Métale punk (Por capítulos)
Presentamos el primer capítulo del libro “Métale Punk”, Cosas que hacemos y que no decimos que hacemos, de Carolina Suárez Latorre. Este fue presentado el miércoles 19 de abril, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá.
Carolina Suárez Latorre
Mi mamá decía que los hombres son como los perros: se entrenan. ¿Para qué? para volver a casa, para hacer pipí, para dar la mano, para amar, sobre todo para eso, para amar. Las bestias, que son los hombres repletos de testosterona y semen, se les entrena también para el amor, para que no se vayan. Así decía mi mamá: “para que no se vayan”.
Mi mamá también hablaba de las mujeres, decía que éramos brujas, todas bien brujas, listas para hechizar a las bestias y a los perros, a las bestias perros. Decía que el arte amatorio estaba en la cocina y en la cama. El entrenamiento de la bestia era sencillo, había que hacerle creer que uno era una buena presa, una presa jugosa, deliciosa e indefensa; sobre todo, decía que debíamos parecer buenas, con las faldas debajo de las rodillas. Con eso la bestia perro en sus cuatro patas se acercaba, olfateaba, gruñía, se hacía grande, abría de par en par el hocico, mostraba los colmillos, soltaba la baba, babeaba a su presa. La presa, la bruja, en la cocina y en la cama fingía no querer mientras evaluaba el paso a seguir, mientras encontraba cómo llegar al cuello de la bestia sin antes ser mordida.
El juego entre la presa y la bestia perro es un arte, un legendario arte que las brujas saben muy bien. Primero se debe domar a la bestia, una agacha la cabeza, 12 se hace inferior, indefensa, pequeñita. La bestia perro, entonces, comienza a olfatear, empieza por las tetas y el culo y le huelen rico, luego lame para conocer el sabor de su presa y si le gusta prepara el hocico, lo agranda. Toda bruja sabe que, antes de que la muerda, ella debe sujetarse a su cuello. Si no lo hace, no es bruja, solo presa.
Luego, ahí en el cuello, se agarra la bruja como las garrapatas, se acerca a las orejas y le recita hechizos, embrujos sucios, enfermos y bajitos; le dice palabritas podridas casi invisibles que se derriten entre sus orejas, infectan el cerebro y ensucian el corazón. Aquellas mismas palabras que hicieron que el Diablo bajara del cielo; la Biblia no lo dice, pero todas las mujeres sabemos que el Diablo traicionó a Dios por una bruja que se amarró a su cuello y le dijo así: “eres más grande que el mismo Dios”. Y el Diablo, embriagado de poder, se lanzó cuesta abajo, perdiendo sus alas en el descenso, pero las palabras de la bruja lo hicieron más bestia, más perro, más grande. Unos cachos hermosos y perfectos se erguían de la enfermedad de su cerebro.
Mientras que arriba, la bruja, ya colgada y bien amarrada a otro cuello repetía: “¿viste, Dios?, ¿viste cómo te ha traicionado tu amigo?”.
Pero a veces, solo a veces, una bruja deja de serlo. El insomnio de la bruja es la mordida de la bestia perro. La bruja, al ser mordida, comienza a perder peso, también a envejecer, se hace de verdad chiquita, no puede fingir más, tampoco comer ni dormir. La bruja ya no es más bruja, ahora es una presa, una bruja presa de la bestia perro. Yo soy la presa de Roberto.
Él me mordió el brazo izquierdo un sábado en la noche, o tal vez el domingo en la madrugada, en la calle sesenta y cuatro con carrera tercera en un bar llamado el Titicó. Ahí ponen salsa, esa de motel, de buseta, de Germania ciento cuarenta, una ruta que se paseaba por toda la séptima desde la ciento cuarenta hasta el Centro y regresaba. Todo un mareo musical. Una salsa para calentar los huevos y los ovarios, para bailar como si se quisiera morir asfixiado.
Al Titicó, Roberto llegó medio tomado, turbado, con un libro en la mano. Leía unos cuentos de Ribeyro, su favorito: Al pie del acantilado. Pedimos viche, el bartender rio.
—¿Se sienten en Cali? Salgan a la calle a ver quién es la ciudad que los recibe. —Al cabo de unos minutos el hombre regresó con una botella de Blanco del Valle—. Tal vez así se les caliente la sangre, reptiles.
Nunca entendí si era sarcasmo o simpatía lo que nos dijo, pero recibimos el gesto como se debe recibir el alcohol, con cariño, con afecto.
El Titicó era una cueva, y es que toda bruja necesita una y esa era la mía, una especie de bar medio caleto, medio caleño, medio narcotraqueto de los ochentas. Solo nos faltaba picar coca en la mesa y oler con un billete de cincuenta para alcanzar la inmanencia. El techo lleno de espejos y unos sofás como de cuerina roja con mesas redondas, medio motelezco, medio de busetas, medio callejón sin salida.
Recordar ese bar me aprieta las costillas y ellas me espichan el corazón y duele y me falta el aire y toca meterle al cuerpo unos suspiros así ufffffffff. Pero me toca contar la historia porque soy presa de ella. Fui condenada.
La historia comienza así, me gustaba el Titicó porque mi corazón es caleño, lleno de cochinitos y aborrajados y por mi sangre: lulada, pura lulada ácida. Yo nací y crecí en Bogotá, jamás he pisado Cali, pero mi corazón es brujo y caleño y punto.
Mi mamá me regañaba por lo caleña, pero una bruja siempre puede escoger de donde viene. Ella también decía que Bogotá castiga, que es la bruja mayor y que tiene sus formas, esas formas que yo conozco bien.
