Mi hija aún no duerme (Cuentos de sábado en la tarde)
Mi esposa y yo decidimos tomar un tour a la costa caribe. Aprovechamos que el lunes era el día de todos los santos y salimos el viernes. El viaje duró diez horas.
Jorge Pacheco
Antes de arrancar, la Guía turística, rechoncha y coqueta, nos advirtió que haríamos dos paradas: Barrio Kennedy y Barrancabermeja. Allí recogeríamos al resto de pasajeros. Mi esposa se estremeció y me pidió que estuviera atento, lo que significaba que debía quedarme despierto todo el viaje celando nuestras cosas. Ella, por su parte, tomó dos pastillas y se quedó dormida.
En El Kennedy, la policía tuvo que intervenir para que el autobús se marchara lo antes posible. La algarabía de los jóvenes que nos iban a acompañar amargó a los vecinos. Por el pasillo desfilaron cajas de cerveza y garrafas de aguardiente. No pudieron llevar un par de gallinas porque el aire acondicionado podría matarlas. “Cuando volvamos les damos mate”, prometieron. Quedaron dos sillas vacías.
Mi tarea fue sencilla. El conductor, quizá con el mismo temor que mi esposa, dejó las luces encendidas. Nuestras cosas tuvieron toda la protección que pude darles.
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En Barranca subieron una mujer y una niña. La niña corrió hasta las sillas que les habían reservado. La mujer, rezagada, sacó unos cuantos billetes y se los dio a la Guía. Pasó por mi lado y dejó caer un libro sobre mis piernas. Era Poemas en el regazo de la muerte de Isabel Fraire. Desgastado, maloliente y quebradizo (Al llegar al hotel tuve que fijar la cubierta con cinta) fue mi compañero las siguientes horas de viaje.
Fui a la última página, como hago siempre. Algunos rastros de envejecimiento, nada más. Y mientras me devolvía, fui enterándome de que era el ejemplar 1382 impreso por un tal Dr. Márquez (que con ese apellido podría ser cualquiera) por la editorial Joaquín Mortiz.
Paseaba por él sin intención de leerlo. Su olor agrio hacía soportable el molesto aire acondicionado. Entonces, vi algo entre las letras de imprenta. En la página 49 se leía:
El día veintiséis de noviembre
En la estación Louis Blanc
Del metro de París
Hubo una explosión
Que redujo a escombros la taquilla
E hirió a algunos pasajeros
La detonación fue prodigiosa pero las causas no se han aclarado
Quizá se haya debido
A la acumulación de desesperaciones sin salida
Que tarde o temprano tenían que estallar.
La transcripción es bastante torpe. Hace falta decir que Isabel Fraire esparce las palabras a lo ancho de la página y que sus versos no inician con mayúsculas. En la parte inferior, manuscrito con tinta verde, decía:
“Lo de nosotros pasó también un 26 de noviembre. ¿Recuerdas? ¿Coincidencia? No lo creo. Y hubo un estallido también. Dime que lo recuerdas. Recuerdo que ibas de negro. Y recuerdo tus labios rojos susurrando mi nombre. ¿Estallaste como yo? ¿A quién herimos?”
Aquellas palabras, y las demás que encontré en el libro, me estropearon para siempre a Fraire. No puedo pensar en ellos sin imaginarme la historia que vivió su dueña.
…
Tres veces la mujer se levantó a buscar el libro perdido, y tres veces, lo confieso, lo escondí. No pretendía robarlo, (podría conseguir una edición fácilmente) sólo necesitaba descubrir la relación entre los versos y las notas. Aquella tinta verde había desplazado mi interés en Fraire.
Quise despertar a mi esposa. Mostrarle mi descubrimiento. Compartirle el inicio de mi obsesión. La imaginé tomando notas conmigo, riendo con mis conjeturas y suspirando por el hecho romántico de leer una historia íntima y prohibida. Pero afortunadamente recordé que el viaje que emprendíamos no tenía nada que ver con mis tonterías. No podía pretender que nos encerráramos tres días en el hotel teniendo la playa a nuestras espaldas. Entonces guardé el secreto.
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Tuve tiempo de leer tres notas más antes de caer dormido. En la página 40, el poema “Y sin embargo” decía:
Quiero sacar mi yo
De detrás del espejo
Y clavarlo en el tuyo
Sin remedio
En él, la frase “clavarlo en el tuyo” estaba subrayada y a continuación se leía: “¿Cuándo? ¿En qué momento? ¿Ahora? ¿Subo?”.
