por individuos, comunidades o grupos de la sociedad civil, por lo que me referiré a ellos como memoriales populares.
Este término se asemeja al de grassroots memorials (memoriales de base), propuesto por el historiador neerlandés Peter Jan Margry y la antropóloga española Cristina Sánchez-Carretero, quienes lo utilizan para referirse al fenómeno contemporáneo “de instalar recordatorios, como forma de acción social, en espacios públicos, usualmente en lugares en donde han ocurrido muertes o eventos traumáticos”. Según los autores mencionados, estos memoriales, además de permitir el duelo, expresan el descontento social y la protesta; por medio de ellos las personas exponen agravios “con el objetivo de cambiar o mejorar una situación particular”. En un país como Colombia, afectado por décadas de violencia y conflicto en campos y ciudades, en donde las víctimas de diferentes actores armados (incluyendo los estatales) se cuentan por miles, no es difícil imaginar la existencia de este tipo de memoriales populares, y la importancia que reportan para la reparación simbólica, el trabajo de duelo, y los procesos de elaboración colectiva de memoria, justicia y paz.
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Los memoriales populares combinan la tradición católica de los altares y novenarios con prácticas rituales de recordación heredadas de las comunidades indígenas y afrodescendientes. Los altares y conmemoraciones del Día de los Muertos en México, las animitas chilenas (pequeñas casas o templos instalados en andenes, carreteras o esquinas), o los altares espontáneos ubicados en lugares donde han ocurrido accidentes de tránsito o asesinatos –y que podemos encontrar en prácticamente toda Latinoamérica– son ejemplos dicientes de la riqueza, creatividad y relevancia cultural de este tipo de artefactos y costumbres en nuestra región. Estas marcas de memoria en los espacios públicos disputan los significados hegemónicos sobre la historia impuestos por el Estado nación a través de estatuas y placas conmemorativas, haciendo irrumpir las experiencias e identidades históricas de la gente común y corriente en la esfera pública, recordándonos a todos que sus vidas (y muertes) también importan y merecen ser tomadas en cuenta. Especialmente, en aquellos casos en donde se trata de muertes violentas o desapariciones forzadas, como sucede con las placas instaladas en el piso en la ciudad de Buenos Aires, que señalan edificios y lugares en donde se vio por última vez con vida a los ciudadanos víctimas de la dictadura militar.
Para el caso colombiano, podemos nombrar varios ejemplos interesantes de memoriales populares. En el centro de Bogotá, en la Avenida 19 a la altura de la Carrera 4ta, encontramos el altar erigido en memoria de Dilan Cruz, estudiante de bachillerato asesinado por el escuadrón móvil antidisturbios (ESMAD) de la Policía Nacional durante las protestas del Paro Nacional de 2019, muy cerca de allí. Este altar ha sido destruido varias veces (curiosamente en estos casos los medios de comunicación no utilizan el término de “vandalizado”, como si sucedió con el desmonte de las estatuas de Sebastián de Belalcázar y Gonzalo Jiménez de Quesada), y se ha vuelto a reconstruir por parte de familiares, amigos y diversos movimientos sociales. Cerca de allí, en la Carrera 7ma entre Carreras 19 y 18, se encuentra el mural y las placas conmemorativas en honor a Nicolás Neira, otro estudiante de colegio víctima del ESMAD, quien fue brutalmente atacado durante la marcha del 1 de mayo de 2005, y murió días después. Un caso similar se registra en los altares que construyen y conservan las madres de los asesinados por diversos grupos armados en las comunas populares de la ciudad de Medellín, estudiados a profundidad por Sandra Patricia Arenas, profesora de la Universidad de Antioquia.
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Muchas veces, los memoriales o lugares de memoria de la sociedad civil están articulados a procesos de documentación o constitución de archivos para la memoria y los derechos humanos, como en el caso del Archivo y monumento Temístocles Machado: por la defensa del territorio de Buenaventura, levantado gracias a los esfuerzos del Grupo Archivo y Memoria de la Comuna 6, Buenaventura. Allí, el memorial popular no se agota en reivindicar la memoria del líder social asesinado, sino que a partir de allí retoma su legado para continuar las luchas ambientales, sociales y étnicas en la región.