Una forma es el frío, el frío que paraliza el tiempo y que confunde el amanecer con la noche, el sábado con el domingo. Y es que siempre es malo perderse en el tiempo, capaz y nunca se sale de él.
Pienso en los colonos, brutos ellos alcanzando los cerros congelados, entre el velo de la neblina, enamorados, tratando de encontrar la presa.
—¿Amaneces, Bogotá?, venimos por tu oro, ¿dónde lo escondes?
—Entre la neblina, señores.
Y está su forma gris, todo en ella es gris, por eso a Bogotá no le gusta el sol, no quiere que la saquen de su cueva: la niebla. Tampoco quiere que encuentren su oro. ¿Aun tienes oro, Bogotá? Ella se viste de gris, le sienta, se esconde con él, al igual que Roberto.
Roberto, ¿por eso la amas tanto?
Él llegó al Titicó y se sentó al lado de Manuel, en total éramos cinco. Roberto decía que tenía novia, pero siempre llegaba solo, decía que ella era diurna; una bruja diurna pensaba yo, ve, qué raro. Melisa se llamaba, “Meli”, la llamaba él, estudiaba economía en Los Andes, una bruja con plata. Nunca la vimos. Era como un mito, la tratábamos como si existiera, a veces como si estuviera con nosotros.
—¿Qué más de Meli? —le decía Manuel.
—Estudiando —respondía el otro.
Roberto y Manuel cursaban Literatura; Gina, Juliana y yo: Comunicación. Éramos las básicas del parche, las que también querían leer y ellos nuestros dealers de conocimientos, de fiesta, de noche y, ¿por qué no?, de amor también. Las viejas sabían que me gustaba Roberto, que estaba esperando el momento para colgármele al cuello, pero el momento no llegaba. Entre las clases y el “me tengo que ir a ver a Meli”, el momento se extendía de semestre en semestre.
—Pilas, vieja, las cosas se devuelven —me decía Gina.
Pero yo no creo en eso, yo creo que lo que es para uno se le guarda y hasta se le calienta, y ese man era para mí, me estaba esperando calientico.
El mito de Meli era fascinante, Manu decía que parecía una reina de belleza, era perfecta, como una muñeca de porcelana, blanca. A veces nos hacía sentir mal, las tres éramos color arena, lisas, como sucias; mientras que la otra desde su blancura nos miraba por una torre de cristal. Por allá, desde los cerros orientales se extendía su castillo, como era bruja de día, sus papás la guardaban en la noche, porque los que son blancos brillan y se los pueden robar más fácil, y es que son lindos. En cambio, nosotros los negros no brillamos, así nadie nos ve; nadie quiere cosas que no brillan. Mientras que Meli, la Meli de Roberto era como un bombillo y todos los insectos buscaban suicidarse en ella.
Y yo queriendo que Roberto se suicidara en mí. Meli, como era bruja diurna y rica, en junio se iba lejos, a sus tierras blancas más puras que ella, para reencontrarse con su linaje. Yo deseaba con fuerza que se enamorara allá de alguien, algún Lord, algún Barón, algo por el estilo; deseaba que se diera cuenta de que Roberto era negro como yo, que era una pobre polilla que se le chamuscaban las alas frente a su blancura.
Pero siempre volvía.
Como de un abuelo muerto, todos escuchábamos las historias de Roberto sobre Meli. ¿Ejemplos? Ella le había traído el libro Cain de Lord Byron, edición de lujo, de segunda, de un anticuario, de una librería muy famosa, de Londres. Entre más “des” tenga más lujoso es el artículo. El libro era precioso, pero no lo sacaba de la casa por miedo a que se lo robaran, como si los ladrones tuvieran tiempo para leer. Un día con Gina googleamos el famoso Cain de Lord Byron y en Amazon no pasaba de los quince euros.
Pero respetábamos la vida privada de ellos. Con el mito de Melisa nadie se metía.
Era sábado, ¿o ya era domingo?, cuando nos estábamos calentando unos contra otros en el Titicó, el Blanco del Valle tenía su efecto secundario, ponía calientes las piernas. Roberto y yo nos fuimos acercando más, cada vez más pegaditos, con la salsa de motel y con el chan chan chan de las trompetas de los Hermanos Lebrón que por allá sonaban. Perdóname por no ser blanca, Roberto, pensaba, mientras miraba su cuello, con la cabeza agachada, esperando que la bestia perro que era él, todo rellenito de testosterona y semen, con sus patas contra mis piernas, oliéndome toda: me atacara. Y yo, sumisa, me iba dejando.
No te dejes morder, Camila, no te dejes morder, Camila, no te dejes morder, repetía en mi cabeza casi como una oración, casi como una contra.
Las oraciones no funcionaron esa noche y fui presa, no bruja. Levanté la cabeza y la bestia perro mordió arrancando un pedazo de mi carne. Con una herida mortal regresé a casa, era domingo, había niebla, con el brazo izquierdo destruido y en el derecho la botella con el cuncho del Blanco del Valle. Blanco como el día, como Meli, como el color de la carne fresca antes de que la inunde la sangre. Así regresé a casa.
Mi mamá por allá en la cocina molesta por mi hora de llegada hacía sonar toda la vajilla y alistaba la sartén con los huevos que de seguro no probaría. Mientras yo, sentada en la cama, me transformaba. Mi corazón, mi cerebro y mi herida cambiaban y una nueva presa nacía. Era la presa de Roberto. El brazo izquierdo descolgado, adolorido.
Abrí la botella y me bajé el cuncho hasta el final, solo quedaba echarle alcohol a esta herida.
—Hasta mañana, Bogotá.
