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Mercedes Barcha, según Gabriel García Márquez

En la autobiografía “Vivir para contarla” (Literatura Mondadori) el escritor le rindió un homenaje a su musa y al amor de su vida.

Gabriel García Márquez / Especial para El Espectador
15 de agosto de 2020 - 10:18 p. m.
El escritor colombiano Gabriel García Márquez y su esposa, Mercedes Barcha, el 2 de diciembre de 2010, en La Habana, Cuba, durante la inauguración del XXXII Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.
El escritor colombiano Gabriel García Márquez y su esposa, Mercedes Barcha, el 2 de diciembre de 2010, en La Habana, Cuba, durante la inauguración del XXXII Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.
Foto: EFE - EFE
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Por aquellos días de buena fortuna me encontré por casualidad con Mercedes Barcha, la hija del boticario de Sucre a la que le había propuesto matrimonio desde sus trece años. Y al contrario de las otras veces, me aceptó por fin una invitación para bailar el domingo siguiente en el hotel del Prado. Sólo entonces supe que se había mudado a Barranquilla con su familia por la situación política, cada vez más opresiva. Demetrio, su padre, era un liberal de racamandaca que no se amilanó con las primeras amenazas que le hicieron cuando se recrudeció la persecución y la ignominia social de los pasquines.

Sin embargo, ante la presión de los suyos, remató las pocas cosas que le quedaban en Sucre e instaló la farmacia en Barranquilla, en los límites del hotel del Prado. Aunque tenía la edad de mi papá, mantuvo siempre conmigo una amistad juvenil que solíamos recalentar en la cantina de enfrente y más de una vez terminamos en borracheras de galeote con el grupo completo en El Tercer Hombre.

Mercedes estudiaba entonces en Medellín y sólo iba con la familia en las vacaciones de Navidad. Siempre fue divertida y amable conmigo, pero tenía un talento de ilusionista para escabullirse de preguntas y respuestas y no dejarse concretar sobre nada. Tuve que aceptarlo como una estrategia más piadosa que la indiferencia o el rechazo, y me conformaba con que me viera con su padre y sus amigos en la cantina de enfrente. Si él no vislumbró mi interés en aquellas vacaciones ansiosas fue por ser el secreto mejor guardado en los primeros veinte siglos de la cristiandad.

En varias ocasiones se vanaglorió en El Tercer Hombre de la frase que ella me había citado en Sucre en nuestro primer baile: «Mi papá dice que todavía no ha nacido el príncipe que se casará conmigo». Tampoco supe si ella se lo creyó, pero se comportaba como si lo creyera, hasta las vísperas de aquella Navidad en que aceptó que nos encontráramos el domingo siguiente en el baile matinal del hotel del Prado.

Soy tan supersticioso que atribuí su resolución al peinado y el bigote de artista que me había hecho el peluquero, y al vestido de lino crudo y la corbata de seda comprados para la ocasión en un remate de turcos. Seguro de que iría con su padre, como a todas partes, invité también a mi hermana Aída Rosa, que pasaba sus vacaciones conmigo. Pero Mercedes se presentó sola en alma, y bailó con una naturalidad y tanta ironía que cualquier propuesta seria iba a parecerle ridícula. Aquel día se inauguró la temporada inolvidable de mi compadre Pacho Galán, creador glorioso del merecumbé que se bailó durante años y fue el origen de nuevos aires caribes todavía vivos.

Ella bailaba muy bien la música de moda, y aprovechaba su maestría para sortear con argucias mágicas las propuestas con que la acosaba. Me parece que su táctica era hacerme creer que no me tomaba en serio, pero con tanta habilidad que yo encontraba siempre el modo de seguir adelante. A las doce en punto se asustó por la hora y me dejó plantado en la mitad de la pieza, pero no quiso que la acompañara ni a la puerta. A mi hermana le pareció tan extraño, que de algún modo se sintió culpable, y todavía me pregunto si aquel mal ejemplo no tendría algo que ver con su determinación repentina de ingresar en el convento de las salesianas de Medellín. Mercedes y yo, desde aquel día, terminamos por inventarnos un código personal con el cual nos entendíamos sin decirnos nada, y aun sin vernos.

Volví a tener noticias de ella al cabo de un mes, el 22 de enero del año siguiente, con un mensaje escueto que me dejó en El Heraldo: «Mataron a Cayetano». Para nosotros sólo podía ser uno: Cayetano Gentile, nuestro amigo de Sucre, médico inminente, animador de bailes y enamorado de oficio. La versión inmediata fue que lo habían matado a cuchillo dos hermanos de la maestrita de la escuela de Chaparral que le vimos llevar en su caballo. En el curso del día, de telegrama en telegrama, tuve la historia completa.

***

Horas después, en el taxi que me llevaba al aeropuerto de Barranquilla bajo el ingrato cielo más transparente que ningún otro del mundo, caí en la cuenta de que estaba en la avenida Veinte de Julio. Por un reflejo que ya formaba parte de mi vida desde hacía cinco años miré hacia la casa de Mercedes Barcha. Y allí estaba, como una estatua sentada en el portal, esbelta y lejana, y puntual en la moda del año con un vestido verde de encajes dorados, el cabello cortado como alas de golondrinas y la quietud intensa de quien espera a alguien que no ha de llegar. No pude eludir el frémito de que iba a perderla para siempre un jueves de julio a una hora tan temprana, y por un instante pensé en parar el taxi para despedirme, pero preferí no desafiar una vez más a un destino tan incierto y persistente como el mío.

En el avión en vuelo seguía castigado por los retortijones del arrepentimiento. Existía entonces la buena costumbre de poner en el respaldo del asiento delantero algo que en buen romance todavía se llamaba recado de escribir. Una hoja de esquela con ribetes dorados y su cubierta del mismo papel de lino rosa, crema o azul, y a veces perfumado. En mis pocos viajes anteriores los había usado para escribir poemas de adioses que convertía en palomitas de papel y las echaba al vuelo al bajar del avión. Escogí uno azul celeste y le escribí mi primera carta formal a Mercedes sentada en el portal de su casa a las siete de la mañana, con el traje verde de novia sin dueño y el cabello de golondrina incierta, sin sospechar siquiera para quién se había vestido al amanecer.

Le había escrito otras notas de juguete que improvisaba al azar y sólo recibía respuestas verbales y siempre elusivas cuando nos encontrábamos por casualidad. Aquéllas no pretendían ser más que cinco líneas para darle la noticia oficial de mi viaje. Sin embargo, al final agregué una posdata que me cegó como un relámpago al mediodía en el instante de firmar: «Si no recibo contestación a esta carta antes de un mes, me quedaré a vivir para siempre en Europa». Me permití apenas el tiempo para pensarlo otra vez antes de echar la carta a las dos de la madrugada en el buzón del desolado aeropuerto de Montego Bay. Ya era viernes.

El jueves de la semana siguiente, cuando entré en el hotel de Ginebra al cabo de otra jornada inútil de desacuerdos internacionales, encontré la carta de respuesta.

* Se publica por Cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.

Por Gabriel García Márquez / Especial para El Espectador

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