Inmediatamente pensé en la posibilidad de que el libro hubiera sido usado como medio de comunicación entre la mujer y su amante. Imaginé a un hombre subrayando la frase y a la mujer respondiendo a su invitación sexual con desesperación. “¿Cuándo? ¿En qué momento? ¿Ahora?”.
Sin embargo, no me convencía del todo. En la página 25 decía Fraire:
Ahí está el jardín
Desde que llegamos hemos estado pensando
Plantar más flores
Arrancar las yerbas
Quitar una pila de basura vieja que hay en un rincón
En la misma página con otro tipo de letra, con otro color de tinta, alguien había escrito.
“Estoy harto, lo sé todo. Para que lo entiendas, pensé que eras las flores. Pero siempre fuiste la yerba, la basura”.
¿Qué es lo que sabe? Adiviné una traición, un abandono. Aunque, me preguntaba, ¿Por qué dejar la nota? ¿Por qué su dueña no decidió tacharla?
Seguí. La nota de la página 41 fue la última de la noche. Bajo el verso: “Tu amor se confundió en mi mente con las rosas que trajiste”, leí con terror “¿Por qué razón lees esto?” Cerré el libro. La descubrieron.
Más tarde, después de leer otras notas, supuse que algunos subrayados y apuntes habían sido escritos en diferentes momentos y por diferentes manos. No sólo un amante sino muchos.
El sábado fuimos a Playa Blanca. Un pedazo de arena pesada y reluciente donde cae un sol inclemente e intolerable. A las pocas semanas aparecieron unas manchas cafés en mis brazos que, creo, me acompañarán toda la vida. Mi esposa quedó como un camarón.
Regresamos al hotel a eso de las seis de la tarde, y aunque teníamos planes para salir esa noche, el cansancio los postergó. Soñé algo ridículo:
La niña que acompañaba a la dueña del libro tocó la puerta de mi casa. Mi esposa abrió y dijo que me busscaban, que saliera a atender a la visita. Se había sentado en la sala y yo, nervioso, le pregunté qué hacía en mi casa, qué quería. La niña dijo que dejara en paz a su madre, que me alejara, y que si no lo hacía le contaría todo a mi dama (esa fue la palabra que usó: “dama”). Después vino mi esposa con leche y galletas. “¿De qué hablan?” preguntó, y la niña, a punto de abrir la boca, me miraba amenazante.
…
Al día siguiente, después de recuperar fuerzas, salimos a El Rodadero. Teníamos la intención de alquilar un pequeño bote a pedal y alejarnos de la costa. Allí la vi. La dueña del libro caminaba sola por la playa. Llevaba un vestido blanco y un sombrero café de ala ancha. Esquivaba a vendedores de cerveza y masajistas. Parecía perdida.
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No disfruté mucho el viaje en bote. Mi esposa veía en cada ola un tiburón. Entonces, fingí un fuerte dolor de estómago y volví al hotel. Le pedí que no se aburriera por mi culpa. Ella se reunió con el grupo para subir a una lancha. Yo necesitaba terminar de leer todas las notas del libro.
En la recepción del hotel encontré a la pequeña con quien había soñado sentada frente al televisor:
— ¿Me recuerdas?
— No.
—Viajo con el grupo de Doña Raquel.
—Yo también.
—Encontré algo de tu mamá.
— ¿Qué cosa?
— Un libro. ¿En dónde se están quedando?
—En el 308.
—Cuando vuelva se lo llevaré.
Decidí ir personalmente y pedirle que me explicara de qué se trataba todo. En la página 27 frente al verso que decía: “Pasó la primavera, se aproxima el invierno” escribí con color rojo que iría a su cuarto a la medianoche. Salí y tiré el libro debajo de su puerta.
Mi esposa llegó temprano. Me extrañaba, según dijo. Yo seguía aparentemente enfermo y no podía levantarme de la cama. Así que le pedí que trajera algo de comer a la habitación. Comimos hamburguesas. Finalmente, sin nada qué hacer, se quedó dormida. Esperé que fueran las doce y salí del cuarto. Pretendía subir dos pisos y, ya frente a su puerta, dar tres golpes certeros y firmes; entrar sin esperar su invitación y exigirle que me contara toda la historia; obligarla si era necesario. No sabía aún de qué manera, pero de que lo haría, lo haría. No quería quedarme con dudas. No podía. Cuando salí, sin querer, pateé el libro de Fraire, pegándole a la puerta de la habitación de enfrente. El hombre que se hospedaba allí salió increíblemente rápido, llevaba el uniforme completo de la selección brasilera de fútbol. Me miró atentamente y con una mueca me preguntó qué quería. Pedí disculpas, recogí el libro y me senté en las escaleras. Fui directamente a la página 27 y encontré sus palabras: “Espere un poco más. Mi hija aún no duerme. 1:00″.
