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“Oímos volar un helicóptero. Todos levantamos la cabeza, en suspenso: ahora son dos helicópteros y nos quedamos un tiempo oyéndolos, viéndolos perderse en dirección a la guarnición.
Yo me alejo.
—Profesor —me advierte alguien, una voz que no reconocí—: En el hospital mataron hasta los heridos. Usted siga buscando a su señora: ya sabemos que la busca. No está entre los muertos, lo que quiere decir que sigue viva. Me he detenido sin volver la cabeza.
—Desaparecida —digo.
—Desaparecida —me confirma la voz”. Evelio Rosero, Los ejércitos.
¿Qué habrá sentido Ismael?, el profesor al que le acaban de decir que después de un ataque al pueblo de San José, de quién sabe qué ejército, su esposa Otilia no aparece. Tal vez esa historia tuvo el terrible desenlace de varios colombianos que no encontraron a sus muertos (o a sus vivos. ¿Quién sabe?). No quedó rastro para investigar, tampoco hubo tumba para llorar, no hay culpables para odiar y luego intentar perdonar, no hay información, no hay muerte, no hay vida, no hay nada. Las fotos de Jesús Abad Colorado son lupas. Oportunidades para ver a través del lente del hombre que a pesar del terror permaneció con los mestizos, indios, campesinos y negros a los que la guerra les ha explotado en la cara.
Carga su maleta negra y en ella los lentes de la guerra. En su espalda carga a su cómplice, a su otra mirada. Lo que vemos nosotros es el resultado de historias que Jesús Abad y su cámara han recogido en los momentos más álgidos, en los que no hay filtros ni fachadas que cubran los rostros afligidos y los escombros que dejaron los disparos y las explosiones. Bojayá, San José de Apartadó, Granada, San Carlos y la Comuna 13 de Medellín. Cinco lugares que guardan relatos dignos de ser contados. Sus habitantes (vi)vieron las amenazas de los grupos armados. El ruido de los fusiles, las botas empantanadas, los camuflados que luchaban por un país mejor pero mataban en nombre de esa utopía. Las historias de José, Germán, Beatriz, Domingo, doña Rosalba y Camila son algunos de los retazos que al tejerse forman vestiduras de colores blancos, libres de violencia. Sus testimonios reflejan el relato de Caín y Abel, la historia de la Biblia que encontró Jesús Abad en el pizarrón de una escuela atacada y que recae en este territorio maldito que busca un perdón extraviado.
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El documental El testigo, dirigido por Kate Horne, nos recuerda el libro Los niños de la guerra, del periodista Guillermo González Uribe. El antes que era el presente más crudo de la guerra, en el que los protagonistas eran las víctimas —también victimarios-. El ahora, el pasar la página, el vivir con remembranzas y culpas, como si fuera su deber vivir con la penuria del conflicto.
A Jesús Abad Colorado la guerra no le ha sido indiferente. Llegó a las masacres y se quedó, como el 21 de febrero de 2005, fecha en la que tuvo que ver los cuerpos de cinco adultos y tres niños desmembrados en San José de Apartadó. En la masacre murieron personas que pensaron que los uniformados eran soldados del Ejército y podrían intentar conciliar para sembrar cacao. Los mismos que solo anhelaban “una finquita” para resguardarse del sol y la lluvia. Campesinos que pidieron sembrar gasolina para la vida y tuvieron que derramar sangre para la muerte. De ese episodio quedan los registros del fotoperiodista que siempre ha estado del lado de los vulnerables y ha apoyado con entusiasmo y compromiso a la paz. Apoyaría todo lo que pudiese evitar volver al campo a registrar heridos, llanto y bombazos. “Prefiero fotografiar la vida”, dijo.
Cristales rotos en la selva, hornos crematorios en medio de los bosques, balas que rozaron la corteza de los árboles y manchas de sangre que siguen el rastro de un pasado que aún no se aleja del todo. Jesús Abad habla conmocionado, recuerda los nombres de cada una de las personas que son retratadas. Nos agarra de los brazos, transmite la relevancia de cada memoria, de cada estruendo plasmado en blanco y negro.
“Comprender quiere decir, más bien, investigar y soportar de manera consciente la carga que nuestro siglo ha puesto sobre nuestros hombros; y hacerlo de una forma que no sea ni negar su existencia ni derrumbarse bajo su peso”. Esta frase de Hannah Arendt, que se refiere a la comprensión de la historia, nos recuerda la importancia de asumir la responsabilidad de todos al momento de afrontar los errores y los retos que dicta nuestro tiempo. Y Abad Colorado, mediante su documental, reafirma su compromiso y el de todos por reconocer los testimonios, los territorios despojados y olvidados.
Las fotos de Abad ayudan a ver los rasgos de esas caras que viven errantes por las carreteras del país, las lágrimas de los que no pudieron salvar a sus amores y las espaldas quebradas de los inocentes que han pagado el precio más alto de la violencia.
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Las marcas del conflicto colombiano han quedado en la piel de mujeres violadas y perros callejeros. Los grupos armados han marcado con sus siglas las entrañas del país. Nos tatuaron a todos. A cada colombiano al que le dijeron que mejor no durmiera cerca de la ventana, porque podía estallar una bomba y herirse con las esquirlas. A las madres de los policías que sabían que sus hijos eran objetivos militares de quienes buscaban hostigar al Gobierno de turno. Al ciudadano que sintió temor de montarse en un bus o entrar a un centro comercial. Todos hemos crecido aquí: el país de la resistencia, la esperanza, la muerte, la injusticia, la lucha, el “país de mierda” que nos esforzamos por salvar. Por eso Abad Colorado hace arte con exposiciones y documentales, porque a esas fotos hay que enfrentarlas y hablarles cara a cara. Hay que escuchar a la fotografía que muestra el cuerpo de un campesino asesinado por el Estado sobre dos mesas blancas, con flores sobre sus botas y regazo, chorreando la sangre que cae en una botella que dice “Colombiana”. Paradojas crueles e inclementes con las que hay que conversar y conmoverse
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