La noche llegó y su negrura me hizo despertar, la boca me sabía a Cali, al Cali de las putas y el perico. En la cabeza un perro me ladraba y con cada ladrido imágenes de la noche relampagueaban. Gina, con sus mensajes: “vieja, ¿la cagaste?”
Y Roberto, ¿por qué no había mensajes de Roberto? Ah sí, lo recuerdo, porque soy su presa no su bruja.
A mí los lunes siempre me habían gustado, el lunes era el día de Erase And Rewind, de The Cardigans, y ¿por que no? Wine también. Pero este lunes era diferente, la mordida del brazo a las presas se nos nota; se nos nota el dolor, el arrastre, como que ahora una está coja. Mejor dicho, la gente ya sabe que una se metió por la cuadra donde nadie sale vivo, esa cuadra en la que todos gritan “mijo, si se mete por allá no sale”. La verdad creo que no les escuché o tal vez no me gritaron, porque yo ya le estaba dando la vuelta, ¿volver? No. Ella es como la niebla, no se puede volver no se sabe cómo.
¿Los trabajos? No, ese lunes no llegué con trabajos, llegué como los borrachos, perdida, tambaleando. No entendía las clases, los libros, a Roberto. Quería llorar, vomitar, incluso matar. Pero ahí estaba, en la lista del profesor, sin una falla y sin los trabajos también. El lunes era duro, era de siete a diez, de diez a una, de dos a cuatro y de cuatro a seis. Todas las clases con Gina y Juliana, ambas me sostenían, me arrastraban. Los pies pegados al piso, los ojos también. Y en la noche con mi mamá que no hablaba, toda ella molesta, toda ella hechiza.
—¿Por qué no me hablas, mamá?
—Por borracha.
Sé que también quería decir que por presa, por bruta.
Los días pasaron así: lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. El viernes nos encontramos con Manuel, él un poco resentido conmigo, al igual que ellas, pienso, por haberme orinado sobre el mito de Meli. Ellos no querían de a mucho prender esa noche conmigo. Pero les hice cara de arrepentimiento, les mostré el brazo y las heridas y a las diez de la noche todo estaba igual. Todo como si la bestia perro de Roberto jamás me hubiera mordido, como si yo ahora no fuera una presa llena de alcohol que dejaba rastros de sangre con el zigzag de su caminar.
Infectada por un virus no correspondido.
Ellos tuvieron paciencia, pero Roberto no. La bestia perro no quería terminar de jugar con su presa, la había herido por deporte, no por hambre sino por placer. Como cuando los gatos cazan palomas y se las dejan a sus humanos de regalo. Tal vez yo era el regalo para Melisa, la presa que Roberto dejaría con el brazo izquierdo sangrando en la puerta blanca de su castillo de cristal en los cerros orientales.
Hecha herida, me arrastraba por el Titicó, la niebla me había dejado tuerta, no sabía si era de día o de noche. Tal vez eran simples síntomas de la transformación. Gina decía que exageraba.
—Vieja, te pasas, déjalo ir o las cosas van a acabar mal.
Y fue tan notorio aquel dolor que incluso generó interrogantes.
—¿Era necesario volverla mierda? —le susurraba Manu a Roberto.
La bestia perro no contestaba.
En esas y con la desesperación que me consumía fui infectando poco a poco a Gina, quien buscaba los cómos para la posible cura.
—Vieja, yo sí conozco a una bruja, una de verdad, no como las que dice su mamá, aliste billete porque ella cobra y duro. Lo que hace esta loca no lo puede hacer nadie.
Plata, cuando uno está en la universidad no hay plata, nunca hay plata excepto para trago. Es ahí donde se conoce la abundancia, ahí, en ver que la plata cuando se necesita el trago se duplica se triplica “somos ricos, marica, y nos podemos bañar en trago”. Pero yo necesitaba la plata para otra cosa y no la tenía, no tenía sino la semana de buses y de dulces.
Para mi mamá yo estaba castigada, ella decía que por borracha, pero yo sé que era por presa. Me miraba el brazo, me lo sobaba con amor, sabía que una bestia perro lo había mordido y que sangraba, le preocupaba el tapete.
—¿Plata para qué, Camila?
—Para libros, mamá.
—Para alcahuetearle la guachafita, vaya a ver si su papá le da.
El plan B era el doctor, la oficina del doctor que era mi papá, la excusa: el libro.
—Papá, necesito un libro.
—Vaya y lo busca en mi biblioteca.
—No papá, un libro que no te has leído.
—Eso no existe, mija.
Al final del día conseguir la plata e inventar la excusa para llegar a la casa sin el libro, pero con el antídoto para la herida.
Ocho días después estábamos con la plata del libro en el abismo del centro de Bogotá donde la ciudad se parte en dos, calle segunda con carrera quinta A, en el barrio Las Cruces. Frente a nosotras se alzaba una ruina que parecía haber sido una casa esquinera de dos pisos construida con ladrillos. Toda ella sellada por madera, no dejaba ver lo que pasaba adentro, por el contrario, afuera se descarapelaba de dolor. Gina tocó la madera con los nudillos.
—Tenemos cita, ¿nos abren por favor?
Al cabo de unos minutos, una señora como de unos cincuenta años abrió la puerta, se asomó y miró a ambos lados.
—Pasen, pasen rápido.
Cerró la puerta y quedamos a oscuras. La señora caminó, la seguimos. A lo lejos entraban unos rayos de luz y luego, al final del pasillo, un solar todo de colores pasteles, pero sucios.
Sentada en el centro del patio, otra mujer, una bruja: Macarena.
—Las estaba esperando.