¿Cómo se atrevía a hablarme así?, pensé. ¿Por qué usa conmigo, que sabía la existencia del libro, un lenguaje tan tosco, tan frío? ¿Qué creía que era esto, un telegrama? ¿No le avergonzaba, acaso, que conociera tanto de ella? Me sentí herido.
Leí la nota dos, tres veces más, y mientras se acercaba la hora, creí entender qué quería decir. Me hacía parte de su juego. Yo era uno más. Me había malinterpretado. Me había convertido en su amante. No quería un encuentro sexual, quería saber. Conocer su historia. Mi curiosidad me había traicionado y me obligaba a encontrarme con otra mujer en su habitación, mientras su hija y mi esposa dormían.
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1:00 am. Ni siquiera toqué, y la puerta se abrió. La habitación era idéntica a la mía, salvo por el olor a perfume que impregnaba el ambiente. Entré y la mujer me sentó en la cama. Me quitó el libro de las manos y empezó a recitar algunos versos de Fraire que no recuerdo. Declamaba muy bien, su tono de voz era apropiado para cualquier poema de amor que pudiera cantarse. Cuando terminó, se sentó a mi lado. Empezó a acariciarme la cabeza. Me rasguñaba cariñosamente mientras yo intentaba preguntarle su nombre, su edad, su teléfono. El perfume, o la mujer, me tenían extasiado. Tantas cosas que quise preguntarle, tantas respuestas que no pudo darme. Se detuvo y me empujó suavemente en la cama. Al caer sentí un bultito al lado: era su hija. Sin embargo, me besó. Me besó como nadie en la vida me besará jamás.
No sé cuánto tiempo estuve allí, lo cierto es que al volver al cuarto, dice mi esposa, me equivoqué de puerta y empecé a golpear la del brasilero. Éste salió con ganas de matarme, pero al ver que estaba “como drogado”, dice mi esposa, me tomó del brazo y me dejó con ella. Yo tuve que inventarle que me había sentido muy mal del estómago y que, por vergüenza a que me escuchara los intestinos, busqué otro baño en el hotel. ¿La borrachera?, posiblemente gas o las pastillas que me tomé en la tarde cuando ella no estaba, o quizá la hamburguesa que comimos: en Santa Marta uno nunca sabe. Al final, se lo creyó.
…
El día que viajamos de regreso, la mujer ni siquiera me miró. Fue la última en llegar al autobús. Se entretuvo comprando sombreros con su hija. Intenté buscarla. Tres veces fui al baño para verla, y tres veces simuló dormir. Estoy seguro que al verme caminar hacía el fondo, se bajaba el sombrero y cerraba los ojos. No volví a intentarlo. Mi esposa me recordó que llegaríamos a la madrugada y que ese mismo día yo debía trabajar. Entonces, recibí una de sus pastillas. Cuando desperté y fui al baño ella ya no estaba. Se había bajado en Barrancabermeja. Y estábamos cerca de nuestro destino.
No podía creer que me abandonara así de fácil. Quizá me había dejado alguna nota, algún libro, algún recordatorio, pero por más que busqué en su puesto y en el mío, no encontré sino las latas de cerveza vacías de los muchachos. Eso fue todo. Me convertí en una nota más de su libro, una víctima de su perfume maldito.
…
Una vez, mientras pasábamos por una librería de viejo, vi el libro de Fraire. Su portada verde pálido y sus letras blancas eran inolvidables. Cuando lo revisé tuve la esperanza de encontrar las pequeñas notas que leí en el viaje a Santa Marta. Vana ilusión. Era un bello ejemplar, mejor conservado que el otro. Lo compré.
En la página 17, después de los versos:
Ahora
Nada más porque sí
Sin justificación alguna
Escribí con tinta roja “Quiero tenerte a mi lado” y se lo obsequié a mi esposa. A veces creo que me ha respondido y corro a nuestra biblioteca a buscarlo. El libro sigue intacto, siempre olvidado, consumido por el polvo, esperando el amor.
