Mohamed Alí: Cuando todo era posible
Cincuenta años atrás, Mohamed Alí regresó a los rings luego de que lo despojaran de su título del mundo por haberse negado a ir a la guerra de Vietnam. Su postura fue esencial para que años más tarde las tropas norteamericanas se retiraran de Vietnam, en abril del 75.
Fernando Araújo Vélez
La ilusión se fundía con la angustia, porque los días parecían no pasar, y las horas eran como inmensas rocas que nadie podía mover, y los minutos no existían, y los segundos, si acaso, contaban cuando uno jugaba al boxeo y un imaginario árbitro gritaba Uno, dos, tres, y así, hasta la mitad de la cuenta de la derrota, que luego se transformaba en victoria, y uno, sí, uno, de niño, de fantasía, de sueño, de imposible, uno, se creía Mohamed Alí, y jugaba a ser Mohamed Alí, en parte para que la espera no fuera tan larga, porque todo el día por todos lados, todo el mundo decía que faltaban dos meses, o 45 días, o 30, o 20, para la pelea de Mohamed Alí contra Jerry Quarry. La gente hablaba de aquello, y hacía pronósticos, y apostaba sus pocos pesos a que “Clay” ganaría.
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La ilusión se fundía con la angustia, porque los días parecían no pasar, y las horas eran como inmensas rocas que nadie podía mover, y los minutos no existían, y los segundos, si acaso, contaban cuando uno jugaba al boxeo y un imaginario árbitro gritaba Uno, dos, tres, y así, hasta la mitad de la cuenta de la derrota, que luego se transformaba en victoria, y uno, sí, uno, de niño, de fantasía, de sueño, de imposible, uno, se creía Mohamed Alí, y jugaba a ser Mohamed Alí, en parte para que la espera no fuera tan larga, porque todo el día por todos lados, todo el mundo decía que faltaban dos meses, o 45 días, o 30, o 20, para la pelea de Mohamed Alí contra Jerry Quarry. La gente hablaba de aquello, y hacía pronósticos, y apostaba sus pocos pesos a que “Clay” ganaría.
Lo llamaban Clay. Seguían llamándolo Cassius Clay, pues lo habían conocido como Clay durante tantos años, y Alí les sonaba raro, muy raro. No era que dijeran Clay por razones religiosas o racistas. No. Decían Clay porque ese era el apellido que se había fijado en sus mentes, y además, era el apellido original, el “legítimo”, muy a pesar de que tampoco era tan “legítimo”. Clay provenía de Lousville, Kentucky. Sus abuelos, como los de tantos en el sur de los Estados Unidos, habían sido esclavos, o eso murmuraban antes de la pelea contra Quarry, como murmuraban que Clay había estado en la cárcel y que le habían quitado su título del mundo por haberse negado a ir a una guerra lejana en un país más lejano, Vietnam.
Uno lo imaginaba vestido a rayas con un número en el pecho, mirando y peleando detrás de unos barrotes, y les preguntaba a los mayores si era que iba a pelear desde una prisión. “No, claro que no”, contestaban y seguían hablando de que iban a ver el combate en la casa de tal o de cual, y de que iban a llevar una botella de ron, o cosas así, según la costumbre de aquellos años, e incluso según la costumbre de los años de antes, cuando la gente se reunía de a diez o veinte en una casa a oír por la radio las peleas de boxeo. Así fue, por ejemplo, cuando unos diez tipos se citaron en la casa de uno de ellos para escuchar una pelea de Eduardo Lausse por el título del mundo, pero esa fue otra historia que terminó con la muerte de varios de aquellos hinchas, acusados de ser “peronistas” en la época de la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu en la Argentina de los 50.
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Los fusilaron. Sin embargo, hubo “un fusilado que vive”, como diría con el tiempo Rodolfo Walsh. Quedó vivo y habló y contó la historia, y Walsh escribió un libro inmortal, Operación Masacre, en el que relató paso a paso la historia. La publicó en una editorial mínima, subterránea, casi que capítulo tras capítulo, pues pese a lo que él había creído, los grandes medios no le pusieron atención. El tipo llegó al club de ajedrez en la ciudad de La Plata, casi a los trompicones. Rengueaba. Miraba hacia un lado y hacia el otro. Sobre todo, hacia atrás. Llevaba más de un año huyendo. Huía de aquellos a quienes llamaban La autoridad. Huía de sus fichas, soplones apostados en cada esquina, en cada bar. Huía de sí. Huía de los gobernantes, que habían dado órdenes de capturar y fusilar a todo aquel que nombrara a Perón, que tuviera una imagen de Evita, que cantara el himno Perón, Perón…
Buscaba a un hombre para que ese hombre contara la historia que él no sabía contar. “Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto -escribió Walsh en una especie de prólogo de Operación Masacre-. Así nace aquella investigación, este libro. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí, por segunda vez me saca de ‘las suaves, tranquilas estaciones’. Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el otro que se salvó con él disparando por el campo entre las balas, y los que se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron”.