Me senté frente a ella en una mesa redonda, tomó uno de los tabacos que tenía sobre esta y con la mano derecha lo acercó a la boca, blanqueó los ojos y comenzó a entrar en una especie de trance, yo no podía quitar mis ojos de ella. Macarena rezaba y decía cosas, palabritas chiquitas invisibles. Con ella un velón blanco y uno negro brillaban, encendió el tabaco con el negro.
—Eres presa no bruja de un hombre moreno. Él no te ama a ti, olvídate de eso —dijo y, antes de que pudiera interrumpirla, completó—. Él no siente nada por ti, no amor, no rencor, no amistad. Simplemente no le interesas, ¿entiendes?
—Es un hijo de puta.
—No, no lo es. Tú sabías, como toda bruja sabe cuando la aman y cuando no: es presa. Tu mamá ya te lo había dicho. Era tu responsabilidad no dejarte morder y ahora mira cómo sangra tu brazo izquierdo.
—No importa la sangre, yo quiero que la bestia perro, que es Roberto, me ame.
Y Macarena se echó para atrás en la silla dejando escapar un gemido de rabia.
—No me gusta ver a una bruja sufrir, estás perdiendo sangre y con ella poder. Le tienes que devolver la mordida. ¿Qué hacemos contigo? Tal vez aún no sea tarde, quizás, ¿un amarre?
Macarena apagó el tabaco y miró a la otra señora. Hablaron mentalmente con los ojos, porque la señora se metió en la oscuridad de la casa y, al cabo de unos minutos, regresó con copas llenas de algo que parecía aguardiente, para Gina, para la bruja y para mí. Gina estaba transparente, pero nadie que hubiera entrado en esa casa ese día le habría negado un trago a ellas. Lo tomamos, sabía a biche.
Macarena, la bruja, se sacó del pecho un tarrito.
—Échale a él tres gotas en una bebida transparente y tres a ti. Tómenselo, pero esa noche debes morderlo, es obligatorio. Sangre por sangre. No sé cómo vayas a hacer, pero debes cerrar el pacto. ¿Entiendes, Camila?
—¿Me vas a ayudar? —le rogué a Gina. Ella tenía miedo. Y ¿si le pasaba algo a Roberto?, terminaríamos las dos en la cárcel.
—No Gi, nada malo le va a pasar, lo prometo.
Era otro viernes y mi brazo seguía sangrando. Un siglo de clases de Comunicación, periodismo económico, semiología, corrección de estilo y un libro perdido me precedían; todos ellos pronosticaban el viernes bestia perro que sanaría heridas, que lamería hasta curar, con un tarrito que había guardado y contemplado con esmero, más que con esmero era devoción lo que le profesaba, el tarrito de gotas mágicas que me recordaba todos los días la bruja que era y el lugar que ocupaba, “seré bruja” me decía. Porque la verdad la presa que moría era yo y Roberto el antídoto. Debía volver a ser una bruja y quedar atada a su cuello.
Como era viernes y había que ir a la cueva donde las gotas hicieran efecto, había que ir al Titicó. El lugar estaba lleno esa noche y también la luna y las brujas, todas en la calle. Manuel, Juliana, Roberto, Gina y yo retomamos el pedido.
—Blanco del Valle, por favor. Pusieron salsa despacito, suavecito, Sabré olvidar de TNT Band y comenzamos a calentarnos los huevos y los ovarios. Roberto seguía rígido, la bestia perro ya había mordido a su presa y no le interesaba seguir jugando, esa presa que era yo ya estaba olvidada, entonces comenzamos a darle guaro a ese man como si no hubiera un mañana.
Roberto, hostil, no me recibía nada, así que le di a Gina las gotas y las copas para echar y repartir.
—Venga, vieja, estoy nerviosa, ¿cuál es su copa?
—No importa, deme cualquiera.
—Venga, vieja, una, dos, tres, “¿cuántas?, ¿cuatro gotas?” —me preguntaba.
Al final, Gina pasó las cinco copas
—Fondo, niños, por Ribeyro —dijo.
Y de nuevo como un embrujo, el Roberto bestia perro estaba de regreso, más dócil, más suave, más borracho tal vez.
—¿Sabes por qué me gusta tanto el cuento de Al pie del acantilado? —dijo, mientras se acercaba a mi oído—. Por las higueras.
—¿Qué tienen las higueras, Roberto?
—Las higueras, contra todo pronóstico, crecen, no necesitan ni del agua ni del sol para vivir, en medio del cemento crecen y crecen y cuando menos lo piensas ya son más grandes que tú, así creo que es el amor: como la higuera. Cuando te das cuenta es más grande que tú y más grande que yo. —¿Cómo la higuera?
Por allá sonaba desde el parlante “Sabararabaraba bao, Sabararabaraba bao, la primera noche que te vi”. Yo ya poco a poco cayendo nuevamente en el hocico de la bestia perro que era Roberto, cada vez más cerquita a sus colmillos, a sus babas. “Mulata, mi prieta, mi cielo”. Pero algo, como un asteroide, cayó del cielo, no, no era un asteroide, más bien era como una mano que de un tacazo cortó la higuera. Una mano más grande que Roberto, más grande que yo, más resistente que la higuera misma, jaló la herida de mi brazo izquierdo que aún no paraba de sangrar. “Esa mulata sentada en la butaca, pero que piernas, tiene mi mulata”. Y la gravedad de ese cuerpo me puso en órbita, ese cuerpo celeste que era Manuel, Manuel bestia perro, y entre sus patas, unas nuevas patas, estaba yo otra vez como una presa, una buena presa, no me lastimes Manu, ya no puedo más, y allá su cuello, un ligero movimiento y alcanzaría su cuello, la mordida. “Caridad, caridad, cariyuye, yemaya.”