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Antes de arrancar, la Guía turística, rechoncha y coqueta, nos advirtió que haríamos dos paradas: Barrio Kennedy y Barrancabermeja. Allí recogeríamos al resto de pasajeros. Mi esposa se estremeció y me pidió que estuviera atento, lo que significaba que debía quedarme despierto todo el viaje celando nuestras cosas. Ella, por su parte, tomó dos pastillas y se quedó dormida.
En El Kennedy, la policía tuvo que intervenir para que el autobús se marchara lo antes posible. La algarabía de los jóvenes que nos iban a acompañar amargó a los vecinos. Por el pasillo desfilaron cajas de cerveza y garrafas de aguardiente. No pudieron llevar un par de gallinas porque el aire acondicionado podría matarlas. “Cuando volvamos les damos mate”, prometieron. Quedaron dos sillas vacías.
Mi tarea fue sencilla. El conductor, quizá con el mismo temor que mi esposa, dejó las luces encendidas. Nuestras cosas tuvieron toda la protección que pude darles.
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En Barranca subieron una mujer y una niña. La niña corrió hasta las sillas que les habían reservado. La mujer, rezagada, sacó unos cuantos billetes y se los dio a la Guía. Pasó por mi lado y dejó caer un libro sobre mis piernas. Era Poemas en el regazo de la muerte de Isabel Fraire. Desgastado, maloliente y quebradizo (Al llegar al hotel tuve que fijar la cubierta con cinta) fue mi compañero las siguientes horas de viaje.
Fui a la última página, como hago siempre. Algunos rastros de envejecimiento, nada más. Y mientras me devolvía, fui enterándome de que era el ejemplar 1382 impreso por un tal Dr. Márquez (que con ese apellido podría ser cualquiera) por la editorial Joaquín Mortiz.
Paseaba por él sin intención de leerlo. Su olor agrio hacía soportable el molesto aire acondicionado. Entonces, vi algo entre las letras de imprenta. En la página 49 se leía:
El día veintiséis de noviembre
En la estación Louis Blanc
Del metro de París
Hubo una explosión
Que redujo a escombros la taquilla
E hirió a algunos pasajeros
La detonación fue prodigiosa pero las causas no se han aclarado
Quizá se haya debido
A la acumulación de desesperaciones sin salida
Que tarde o temprano tenían que estallar.
La transcripción es bastante torpe. Hace falta decir que Isabel Fraire esparce las palabras a lo ancho de la página y que sus versos no inician con mayúsculas. En la parte inferior, manuscrito con tinta verde, decía:
“Lo de nosotros pasó también un 26 de noviembre. ¿Recuerdas? ¿Coincidencia? No lo creo. Y hubo un estallido también. Dime que lo recuerdas. Recuerdo que ibas de negro. Y recuerdo tus labios rojos susurrando mi nombre. ¿Estallaste como yo? ¿A quién herimos?”
Aquellas palabras, y las demás que encontré en el libro, me estropearon para siempre a Fraire. No puedo pensar en ellos sin imaginarme la historia que vivió su dueña.
…
Tres veces la mujer se levantó a buscar el libro perdido, y tres veces, lo confieso, lo escondí. No pretendía robarlo, (podría conseguir una edición fácilmente) sólo necesitaba descubrir la relación entre los versos y las notas. Aquella tinta verde había desplazado mi interés en Fraire.
Quise despertar a mi esposa. Mostrarle mi descubrimiento. Compartirle el inicio de mi obsesión. La imaginé tomando notas conmigo, riendo con mis conjeturas y suspirando por el hecho romántico de leer una historia íntima y prohibida. Pero afortunadamente recordé que el viaje que emprendíamos no tenía nada que ver con mis tonterías. No podía pretender que nos encerráramos tres días en el hotel teniendo la playa a nuestras espaldas. Entonces guardé el secreto.
Podría interesarle: El esfuerzo de la Banda Sinfónica Juvenil de Tibasosa para cumplir su sueño
Tuve tiempo de leer tres notas más antes de caer dormido. En la página 40, el poema “Y sin embargo” decía:
Quiero sacar mi yo
De detrás del espejo
Y clavarlo en el tuyo
Sin remedio
En él, la frase “clavarlo en el tuyo” estaba subrayada y a continuación se leía: “¿Cuándo? ¿En qué momento? ¿Ahora? ¿Subo?”.