La memoria de Temístocles Machado aparece, entonces, tanto en los documentos como en un mural. Y es que el arte, es sin lugar a dudas, una de las principales formas de expresión de los memoriales populares o de base. Por ejemplo, para recordar la vida del joven grafitero Diego Felipe Becerra (Tripido) e impedir que su asesinato (a manos de un policía, en 2011) quede en la impunidad, los artistas callejeros y otros colectivos sociales se han tomado desde hace años el puente vehicular de la Avenida Boyacá con Calle 116, hasta convertirlo, a través de murales y grafitis, en lo que ellos mismos denominan “el primer museo de memoria urbana al aire libre de Colombia”.
Otro ejemplo llamativo es el Obelisco del Corte, una parodia a la grandilocuencia de los monumentos patrióticos, que busca “convocar comunidades de oficios, quienes hacen con sus manos y por sí mismxs, manifestando la relevancia actual y el lugar histórico de esta afinidad”. Esta obra fue realizada por el Instituto Bogotano de Corte, una red que desde lo impreso, lo digital y lo radial propone nuevas formas de apropiación de la calle y los espacios públicos.
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Finalmente, un memorial popular móvil: el camión de don Raúl Carvajal, en el cual viajaba y estacionaba en diferentes plazas y lugares del país, para visibilizar, recordar y denunciar el asesinato de su hijo, un soldado del ejército que según la versión oficial murió en un combate con las FARC, pero que él asegura que fue asesinado por oponerse a las ejecuciones extrajudiciales o “falsos positivos” en Norte de Santander. Aún recuerdo a don Raúl, fallecido recientemente por Covid 19, y su camión lleno de pancartas, parqueado en la esquina de la Avenida Jiménez con Carrera Séptima en pleno centro de Bogotá, al salir de mis clases en la Universidad del Rosario. La gente se paraba a leer los letreros, a conversar con él, a conocer otras historias. Ese es el potencial cívico, democrático y plural, de los memoriales populares.
Los monumentos memoriales son fragmentos, trozos (y trazos) de memoria que no tienen las pretensiones totalizantes o eternizantes de los monumentos conmemorativos o los libros de historia. Añaden nuevas capas de experiencia y significado histórico a los palimpsestos que son nuestras ciudades y espacios públicos. Son prácticas, objetos y lugares que permiten a familiares y amigos de las víctimas, pero también a la sociedad en general, hacer un trabajo de duelo. Previenen el olvido, la impunidad y la naturalización de hechos atroces, y nos conminan a su no repetición; recuerdan nuestro deber ciudadano con la construcción de la memoria, la justicia y la paz. Junto con otras propuestas anti o contramonumentales (performances, irrupciones efímeras de memoria, etc.), murales, grafitis y esténciles, este tipo de acciones y construcciones también hacen parte del arte público contemporáneo en calles, plazas y esquinas de nuestras ciudades y municipios. Son, también, una evidencia de las disputas por la memoria en una sociedad fracturada por la violencia, y que lucha por construir la paz y la reconciliación.
Pero quizás lo más importante, es que se trata de iniciativas de la sociedad, parten de las demandas y necesidades colectivas, no dependen de la financiación o autorización del gobierno, y evaden su censura o control. Nos recuerdan que el espacio público es de todos y para todos.
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Una de las lecciones más importantes que ha dejado el reciente Paro Nacional ha sido, precisamente, que la historia, la identidad y los símbolos nacionales no están fijos y establecidos de una vez y para siempre, sino que, con base en nuevos acuerdos y consensos, siempre existirá la posibilidad de generar formas alternativas de pensar, narrar y vivir lo común.