—Gina, ¿a quién le diste las gotas?
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Mi mamá decía que los hombres son como los perros: se entrenan. ¿Para qué? para volver a casa, para hacer pipí, para dar la mano, para amar, sobre todo para eso, para amar. Las bestias, que son los hombres repletos de testosterona y semen, se les entrena también para el amor, para que no se vayan. Así decía mi mamá: “para que no se vayan”.
Mi mamá también hablaba de las mujeres, decía que éramos brujas, todas bien brujas, listas para hechizar a las bestias y a los perros, a las bestias perros. Decía que el arte amatorio estaba en la cocina y en la cama. El entrenamiento de la bestia era sencillo, había que hacerle creer que uno era una buena presa, una presa jugosa, deliciosa e indefensa; sobre todo, decía que debíamos parecer buenas, con las faldas debajo de las rodillas. Con eso la bestia perro en sus cuatro patas se acercaba, olfateaba, gruñía, se hacía grande, abría de par en par el hocico, mostraba los colmillos, soltaba la baba, babeaba a su presa. La presa, la bruja, en la cocina y en la cama fingía no querer mientras evaluaba el paso a seguir, mientras encontraba cómo llegar al cuello de la bestia sin antes ser mordida.
El juego entre la presa y la bestia perro es un arte, un legendario arte que las brujas saben muy bien. Primero se debe domar a la bestia, una agacha la cabeza, 12 se hace inferior, indefensa, pequeñita. La bestia perro, entonces, comienza a olfatear, empieza por las tetas y el culo y le huelen rico, luego lame para conocer el sabor de su presa y si le gusta prepara el hocico, lo agranda. Toda bruja sabe que, antes de que la muerda, ella debe sujetarse a su cuello. Si no lo hace, no es bruja, solo presa.
Luego, ahí en el cuello, se agarra la bruja como las garrapatas, se acerca a las orejas y le recita hechizos, embrujos sucios, enfermos y bajitos; le dice palabritas podridas casi invisibles que se derriten entre sus orejas, infectan el cerebro y ensucian el corazón. Aquellas mismas palabras que hicieron que el Diablo bajara del cielo; la Biblia no lo dice, pero todas las mujeres sabemos que el Diablo traicionó a Dios por una bruja que se amarró a su cuello y le dijo así: “eres más grande que el mismo Dios”. Y el Diablo, embriagado de poder, se lanzó cuesta abajo, perdiendo sus alas en el descenso, pero las palabras de la bruja lo hicieron más bestia, más perro, más grande. Unos cachos hermosos y perfectos se erguían de la enfermedad de su cerebro.
Mientras que arriba, la bruja, ya colgada y bien amarrada a otro cuello repetía: “¿viste, Dios?, ¿viste cómo te ha traicionado tu amigo?”.
Pero a veces, solo a veces, una bruja deja de serlo. El insomnio de la bruja es la mordida de la bestia perro. La bruja, al ser mordida, comienza a perder peso, también a envejecer, se hace de verdad chiquita, no puede fingir más, tampoco comer ni dormir. La bruja ya no es más bruja, ahora es una presa, una bruja presa de la bestia perro. Yo soy la presa de Roberto.
Él me mordió el brazo izquierdo un sábado en la noche, o tal vez el domingo en la madrugada, en la calle sesenta y cuatro con carrera tercera en un bar llamado el Titicó. Ahí ponen salsa, esa de motel, de buseta, de Germania ciento cuarenta, una ruta que se paseaba por toda la séptima desde la ciento cuarenta hasta el Centro y regresaba. Todo un mareo musical. Una salsa para calentar los huevos y los ovarios, para bailar como si se quisiera morir asfixiado.
Al Titicó, Roberto llegó medio tomado, turbado, con un libro en la mano. Leía unos cuentos de Ribeyro, su favorito: Al pie del acantilado. Pedimos viche, el bartender rio.
—¿Se sienten en Cali? Salgan a la calle a ver quién es la ciudad que los recibe. —Al cabo de unos minutos el hombre regresó con una botella de Blanco del Valle—. Tal vez así se les caliente la sangre, reptiles.
Nunca entendí si era sarcasmo o simpatía lo que nos dijo, pero recibimos el gesto como se debe recibir el alcohol, con cariño, con afecto.
El Titicó era una cueva, y es que toda bruja necesita una y esa era la mía, una especie de bar medio caleto, medio caleño, medio narcotraqueto de los ochentas. Solo nos faltaba picar coca en la mesa y oler con un billete de cincuenta para alcanzar la inmanencia. El techo lleno de espejos y unos sofás como de cuerina roja con mesas redondas, medio motelezco, medio de busetas, medio callejón sin salida.
Recordar ese bar me aprieta las costillas y ellas me espichan el corazón y duele y me falta el aire y toca meterle al cuerpo unos suspiros así ufffffffff. Pero me toca contar la historia porque soy presa de ella. Fui condenada.
La historia comienza así, me gustaba el Titicó porque mi corazón es caleño, lleno de cochinitos y aborrajados y por mi sangre: lulada, pura lulada ácida. Yo nací y crecí en Bogotá, jamás he pisado Cali, pero mi corazón es brujo y caleño y punto.
Mi mamá me regañaba por lo caleña, pero una bruja siempre puede escoger de donde viene. Ella también decía que Bogotá castiga, que es la bruja mayor y que tiene sus formas, esas formas que yo conozco bien.
Una forma es el frío, el frío que paraliza el tiempo y que confunde el amanecer con la noche, el sábado con el domingo. Y es que siempre es malo perderse en el tiempo, capaz y nunca se sale de él.