El día de la pelea de Alí, o Clay, contra Jerry Quarry, 26 de octubre de 1970, las calles de las distintas ciudades adonde llegó la señal de televisión, “vía satélite”, como la anunciaban, quedaron vacías desde las seis de la tarde. El retorno de Alí a los cuadriláteros era el acontecimiento por aquellos días. Los periódicos publicaron una y mil veces su historia. Que había sido campeón olímpico en los Juegos de Roma, 1960. Que apenas llegó a su ciudad, leyó un poema, y semanas más tarde lanzó su medalla al río Ohio, porque no lo habían dejado entrar a una cafetería por ser negro. Que su origen no era tan humilde como el de otros boxeadores, que su padre pintaba casas y tenía un “buen vivir”, y él, el pequeño Cassius Marcellus Clay había ido a la escuela, pero allá consideraban que su coeficiente intelectual era muy bajo.
Que alguna vez un periodista escribió sobre aquello, y él le dijo que si hubiera tenido un coeficiente más alto, le habría gustado su artículo. Lo conocían como “the champ”, porque él mismo se llamaba así. Cuando fue campeón del mundo de los pesados por vez primera, al vencer a Sonny Liston en el round número 7, en febrero de 1964, comenzó a decir que era El más grande. Lo decía en serio y en broma, pues le encantaba provocar a la gente. Así había sido desde niño. Jugaba. Siempre jugaba. Jugaba al mago, al parlanchín, al boxeador, al hombre de negocios, al adulto, al poeta, al periodista. Jugaba a que vivía, y vivió gran parte de su vida jugando. Se reía de la vida, de la gente y de sí. En los 90, cuando le diagnosticaron el mal de Parkinson, preguntó que quién era ese tal Parkinson, y a quién le había ganado.
Lo tildaron de agrandado, de fanfarrón, de payaso, de discriminador y rebelde sin causa, como el protagonista de la película de James Dean que se había estrenado a fines de los 50. Y era todo aquello y mucho más. Antes de su primera pelea con Jerry Quarry, había dejado de ser Cassius Clay y se había convertido al Islam, con el nombre de Muhammad Alí, y se había negado a ir a Vietnam con una frase que recorrió el mundo una y mil veces: Ningún vietnamita me ha llamado jamás nigger. Su posición le costó el título del mundo, una orden de cárcel, tres años de inactividad, tal vez los más valiosos de su carrera, y amigos y enemigos a lo largo y ancho de Estados Unidos, de América y de Europa. Él seguía diciendo cosas, y a la vez, se burlaba de las mediciones y de quienes lo habían condenado a ser bruto e ignorante.
“Una persona con conocimiento del propósito de su vida es más poderosa que diez mil que trabajan sin ese conocimiento”, decía. “Cuando eres tan grandioso como yo, es difícil ser humilde”. “Soy joven; soy guapo; soy rápido. No puedo ser vencido”. “Pasamos más tiempo aprendiendo a ganarnos la vida que aprendiendo a hacer una vida”. Alí bailaba como una mariposa y picaba como una abeja, arriba y abajo del ring. Se distanciaba de quienes querían utilizarlo, y se acercaba a los derrotados, aunque la prensa, la gran prensa, muchas veces usada por el sistema, transmitiera una imagen totalmente contraria sobre él. Fue cercano a Malcolm X, y luego se le alejó, y conversó con Martin Luther King sobre los problemas de los negros, sobre su posible solución, sobre la guerra de Vietnam y las posibilidades de acabarla, y fue esencial para que se acabara.
Cuando peleó con Quarry y lo derrotó por k.o. técnico, ya empezaba a importar bien poco si era el campeón o no, si lo volvería a ser oficialmente. Alí destrozaba a quien se le cruzara con sus palabras, en parte, por el show. Por llamar la atención. Por reírse una y mil veces de quienes habían dicho que no era muy inteligente. Escribía poemas y los leía cada vez que podía. Era patriota en ocasiones, y del sur, siempre. De todos los sures. Hacía bromas y repetía ante quien podía un truco de ilusionistas con una moneda, y sobre el ring también era una especie de ilusionista, que aparecía cuando se le antojaba para ser Alí, y luego se esfumaba y parecía meterse en el cuerpo de cualquier otro boxeador. Fue un perfecto ejemplo de su tiempo, cuando todo estaba por derrumbarse y volverse a construir. Cuando todo era posible.