Inmediatamente pensé en la posibilidad de que el libro hubiera sido usado como medio de comunicación entre la mujer y su amante. Imaginé a un hombre subrayando la frase y a la mujer respondiendo a su invitación sexual con desesperación. “¿Cuándo? ¿En qué momento? ¿Ahora?”.
Sin embargo, no me convencía del todo. En la página 25 decía Fraire:
Ahí está el jardín
Desde que llegamos hemos estado pensando
Plantar más flores
Arrancar las yerbas
Quitar una pila de basura vieja que hay en un rincón
En la misma página con otro tipo de letra, con otro color de tinta, alguien había escrito.
“Estoy harto, lo sé todo. Para que lo entiendas, pensé que eras las flores. Pero siempre fuiste la yerba, la basura”.
¿Qué es lo que sabe? Adiviné una traición, un abandono. Aunque, me preguntaba, ¿Por qué dejar la nota? ¿Por qué su dueña no decidió tacharla?
Seguí. La nota de la página 41 fue la última de la noche. Bajo el verso: “Tu amor se confundió en mi mente con las rosas que trajiste”, leí con terror “¿Por qué razón lees esto?” Cerré el libro. La descubrieron.
Más tarde, después de leer otras notas, supuse que algunos subrayados y apuntes habían sido escritos en diferentes momentos y por diferentes manos. No sólo un amante sino muchos.
El sábado fuimos a Playa Blanca. Un pedazo de arena pesada y reluciente donde cae un sol inclemente e intolerable. A las pocas semanas aparecieron unas manchas cafés en mis brazos que, creo, me acompañarán toda la vida. Mi esposa quedó como un camarón.
Regresamos al hotel a eso de las seis de la tarde, y aunque teníamos planes para salir esa noche, el cansancio los postergó. Soñé algo ridículo:
La niña que acompañaba a la dueña del libro tocó la puerta de mi casa. Mi esposa abrió y dijo que me busscaban, que saliera a atender a la visita. Se había sentado en la sala y yo, nervioso, le pregunté qué hacía en mi casa, qué quería. La niña dijo que dejara en paz a su madre, que me alejara, y que si no lo hacía le contaría todo a mi dama (esa fue la palabra que usó: “dama”). Después vino mi esposa con leche y galletas. “¿De qué hablan?” preguntó, y la niña, a punto de abrir la boca, me miraba amenazante.
…
Al día siguiente, después de recuperar fuerzas, salimos a El Rodadero. Teníamos la intención de alquilar un pequeño bote a pedal y alejarnos de la costa. Allí la vi. La dueña del libro caminaba sola por la playa. Llevaba un vestido blanco y un sombrero café de ala ancha. Esquivaba a vendedores de cerveza y masajistas. Parecía perdida.
Le puede interesar: Recuerdo anfibio
No disfruté mucho el viaje en bote. Mi esposa veía en cada ola un tiburón. Entonces, fingí un fuerte dolor de estómago y volví al hotel. Le pedí que no se aburriera por mi culpa. Ella se reunió con el grupo para subir a una lancha. Yo necesitaba terminar de leer todas las notas del libro.
En la recepción del hotel encontré a la pequeña con quien había soñado sentada frente al televisor:
— ¿Me recuerdas?
— No.
—Viajo con el grupo de Doña Raquel.
—Yo también.
—Encontré algo de tu mamá.
— ¿Qué cosa?
— Un libro. ¿En dónde se están quedando?
—En el 308.
—Cuando vuelva se lo llevaré.
Decidí ir personalmente y pedirle que me explicara de qué se trataba todo. En la página 27 frente al verso que decía: “Pasó la primavera, se aproxima el invierno” escribí con color rojo que iría a su cuarto a la medianoche. Salí y tiré el libro debajo de su puerta.
Mi esposa llegó temprano. Me extrañaba, según dijo. Yo seguía aparentemente enfermo y no podía levantarme de la cama. Así que le pedí que trajera algo de comer a la habitación. Comimos hamburguesas. Finalmente, sin nada qué hacer, se quedó dormida. Esperé que fueran las doce y salí del cuarto. Pretendía subir dos pisos y, ya frente a su puerta, dar tres golpes certeros y firmes; entrar sin esperar su invitación y exigirle que me contara toda la historia; obligarla si era necesario. No sabía aún de qué manera, pero de que lo haría, lo haría. No quería quedarme con dudas. No podía. Cuando salí, sin querer, pateé el libro de Fraire, pegándole a la puerta de la habitación de enfrente. El hombre que se hospedaba allí salió increíblemente rápido, llevaba el uniforme completo de la selección brasilera de fútbol. Me miró atentamente y con una mueca me preguntó qué quería. Pedí disculpas, recogí el libro y me senté en las escaleras. Fui directamente a la página 27 y encontré sus palabras: “Espere un poco más. Mi hija aún no duerme. 1:00″.
