Mi papá cumple 100 años
En el centenario de Héctor Abad Gómez.
Siempre estuve pendiente de la vida de Ernesto Bustamante Zuleta, un ilustre médico, profesor de neurocirugía en la Universidad Javeriana, que se doctoró en Chile con el célebre doctor Alfonso Asenjo (fundador del Journal of Neurosurgery) y que propuso importantes innovaciones en la cirugía cerebral. Al morir, en septiembre pasado, el doctor Bustamante tenía 99 años y era el último compañero vivo del grupo de médicos que se graduaron en la Universidad de Antioquia en 1947. Al doctor Bustamante le faltaron cuatro meses para cumplir 100 años. Y digo que estaba pendiente de él porque cada vez que lo sabía vivo, pensaba: entonces mi papá también podría estar vivo, como Ernesto.
Hoy, 2 de diciembre de 2021, mi papá estaría cumpliendo un siglo de vida, pues nació en Jericó el 2 de diciembre de 1921. Tal vez no habría llegado, como su amigo y compañero Ernesto, a tan tarda edad. El caso es que cuando a Héctor Abad Gómez le hicieron la autopsia, el 25 de agosto de 1987, el forense que dictaminó la causa de su muerte, por heridas de bala en el tórax y en el cerebro, nos dijo algo que no sé si fue un consuelo o una tristeza más: “Su papá tenía un organismo muy joven, envidiable: corazón, cerebro, hígado, todo lo tenía en perfecto estado”. Por eso en la casa mis hermanas y yo decíamos a veces: “Mi papá podría haber vivido 100 años, como Ernesto”. Pero bueno, ya sabemos que ni siquiera Ernesto Bustamante llegó a los 100 años.
Lo que se trunca con una muerte violenta es un futuro posible: los poemas que habría escrito José Asunción Silva si en la desesperación no se hubiera matado; los ensayos, poemas y diarios que Jorge Gaitán Durán habría escrito si el avión de Air France no se estrella en la isla de Guadalupe, en el 62; la presidencia de la república de Luis Carlos Galán, si Pablo Escobar y sus secuaces no lo matan; la posible paz entre Israel y Palestina, si los fanáticos no hubiesen abaleado a Isaac Rabin en 1995; el centenario luminoso de El Espectador, con Guillermo Cano, si los mafiosos no lo hubieran matado. A los humanos nos gusta rumiar pensamientos que imaginan lo que pudo ser y no fue.
Dos amigos de mi papá, amenazados en los mismos años en que a él lo mataron, se fueron al exilio, sobrevivieron y regresaron a Colombia. Se murieron ya mayores y de enfermedad, en la cama. Me refiero a Carlos Gaviria Díaz y a Alberto Aguirre. El primero hizo la parte más sobresaliente de su carrera como jurista y político después del exilio: sus sentencias visionarias, libertarias, en la Corte Constitucional; su lucha por construir una izquierda digna, no tramposa ni cleptómana, democrática. El segundo, durante años, nos siguió iluminando con sus artículos, con su irreverencia, incluso con sus exabruptos. Fueron vidas cumplidas, vidas que llegaron a un fin natural.
Nunca sabremos lo que hubiera podido llegar a ser, a hacer, Héctor Abad Gómez después de los 66 años. En ese momento quería ser el primer alcalde por votación popular en Medellín, pero también cultivaba las rosas que su colega y amigo, Ernesto Bustamante, le había enseñado a plantar y a injertar. Iba mucho a cine, oía música clásica a un volumen de reguetonero y amaba a sus nietos sobre todas las cosas. Aun si no hubiera llegado a hacer nada más importante de lo que ya había hecho en el campo de la salud pública, es seguro que en la vida privada habría sido capaz de producir belleza y alegría. Nos habría enseñado, durante algunos años o decenios más, a admirar las maravillas de la naturaleza, del arte, de la música, de la poesía. Y esto no es poca cosa.
Escribí un libro sobre su hermosa vida y contra su injusta muerte. Este libro ha sido muy leído en Colombia y en otros países no gracias a mí, sino gracias a la digna manera de vivir del protagonista. Héctor Abad Gómez amaba el arte, pero no produjo obras de arte, sino que quiso que su propia vida fuera la obra de arte. Quiso hacer de su vida algo estético, algo hermoso, ejemplar casi siempre, admirable. Fue un hombre limpio, alegre, ingenuo, amoroso. El tipo de padre que muchas personas en Colombia no han tenido, pero que tal vez hubieran querido tener. En este país de padres ausentes, irresponsables, en este país de madres abandonadas o solteras, la figura de ese padre y abuelo tierno y generoso, justo y bueno, espero que sea un ejemplo de vida para los próximos 100 años.
