Miradas ecológicas a “La Vorágine” cien años después
José Eustasio Rivera desafía los paradigmas románticos del siglo XIX que separaban a los seres humanos de la naturaleza, y en su lugar muestra una interconexión entre ellos.
María Paula Lizarazo
Algunos dicen que el protagonista de La vorágine (1924) no es Arturo Cova, sino la selva (o las selvas). Pareciera que a medida que el viaje avanza, los límites entre los personajes y las vidas no humanas —para ser más exactos, los árboles— se van disolviendo.
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Algunos dicen que el protagonista de La vorágine (1924) no es Arturo Cova, sino la selva (o las selvas). Pareciera que a medida que el viaje avanza, los límites entre los personajes y las vidas no humanas —para ser más exactos, los árboles— se van disolviendo.
En palabras de Felipe Martínez-Pinzón, Ph. D. en Literatura por la Universidad de Nueva York y profesor asociado de la Universidad de Brown (Estados Unidos), Rivera evidencia una consciencia sobre la existencia de esos límites cuando leemos que las cortezas de los árboles chorrean sangre, caucho y hasta lágrimas. También, cuando los árboles se vuelven una suerte de archivo que registra lo que han dejado las caucherías, por ejemplo, con la firma de Luciano, el hijo que Clemente Silva busca por años, que aparece escrita sobre los troncos. O cuando, en una suerte de visión, los árboles caminan y se vuelcan hacia las ciudades.
Los clásicos, planteaba Italo Calvino, son los libros que siempre se están releyendo o, en otras palabras, que en cada lectura develan un nuevo sentido. Tras cien años de la que para algunos críticos es la gran novela colombiana, reaparecen preguntas sobre su vigencia y estas respuestas.
En el reciente encuentro de los Diálogos del Magazín de El Espectador, la escritora Vanessa Londoño dijo que la Colombia de La vorágine no difiere mucho de los modelos extractivistas actuales. Por su parte, Martínez-Pinzón opina que José Eustasio Rivera (1888-1928) sabía muy bien que, para la nación de entonces, así como para la de hoy, había “territorios de primera, segunda y tercera categoría. Sabía que cuanto más se sube en la montaña hacia los Andes, más ganan los territorios en apreciación cultural; y cuanto más se baja de los Andes, más se deprecia su visión y más se permite expoliarlos, y crear territorios de nadie y fronteras extractivistas”. Incluso, el mismo Arturo Cova dice que a esta nación no la conocen sus geógrafos, sus poetas ni sus ingenieros, porque ni mapas tiene.
Y así como infinitas son las lecturas de La vorágine, en los últimos años se han propuesto miradas ecológicas de la novela, tan vigentes como la crisis climática, desde disciplinas como la ecocrítica o las humanidades ambientales, que, a través de la literatura, profundizan en las relaciones de los humanos con el ambiente. De hecho, estas lecturas se incluyen en la edición La vorágine: centenario de un clásico latinoamericano, en donde se compilan cien años de los estudios literarios que han abordado la novela y su lugar tanto en la literatura colombiana como a escala regional. El libro, coeditado por Ediciones Uniandes, Universidad del Rosario, EAFIT y ESAP, se presentará en la próxima Feria del Libro de Bogotá.
“La vorágine” desde una lectura ecológica
Aunque la presencia de la naturaleza es evidente en la narración de Cova, como venía ocurriendo en la literatura de estas geografías desde la época colonial y durante el primer siglo de república, algo que hace Rivera es que los árboles “hablan y tienen una vida paralela —y que se intercepta— con la vida de los humanos. Es algo que nos hace pensar en las vidas más que humanas”, agrega Martínez-Pinzón. Para el profesor también es una novela contemporánea “en momentos en que vemos que los regímenes jurídicos están tratando de darles derechos a los ríos y a los bosques tropicales. Eso hace cien años no era algo que se estuviera discutiendo”.
Rivera pone sobre la mesa el hecho de que el mundo puede existir sin los humanos y cuestiona el paradigma de los romanticismos del siglo XIX (como María, de Jorge Isaacs, Dolores, de Soledad Acosta de Samper, o las ilustraciones de la Comisión Corográfica) que posicionaban a los humanos por fuera de la naturaleza y al paisaje como una perspectiva desde un punto de vista.
“El paisaje en la selva de Rivera es muy tupido y no hay una separación inmediata entre humanos, animales y árboles”, señala Martínez-Pinzón. Más que poner el lente sobre lo pintoresco o el orden que da forma a los paisajes, o en lo sublime de la naturaleza, que eran las principales miradas del Romanticismo, lo que Rivera hace es “pensar qué pasa si la vida no termina en nuestro cuerpo, sino que se extiende más allá de nosotros”. Y eso, agrega el investigador, “es lo que llamaríamos ecología: estamos todos atados en una red de sentido”.
Retomando los límites confusos entre la naturaleza y los humanos, la escena en la que los árboles van hacia las ciudades, como parte de una visión luego de que un personaje toma yagé, da cuenta de una agencia de la naturaleza que hasta entonces no se había planteado. De acuerdo con Martínez-Pinzón, podría plantearse entonces que esa imagen es una interpretación precursora de lo que empezaría a mostrar luego la crisis climática, como efecto de la intervención humana. Solo por citar algunos datos, en 2023 se batieron récords de temperaturas, del aumento del nivel del mar y de pérdida de hielo marino ártico, entre otros.
En un sueño, Cova se detiene “ante una araucaria de morados corimbos, parecida al árbol del caucho [...] Empecé a picarle la corteza para que escurriera la goma. ¿Por qué me desangras?, suspiró una voz falleciente”.
La idea de mostrar a la naturaleza respondiendo a la intervención humana es algo que ahora aparece en propuestas como las de la ciencia ficción ecológica y que La vorágine ya había planteado. A diferencia de las oposiciones entre ciertas geografías que desde la literatura colonial se venían masticando y que luego apelarían a las oposiciones entre la ciudad letrada y la barbarie inhóspita, Rivera muestra que eso que llamamos selva no siempre ha sido un infierno verde, sino que lo infernal ha residido en la mirada colonizadora y en su rastro de capitalismo.
Contrario a lo que se narraba en el siglo XIX sobre la naturaleza pulcra, La vorágine posiciona la selva como un lugar no ajeno al mundo de entonces: la extracción de las caucherías tendía puentes con la bolsa de valores del norte global y la creciente industria automotriz. Y muestra una selva habitada y vívida, en la que incluso los sentidos de los mitos indígenas y griegos convergen, así como el desplazamiento forzado y la explotación humana.
“La selva no es en sí un infierno verde. En La vorágine son las caucherías las que la han vuelto así”, enfatiza Martínez-Pinzón. “En realidad, es la historia del capitalismo lo que la convierte en ese tipo de lugar”.