Pienso en los colonos, brutos ellos alcanzando los cerros congelados, entre el velo de la neblina, enamorados, tratando de encontrar la presa.
—¿Amaneces, Bogotá?, venimos por tu oro, ¿dónde lo escondes?
—Entre la neblina, señores.
Y está su forma gris, todo en ella es gris, por eso a Bogotá no le gusta el sol, no quiere que la saquen de su cueva: la niebla. Tampoco quiere que encuentren su oro. ¿Aun tienes oro, Bogotá? Ella se viste de gris, le sienta, se esconde con él, al igual que Roberto.
Roberto, ¿por eso la amas tanto?
Él llegó al Titicó y se sentó al lado de Manuel, en total éramos cinco. Roberto decía que tenía novia, pero siempre llegaba solo, decía que ella era diurna; una bruja diurna pensaba yo, ve, qué raro. Melisa se llamaba, “Meli”, la llamaba él, estudiaba economía en Los Andes, una bruja con plata. Nunca la vimos. Era como un mito, la tratábamos como si existiera, a veces como si estuviera con nosotros.
—¿Qué más de Meli? —le decía Manuel.
—Estudiando —respondía el otro.
Roberto y Manuel cursaban Literatura; Gina, Juliana y yo: Comunicación. Éramos las básicas del parche, las que también querían leer y ellos nuestros dealers de conocimientos, de fiesta, de noche y, ¿por qué no?, de amor también. Las viejas sabían que me gustaba Roberto, que estaba esperando el momento para colgármele al cuello, pero el momento no llegaba. Entre las clases y el “me tengo que ir a ver a Meli”, el momento se extendía de semestre en semestre.
—Pilas, vieja, las cosas se devuelven —me decía Gina.
Pero yo no creo en eso, yo creo que lo que es para uno se le guarda y hasta se le calienta, y ese man era para mí, me estaba esperando calientico.
El mito de Meli era fascinante, Manu decía que parecía una reina de belleza, era perfecta, como una muñeca de porcelana, blanca. A veces nos hacía sentir mal, las tres éramos color arena, lisas, como sucias; mientras que la otra desde su blancura nos miraba por una torre de cristal. Por allá, desde los cerros orientales se extendía su castillo, como era bruja de día, sus papás la guardaban en la noche, porque los que son blancos brillan y se los pueden robar más fácil, y es que son lindos. En cambio, nosotros los negros no brillamos, así nadie nos ve; nadie quiere cosas que no brillan. Mientras que Meli, la Meli de Roberto era como un bombillo y todos los insectos buscaban suicidarse en ella.
Y yo queriendo que Roberto se suicidara en mí. Meli, como era bruja diurna y rica, en junio se iba lejos, a sus tierras blancas más puras que ella, para reencontrarse con su linaje. Yo deseaba con fuerza que se enamorara allá de alguien, algún Lord, algún Barón, algo por el estilo; deseaba que se diera cuenta de que Roberto era negro como yo, que era una pobre polilla que se le chamuscaban las alas frente a su blancura.
Pero siempre volvía.
Como de un abuelo muerto, todos escuchábamos las historias de Roberto sobre Meli. ¿Ejemplos? Ella le había traído el libro Cain de Lord Byron, edición de lujo, de segunda, de un anticuario, de una librería muy famosa, de Londres. Entre más “des” tenga más lujoso es el artículo. El libro era precioso, pero no lo sacaba de la casa por miedo a que se lo robaran, como si los ladrones tuvieran tiempo para leer. Un día con Gina googleamos el famoso Cain de Lord Byron y en Amazon no pasaba de los quince euros.
Pero respetábamos la vida privada de ellos. Con el mito de Melisa nadie se metía.
Era sábado, ¿o ya era domingo?, cuando nos estábamos calentando unos contra otros en el Titicó, el Blanco del Valle tenía su efecto secundario, ponía calientes las piernas. Roberto y yo nos fuimos acercando más, cada vez más pegaditos, con la salsa de motel y con el chan chan chan de las trompetas de los Hermanos Lebrón que por allá sonaban. Perdóname por no ser blanca, Roberto, pensaba, mientras miraba su cuello, con la cabeza agachada, esperando que la bestia perro que era él, todo rellenito de testosterona y semen, con sus patas contra mis piernas, oliéndome toda: me atacara. Y yo, sumisa, me iba dejando.
No te dejes morder, Camila, no te dejes morder, Camila, no te dejes morder, repetía en mi cabeza casi como una oración, casi como una contra.
Las oraciones no funcionaron esa noche y fui presa, no bruja. Levanté la cabeza y la bestia perro mordió arrancando un pedazo de mi carne. Con una herida mortal regresé a casa, era domingo, había niebla, con el brazo izquierdo destruido y en el derecho la botella con el cuncho del Blanco del Valle. Blanco como el día, como Meli, como el color de la carne fresca antes de que la inunde la sangre. Así regresé a casa.
Mi mamá por allá en la cocina molesta por mi hora de llegada hacía sonar toda la vajilla y alistaba la sartén con los huevos que de seguro no probaría. Mientras yo, sentada en la cama, me transformaba. Mi corazón, mi cerebro y mi herida cambiaban y una nueva presa nacía. Era la presa de Roberto. El brazo izquierdo descolgado, adolorido.
Abrí la botella y me bajé el cuncho hasta el final, solo quedaba echarle alcohol a esta herida.
—Hasta mañana, Bogotá.
La noche llegó y su negrura me hizo despertar, la boca me sabía a Cali, al Cali de las putas y el perico. En la cabeza un perro me ladraba y con cada ladrido imágenes de la noche relampagueaban. Gina, con sus mensajes: “vieja, ¿la cagaste?”