Siempre estuve pendiente de la vida de Ernesto Bustamante Zuleta, un ilustre médico, profesor de neurocirugía en la Universidad Javeriana, que se doctoró en Chile con el célebre doctor Alfonso Asenjo (fundador del Journal of Neurosurgery) y que propuso importantes innovaciones en la cirugía cerebral. Al morir, en septiembre pasado, el doctor Bustamante tenía 99 años y era el último compañero vivo del grupo de médicos que se graduaron en la Universidad de Antioquia en 1947. Al doctor Bustamante le faltaron cuatro meses para cumplir 100 años. Y digo que estaba pendiente de él porque cada vez que lo sabía vivo, pensaba: entonces mi papá también podría estar vivo, como Ernesto.
Hoy, 2 de diciembre de 2021, mi papá estaría cumpliendo un siglo de vida, pues nació en Jericó el 2 de diciembre de 1921. Tal vez no habría llegado, como su amigo y compañero Ernesto, a tan tarda edad. El caso es que cuando a Héctor Abad Gómez le hicieron la autopsia, el 25 de agosto de 1987, el forense que dictaminó la causa de su muerte, por heridas de bala en el tórax y en el cerebro, nos dijo algo que no sé si fue un consuelo o una tristeza más: “Su papá tenía un organismo muy joven, envidiable: corazón, cerebro, hígado, todo lo tenía en perfecto estado”. Por eso en la casa mis hermanas y yo decíamos a veces: “Mi papá podría haber vivido 100 años, como Ernesto”. Pero bueno, ya sabemos que ni siquiera Ernesto Bustamante llegó a los 100 años.
Lo que se trunca con una muerte violenta es un futuro posible: los poemas que habría escrito José Asunción Silva si en la desesperación no se hubiera matado; los ensayos, poemas y diarios que Jorge Gaitán Durán habría escrito si el avión de Air France no se estrella en la isla de Guadalupe, en el 62; la presidencia de la república de Luis Carlos Galán, si Pablo Escobar y sus secuaces no lo matan; la posible paz entre Israel y Palestina, si los fanáticos no hubiesen abaleado a Isaac Rabin en 1995; el centenario luminoso de El Espectador, con Guillermo Cano, si los mafiosos no lo hubieran matado. A los humanos nos gusta rumiar pensamientos que imaginan lo que pudo ser y no fue.
Dos amigos de mi papá, amenazados en los mismos años en que a él lo mataron, se fueron al exilio, sobrevivieron y regresaron a Colombia. Se murieron ya mayores y de enfermedad, en la cama. Me refiero a Carlos Gaviria Díaz y a Alberto Aguirre. El primero hizo la parte más sobresaliente de su carrera como jurista y político después del exilio: sus sentencias visionarias, libertarias, en la Corte Constitucional; su lucha por construir una izquierda digna, no tramposa ni cleptómana, democrática. El segundo, durante años, nos siguió iluminando con sus artículos, con su irreverencia, incluso con sus exabruptos. Fueron vidas cumplidas, vidas que llegaron a un fin natural.
Nunca sabremos lo que hubiera podido llegar a ser, a hacer, Héctor Abad Gómez después de los 66 años. En ese momento quería ser el primer alcalde por votación popular en Medellín, pero también cultivaba las rosas que su colega y amigo, Ernesto Bustamante, le había enseñado a plantar y a injertar. Iba mucho a cine, oía música clásica a un volumen de reguetonero y amaba a sus nietos sobre todas las cosas. Aun si no hubiera llegado a hacer nada más importante de lo que ya había hecho en el campo de la salud pública, es seguro que en la vida privada habría sido capaz de producir belleza y alegría. Nos habría enseñado, durante algunos años o decenios más, a admirar las maravillas de la naturaleza, del arte, de la música, de la poesía. Y esto no es poca cosa.
Escribí un libro sobre su hermosa vida y contra su injusta muerte. Este libro ha sido muy leído en Colombia y en otros países no gracias a mí, sino gracias a la digna manera de vivir del protagonista. Héctor Abad Gómez amaba el arte, pero no produjo obras de arte, sino que quiso que su propia vida fuera la obra de arte. Quiso hacer de su vida algo estético, algo hermoso, ejemplar casi siempre, admirable. Fue un hombre limpio, alegre, ingenuo, amoroso. El tipo de padre que muchas personas en Colombia no han tenido, pero que tal vez hubieran querido tener. En este país de padres ausentes, irresponsables, en este país de madres abandonadas o solteras, la figura de ese padre y abuelo tierno y generoso, justo y bueno, espero que sea un ejemplo de vida para los próximos 100 años.