En esta ocasión, sin embargo, no quisiera referirme a los monumentos y las contiendas que en torno a ellos se están presentando como parte de una revisión de la historia que pone el acento sobre las tradicionales exclusiones de raza, género y clase típicas de nuestras sociedades poscoloniales. Las disputas monumentales –término acuñado por la historiadora Carolina Vanegas– son apenas un síntoma, entre otros, de un problema más amplio: la constante y conflictiva redefinición de las memorias e identidades sociales en el espacio público, principal escenario de la construcción democrática. En este sentido, me enfocaré en otro tipo de prácticas y marcas de la memoria en el espacio público, que escapan a las lógicas de glorificación, administración y financiación del Estado o las autoridades locales (propias de los monumentos conmemorativos clásicos), sino que por el contrario son imaginados, construidos y cuidados por individuos, comunidades o grupos de la sociedad civil, por lo que me referiré a ellos como memoriales populares.
Este término se asemeja al de grassroots memorials (memoriales de base), propuesto por el historiador neerlandés Peter Jan Margry y la antropóloga española Cristina Sánchez-Carretero, quienes lo utilizan para referirse al fenómeno contemporáneo “de instalar recordatorios, como forma de acción social, en espacios públicos, usualmente en lugares en donde han ocurrido muertes o eventos traumáticos”. Según los autores mencionados, estos memoriales, además de permitir el duelo, expresan el descontento social y la protesta; por medio de ellos las personas exponen agravios “con el objetivo de cambiar o mejorar una situación particular”. En un país como Colombia, afectado por décadas de violencia y conflicto en campos y ciudades, en donde las víctimas de diferentes actores armados (incluyendo los estatales) se cuentan por miles, no es difícil imaginar la existencia de este tipo de memoriales populares, y la importancia que reportan para la reparación simbólica, el trabajo de duelo, y los procesos de elaboración colectiva de memoria, justicia y paz.
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Los memoriales populares combinan la tradición católica de los altares y novenarios con prácticas rituales de recordación heredadas de las comunidades indígenas y afrodescendientes. Los altares y conmemoraciones del Día de los Muertos en México, las animitas chilenas (pequeñas casas o templos instalados en andenes, carreteras o esquinas), o los altares espontáneos ubicados en lugares donde han ocurrido accidentes de tránsito o asesinatos –y que podemos encontrar en prácticamente toda Latinoamérica– son ejemplos dicientes de la riqueza, creatividad y relevancia cultural de este tipo de artefactos y costumbres en nuestra región. Estas marcas de memoria en los espacios públicos disputan los significados hegemónicos sobre la historia impuestos por el Estado nación a través de estatuas y placas conmemorativas, haciendo irrumpir las experiencias e identidades históricas de la gente común y corriente en la esfera pública, recordándonos a todos que sus vidas (y muertes) también importan y merecen ser tomadas en cuenta. Especialmente, en aquellos casos en donde se trata de muertes violentas o desapariciones forzadas, como sucede con las placas instaladas en el piso en la ciudad de Buenos Aires, que señalan edificios y lugares en donde se vio por última vez con vida a los ciudadanos víctimas de la dictadura militar.
Para el caso colombiano, podemos nombrar varios ejemplos interesantes de memoriales populares. En el centro de Bogotá, en la Avenida 19 a la altura de la Carrera 4ta, encontramos el altar erigido en memoria de Dilan Cruz, estudiante de bachillerato asesinado por el escuadrón móvil antidisturbios (ESMAD) de la Policía Nacional durante las protestas del Paro Nacional de 2019, muy cerca de allí. Este altar ha sido destruido varias veces (curiosamente en estos casos los medios de comunicación no utilizan el término de “vandalizado”, como si sucedió con el desmonte de las estatuas de Sebastián de Belalcázar y Gonzalo Jiménez de Quesada), y se ha vuelto a reconstruir por parte de familiares, amigos y diversos movimientos sociales. Cerca de allí, en la Carrera 7ma entre Carreras 19 y 18, se encuentra el mural y las placas conmemorativas en honor a Nicolás Neira, otro estudiante de colegio víctima del ESMAD, quien fue brutalmente atacado durante la marcha del 1 de mayo de 2005, y murió días después. Un caso similar se registra en los altares que construyen y conservan las madres de los asesinados por diversos grupos armados en las comunas populares de la ciudad de Medellín, estudiados a profundidad por Sandra Patricia Arenas, profesora de la Universidad de Antioquia.