Y Roberto, ¿por qué no había mensajes de Roberto? Ah sí, lo recuerdo, porque soy su presa no su bruja.
A mí los lunes siempre me habían gustado, el lunes era el día de Erase And Rewind, de The Cardigans, y ¿por que no? Wine también. Pero este lunes era diferente, la mordida del brazo a las presas se nos nota; se nos nota el dolor, el arrastre, como que ahora una está coja. Mejor dicho, la gente ya sabe que una se metió por la cuadra donde nadie sale vivo, esa cuadra en la que todos gritan “mijo, si se mete por allá no sale”. La verdad creo que no les escuché o tal vez no me gritaron, porque yo ya le estaba dando la vuelta, ¿volver? No. Ella es como la niebla, no se puede volver no se sabe cómo.
¿Los trabajos? No, ese lunes no llegué con trabajos, llegué como los borrachos, perdida, tambaleando. No entendía las clases, los libros, a Roberto. Quería llorar, vomitar, incluso matar. Pero ahí estaba, en la lista del profesor, sin una falla y sin los trabajos también. El lunes era duro, era de siete a diez, de diez a una, de dos a cuatro y de cuatro a seis. Todas las clases con Gina y Juliana, ambas me sostenían, me arrastraban. Los pies pegados al piso, los ojos también. Y en la noche con mi mamá que no hablaba, toda ella molesta, toda ella hechiza.
—¿Por qué no me hablas, mamá?
—Por borracha.
Sé que también quería decir que por presa, por bruta.
Los días pasaron así: lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. El viernes nos encontramos con Manuel, él un poco resentido conmigo, al igual que ellas, pienso, por haberme orinado sobre el mito de Meli. Ellos no querían de a mucho prender esa noche conmigo. Pero les hice cara de arrepentimiento, les mostré el brazo y las heridas y a las diez de la noche todo estaba igual. Todo como si la bestia perro de Roberto jamás me hubiera mordido, como si yo ahora no fuera una presa llena de alcohol que dejaba rastros de sangre con el zigzag de su caminar.
Infectada por un virus no correspondido.
Ellos tuvieron paciencia, pero Roberto no. La bestia perro no quería terminar de jugar con su presa, la había herido por deporte, no por hambre sino por placer. Como cuando los gatos cazan palomas y se las dejan a sus humanos de regalo. Tal vez yo era el regalo para Melisa, la presa que Roberto dejaría con el brazo izquierdo sangrando en la puerta blanca de su castillo de cristal en los cerros orientales.
Hecha herida, me arrastraba por el Titicó, la niebla me había dejado tuerta, no sabía si era de día o de noche. Tal vez eran simples síntomas de la transformación. Gina decía que exageraba.
—Vieja, te pasas, déjalo ir o las cosas van a acabar mal.
Y fue tan notorio aquel dolor que incluso generó interrogantes.
—¿Era necesario volverla mierda? —le susurraba Manu a Roberto.
La bestia perro no contestaba.
En esas y con la desesperación que me consumía fui infectando poco a poco a Gina, quien buscaba los cómos para la posible cura.
—Vieja, yo sí conozco a una bruja, una de verdad, no como las que dice su mamá, aliste billete porque ella cobra y duro. Lo que hace esta loca no lo puede hacer nadie.
Plata, cuando uno está en la universidad no hay plata, nunca hay plata excepto para trago. Es ahí donde se conoce la abundancia, ahí, en ver que la plata cuando se necesita el trago se duplica se triplica “somos ricos, marica, y nos podemos bañar en trago”. Pero yo necesitaba la plata para otra cosa y no la tenía, no tenía sino la semana de buses y de dulces.
Para mi mamá yo estaba castigada, ella decía que por borracha, pero yo sé que era por presa. Me miraba el brazo, me lo sobaba con amor, sabía que una bestia perro lo había mordido y que sangraba, le preocupaba el tapete.
—¿Plata para qué, Camila?
—Para libros, mamá.
—Para alcahuetearle la guachafita, vaya a ver si su papá le da.
El plan B era el doctor, la oficina del doctor que era mi papá, la excusa: el libro.
—Papá, necesito un libro.
—Vaya y lo busca en mi biblioteca.
—No papá, un libro que no te has leído.
—Eso no existe, mija.
Al final del día conseguir la plata e inventar la excusa para llegar a la casa sin el libro, pero con el antídoto para la herida.
Ocho días después estábamos con la plata del libro en el abismo del centro de Bogotá donde la ciudad se parte en dos, calle segunda con carrera quinta A, en el barrio Las Cruces. Frente a nosotras se alzaba una ruina que parecía haber sido una casa esquinera de dos pisos construida con ladrillos. Toda ella sellada por madera, no dejaba ver lo que pasaba adentro, por el contrario, afuera se descarapelaba de dolor. Gina tocó la madera con los nudillos.
—Tenemos cita, ¿nos abren por favor?
Al cabo de unos minutos, una señora como de unos cincuenta años abrió la puerta, se asomó y miró a ambos lados.
—Pasen, pasen rápido.
Cerró la puerta y quedamos a oscuras. La señora caminó, la seguimos. A lo lejos entraban unos rayos de luz y luego, al final del pasillo, un solar todo de colores pasteles, pero sucios.
Sentada en el centro del patio, otra mujer, una bruja: Macarena.
—Las estaba esperando.