¿Cómo se atrevía a hablarme así?, pensé. ¿Por qué usa conmigo, que sabía la existencia del libro, un lenguaje tan tosco, tan frío? ¿Qué creía que era esto, un telegrama? ¿No le avergonzaba, acaso, que conociera tanto de ella? Me sentí herido.
Leí la nota dos, tres veces más, y mientras se acercaba la hora, creí entender qué quería decir. Me hacía parte de su juego. Yo era uno más. Me había malinterpretado. Me había convertido en su amante. No quería un encuentro sexual, quería saber. Conocer su historia. Mi curiosidad me había traicionado y me obligaba a encontrarme con otra mujer en su habitación, mientras su hija y mi esposa dormían.
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1:00 am. Ni siquiera toqué, y la puerta se abrió. La habitación era idéntica a la mía, salvo por el olor a perfume que impregnaba el ambiente. Entré y la mujer me sentó en la cama. Me quitó el libro de las manos y empezó a recitar algunos versos de Fraire que no recuerdo. Declamaba muy bien, su tono de voz era apropiado para cualquier poema de amor que pudiera cantarse. Cuando terminó, se sentó a mi lado. Empezó a acariciarme la cabeza. Me rasguñaba cariñosamente mientras yo intentaba preguntarle su nombre, su edad, su teléfono. El perfume, o la mujer, me tenían extasiado. Tantas cosas que quise preguntarle, tantas respuestas que no pudo darme. Se detuvo y me empujó suavemente en la cama. Al caer sentí un bultito al lado: era su hija. Sin embargo, me besó. Me besó como nadie en la vida me besará jamás.
No sé cuánto tiempo estuve allí, lo cierto es que al volver al cuarto, dice mi esposa, me equivoqué de puerta y empecé a golpear la del brasilero. Éste salió con ganas de matarme, pero al ver que estaba “como drogado”, dice mi esposa, me tomó del brazo y me dejó con ella. Yo tuve que inventarle que me había sentido muy mal del estómago y que, por vergüenza a que me escuchara los intestinos, busqué otro baño en el hotel. ¿La borrachera?, posiblemente gas o las pastillas que me tomé en la tarde cuando ella no estaba, o quizá la hamburguesa que comimos: en Santa Marta uno nunca sabe. Al final, se lo creyó.
…
El día que viajamos de regreso, la mujer ni siquiera me miró. Fue la última en llegar al autobús. Se entretuvo comprando sombreros con su hija. Intenté buscarla. Tres veces fui al baño para verla, y tres veces simuló dormir. Estoy seguro que al verme caminar hacía el fondo, se bajaba el sombrero y cerraba los ojos. No volví a intentarlo. Mi esposa me recordó que llegaríamos a la madrugada y que ese mismo día yo debía trabajar. Entonces, recibí una de sus pastillas. Cuando desperté y fui al baño ella ya no estaba. Se había bajado en Barrancabermeja. Y estábamos cerca de nuestro destino.
No podía creer que me abandonara así de fácil. Quizá me había dejado alguna nota, algún libro, algún recordatorio, pero por más que busqué en su puesto y en el mío, no encontré sino las latas de cerveza vacías de los muchachos. Eso fue todo. Me convertí en una nota más de su libro, una víctima de su perfume maldito.
…
Una vez, mientras pasábamos por una librería de viejo, vi el libro de Fraire. Su portada verde pálido y sus letras blancas eran inolvidables. Cuando lo revisé tuve la esperanza de encontrar las pequeñas notas que leí en el viaje a Santa Marta. Vana ilusión. Era un bello ejemplar, mejor conservado que el otro. Lo compré.
En la página 17, después de los versos:
Ahora
Nada más porque sí
Sin justificación alguna
Escribí con tinta roja “Quiero tenerte a mi lado” y se lo obsequié a mi esposa. A veces creo que me ha respondido y corro a nuestra biblioteca a buscarlo. El libro sigue intacto, siempre olvidado, consumido por el polvo, esperando el amor.
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