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Muchas veces, los memoriales o lugares de memoria de la sociedad civil están articulados a procesos de documentación o constitución de archivos para la memoria y los derechos humanos, como en el caso del Archivo y monumento Temístocles Machado: por la defensa del territorio de Buenaventura, levantado gracias a los esfuerzos del Grupo Archivo y Memoria de la Comuna 6, Buenaventura. Allí, el memorial popular no se agota en reivindicar la memoria del líder social asesinado, sino que a partir de allí retoma su legado para continuar las luchas ambientales, sociales y étnicas en la región.
La memoria de Temístocles Machado aparece, entonces, tanto en los documentos como en un mural. Y es que el arte, es sin lugar a dudas, una de las principales formas de expresión de los memoriales populares o de base. Por ejemplo, para recordar la vida del joven grafitero Diego Felipe Becerra (Tripido) e impedir que su asesinato (a manos de un policía, en 2011) quede en la impunidad, los artistas callejeros y otros colectivos sociales se han tomado desde hace años el puente vehicular de la Avenida Boyacá con Calle 116, hasta convertirlo, a través de murales y grafitis, en lo que ellos mismos denominan “el primer museo de memoria urbana al aire libre de Colombia”.
Otro ejemplo llamativo es el Obelisco del Corte, una parodia a la grandilocuencia de los monumentos patrióticos, que busca “convocar comunidades de oficios, quienes hacen con sus manos y por sí mismxs, manifestando la relevancia actual y el lugar histórico de esta afinidad”. Esta obra fue realizada por el Instituto Bogotano de Corte, una red que desde lo impreso, lo digital y lo radial propone nuevas formas de apropiación de la calle y los espacios públicos.
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Finalmente, un memorial popular móvil: el camión de don Raúl Carvajal, en el cual viajaba y estacionaba en diferentes plazas y lugares del país, para visibilizar, recordar y denunciar el asesinato de su hijo, un soldado del ejército que según la versión oficial murió en un combate con las FARC, pero que él asegura que fue asesinado por oponerse a las ejecuciones extrajudiciales o “falsos positivos” en Norte de Santander. Aún recuerdo a don Raúl, fallecido recientemente por Covid 19, y su camión lleno de pancartas, parqueado en la esquina de la Avenida Jiménez con Carrera Séptima en pleno centro de Bogotá, al salir de mis clases en la Universidad del Rosario. La gente se paraba a leer los letreros, a conversar con él, a conocer otras historias. Ese es el potencial cívico, democrático y plural, de los memoriales populares.
Los monumentos memoriales son fragmentos, trozos (y trazos) de memoria que no tienen las pretensiones totalizantes o eternizantes de los monumentos conmemorativos o los libros de historia. Añaden nuevas capas de experiencia y significado histórico a los palimpsestos que son nuestras ciudades y espacios públicos. Son prácticas, objetos y lugares que permiten a familiares y amigos de las víctimas, pero también a la sociedad en general, hacer un trabajo de duelo. Previenen el olvido, la impunidad y la naturalización de hechos atroces, y nos conminan a su no repetición; recuerdan nuestro deber ciudadano con la construcción de la memoria, la justicia y la paz. Junto con otras propuestas anti o contramonumentales (performances, irrupciones efímeras de memoria, etc.), murales, grafitis y esténciles, este tipo de acciones y construcciones también hacen parte del arte público contemporáneo en calles, plazas y esquinas de nuestras ciudades y municipios. Son, también, una evidencia de las disputas por la memoria en una sociedad fracturada por la violencia, y que lucha por construir la paz y la reconciliación.
Pero quizás lo más importante, es que se trata de iniciativas de la sociedad, parten de las demandas y necesidades colectivas, no dependen de la financiación o autorización del gobierno, y evaden su censura o control. Nos recuerdan que el espacio público es de todos y para todos.
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Una de las lecciones más importantes que ha dejado el reciente Paro Nacional ha sido, precisamente, que la historia, la identidad y los símbolos nacionales no están fijos y establecidos de una vez y para siempre, sino que, con base en nuevos acuerdos y consensos, siempre existirá la posibilidad de generar formas alternativas de pensar, narrar y vivir lo común.