Me senté frente a ella en una mesa redonda, tomó uno de los tabacos que tenía sobre esta y con la mano derecha lo acercó a la boca, blanqueó los ojos y comenzó a entrar en una especie de trance, yo no podía quitar mis ojos de ella. Macarena rezaba y decía cosas, palabritas chiquitas invisibles. Con ella un velón blanco y uno negro brillaban, encendió el tabaco con el negro.
—Eres presa no bruja de un hombre moreno. Él no te ama a ti, olvídate de eso —dijo y, antes de que pudiera interrumpirla, completó—. Él no siente nada por ti, no amor, no rencor, no amistad. Simplemente no le interesas, ¿entiendes?
—Es un hijo de puta.
—No, no lo es. Tú sabías, como toda bruja sabe cuando la aman y cuando no: es presa. Tu mamá ya te lo había dicho. Era tu responsabilidad no dejarte morder y ahora mira cómo sangra tu brazo izquierdo.
—No importa la sangre, yo quiero que la bestia perro, que es Roberto, me ame.
Y Macarena se echó para atrás en la silla dejando escapar un gemido de rabia.
—No me gusta ver a una bruja sufrir, estás perdiendo sangre y con ella poder. Le tienes que devolver la mordida. ¿Qué hacemos contigo? Tal vez aún no sea tarde, quizás, ¿un amarre?
Macarena apagó el tabaco y miró a la otra señora. Hablaron mentalmente con los ojos, porque la señora se metió en la oscuridad de la casa y, al cabo de unos minutos, regresó con copas llenas de algo que parecía aguardiente, para Gina, para la bruja y para mí. Gina estaba transparente, pero nadie que hubiera entrado en esa casa ese día le habría negado un trago a ellas. Lo tomamos, sabía a biche.
Macarena, la bruja, se sacó del pecho un tarrito.
—Échale a él tres gotas en una bebida transparente y tres a ti. Tómenselo, pero esa noche debes morderlo, es obligatorio. Sangre por sangre. No sé cómo vayas a hacer, pero debes cerrar el pacto. ¿Entiendes, Camila?
—¿Me vas a ayudar? —le rogué a Gina. Ella tenía miedo. Y ¿si le pasaba algo a Roberto?, terminaríamos las dos en la cárcel.
—No Gi, nada malo le va a pasar, lo prometo.
Era otro viernes y mi brazo seguía sangrando. Un siglo de clases de Comunicación, periodismo económico, semiología, corrección de estilo y un libro perdido me precedían; todos ellos pronosticaban el viernes bestia perro que sanaría heridas, que lamería hasta curar, con un tarrito que había guardado y contemplado con esmero, más que con esmero era devoción lo que le profesaba, el tarrito de gotas mágicas que me recordaba todos los días la bruja que era y el lugar que ocupaba, “seré bruja” me decía. Porque la verdad la presa que moría era yo y Roberto el antídoto. Debía volver a ser una bruja y quedar atada a su cuello.
Como era viernes y había que ir a la cueva donde las gotas hicieran efecto, había que ir al Titicó. El lugar estaba lleno esa noche y también la luna y las brujas, todas en la calle. Manuel, Juliana, Roberto, Gina y yo retomamos el pedido.
—Blanco del Valle, por favor. Pusieron salsa despacito, suavecito, Sabré olvidar de TNT Band y comenzamos a calentarnos los huevos y los ovarios. Roberto seguía rígido, la bestia perro ya había mordido a su presa y no le interesaba seguir jugando, esa presa que era yo ya estaba olvidada, entonces comenzamos a darle guaro a ese man como si no hubiera un mañana.
Roberto, hostil, no me recibía nada, así que le di a Gina las gotas y las copas para echar y repartir.
—Venga, vieja, estoy nerviosa, ¿cuál es su copa?
—No importa, deme cualquiera.
—Venga, vieja, una, dos, tres, “¿cuántas?, ¿cuatro gotas?” —me preguntaba.
Al final, Gina pasó las cinco copas
—Fondo, niños, por Ribeyro —dijo.
Y de nuevo como un embrujo, el Roberto bestia perro estaba de regreso, más dócil, más suave, más borracho tal vez.
—¿Sabes por qué me gusta tanto el cuento de Al pie del acantilado? —dijo, mientras se acercaba a mi oído—. Por las higueras.
—¿Qué tienen las higueras, Roberto?
—Las higueras, contra todo pronóstico, crecen, no necesitan ni del agua ni del sol para vivir, en medio del cemento crecen y crecen y cuando menos lo piensas ya son más grandes que tú, así creo que es el amor: como la higuera. Cuando te das cuenta es más grande que tú y más grande que yo. —¿Cómo la higuera?
Por allá sonaba desde el parlante “Sabararabaraba bao, Sabararabaraba bao, la primera noche que te vi”. Yo ya poco a poco cayendo nuevamente en el hocico de la bestia perro que era Roberto, cada vez más cerquita a sus colmillos, a sus babas. “Mulata, mi prieta, mi cielo”. Pero algo, como un asteroide, cayó del cielo, no, no era un asteroide, más bien era como una mano que de un tacazo cortó la higuera. Una mano más grande que Roberto, más grande que yo, más resistente que la higuera misma, jaló la herida de mi brazo izquierdo que aún no paraba de sangrar. “Esa mulata sentada en la butaca, pero que piernas, tiene mi mulata”. Y la gravedad de ese cuerpo me puso en órbita, ese cuerpo celeste que era Manuel, Manuel bestia perro, y entre sus patas, unas nuevas patas, estaba yo otra vez como una presa, una buena presa, no me lastimes Manu, ya no puedo más, y allá su cuello, un ligero movimiento y alcanzaría su cuello, la mordida. “Caridad, caridad, cariyuye, yemaya.”
—Gina, ¿a quién le diste las gotas?
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