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Le pareció muy extraño que las guacamayas aletearan frente a la ventana a esa hora. Las vio pasar de largo, eran dos. Todos los días cruzaban volando, pero nunca lo habían hecho tan temprano.
Se preparó el café y, por un momento, no pensó más en eso. Luego, la máquina hizo un ruido mientras enterraba el dedo en la cáscara de una granadilla. Volvió la imagen. Se quedó mirando el cielo, ya sin pájaros. ¿Tendrían prisa? ¿Era un gesto premonitorio de algún suceso?
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Salió por la puerta, hacia el amplio campo trasero. ¿Hace cuánto no se daba el lujo de caminar parsimoniosamente hacia ningún lugar? Empezó a andar sin ningún propósito. Recordó la palabra augures. Así llamaban a las personas encargadas de hacer respetar las normas augurales, actos públicos importantes en la antigua Roma.
Una de las prácticas de estos representantes consistía en contemplar el vuelo de los pájaros. A eso llamaban asupicium, compuesto de avis, ave, y specere, mirar. Se enteró de eso un día, cuando buscaba la raíz etimológica del vocablo augurio. Más que profetas o adivinos del futuro, los augures eran eso, contempladores, detectores de condiciones favorables o desfavorables para iniciar algo significativo. ¿Qué les podría transmitir, al respecto, el vuelo de los animales? ¿Por qué las guacamayas volaban hoy tan temprano?
Miró el cielo, lo fragmentó por porciones. Todavía ningún pájaro. Sintió mucha sed. Vio un mirlo bebiendo de un pequeño pozo formado en el recodo del brazo de un árbol. ¿Hace cuánto no tomaba agua? Siguió avanzando.
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Su madre le había dicho que la palabra contemplar venía del latín contemplari, mirar atentamente un espacio delimitado. Añadida la preposición cum, que denota compañía o acción conjunta, y templum, de donde viene templo, lugar sagrado para ver el cielo.
Entre más se alejaba de la casa, más lento caminaba. Sin un destino fijo, su andar le pareció más cercano a una danza. Una ceiba, un flamboyán, un sauce costeño, más allá una palma africana. Se sintió agitado, cansado. ¿Hace cuánto no tomaba una buena bocanada de aire? La llevó hacia el abdomen y resopló cuando sacó el aire.
“Si sigo caminando en línea recta, voy a llegar a Los Farallones”, dijo entre dientes. Y pensó que, si los subía y bajaba del otro lado, podría llegar al mar. Se río de aquella utopía momentánea. Empezó a repasar uno versos de Dickinson en su cabeza:
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«No es que morir nos duela tanto. Es vivir lo que más nos duele. Pero el morir es algo diferente, un algo detrás de la puerta.
La costumbre del pájaro de ir al Sur -antes que los hielos lleguen acepta una mejor latitud-. Nosotros somos los pájaros que se quedan.»
Unos pasos más allá, vio un guatín que parecía tomar el sol al borde de una quebrada. ¿Hace cuánto no tomaba el sol? ¿Hace cuánto no recordaba su exigua condición de ser vivo? Sintió la tierra húmeda en la planta de los pies. No se había percatado de la necesidad de agua, tierra, luz, aire. Le pareció excesivo, incluso, el único sorbo de café que tomó antes de su salida. Recordó los elementos, justo antes del dolor en el pecho, el paro inesperado del corazón.
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