Mónica Ojeda y su novela “Nefando”: gritos de silencio
La escritora ecuatroriana fue incluida en la lista Bogotá 39-2017 promovida por el Hay Festival por su novela “Nefando” (Candaya, 2016). Está a punto de publicar su segunda novela, “Mandíbula”.
Isabel-Cristina Arenas
Barcelona.
“¿Qué se me oculta en el hueco de lo cotidiano, allí, frente a mis ojos?”, escribe uno de los jugadores de Nefando. La pregunta queda en el aire, y ahora en el plano de lo real, no sabe uno si quiere saberlo o no, pero es tarde porque las páginas se han devorado sin pausa. El silencio, el lenguaje, la carne y la infancia, esto es Nefando, la novela de Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988). También es una habitación azul que es un libro que es un juego, una verdad, sexo y palabras que perturban y revuelcan por dentro. No se sale de allí sin heridas.
Nefando (Candaya, 2016) pesaba por las expectativas que me había creado alrededor de su lectura. Pesaba aún más cuando vi que la escritora era parte de Bogotá 39-2017, la lista de 39 escritores de ficción menores de 40 años de América Latina promovida por el Hay Festival. Olga Martínez, directora de Candaya junto a Francisco Robles, me entregó el libro y en medio de la charla dijo: “Mónica es un oxímoron”, no le pregunté cuál y llevo días revisando listas; en cualquier caso, era uno de esos que despiertan admiración por la genialidad de alguien.
Iván Herrera, El Cuco Martínez, Kiki Ortega y los hermanos Terán —Cecilia-Irene-Emilio— comparten juntos un apartamento en Barcelona, cada uno de ellos es una novela y todos juntos son un videojuego: Nefando. Alguien, una voz masculina, habla con ellos por separado, los entrevista con el objetivo de saber acerca del juego, esa voz es el puente que permite llegar al pasado de cada uno, y tal vez al de los lectores mismos. También hay confesiones, fragmentos de foros de gamers, ilustraciones y personajes que hablan sin intermediarios. Kiki, por ejemplo, se narra a sí misma el proceso de creación de la novela erótica que está escribiendo. El lector entra en su cabeza, conoce sus decisiones creativas y una vez lo ha hecho nos comemos las hojas de su novela. Kiki es lenguaje, cumple su objetivo y no “degrada el misterio”, y uno se ha leído y releído a Diego, Eduardo y Nella. Casi todos alguna vez hemos tenido días animales.
Iván Herrera cursa un Máster de Creación Literaria, es poeta, es cuerpo no elegido, es prótesis imaginarias; quiere arrancarse “las señas de identidad artificial”. Iván se mira al espejo y se odia, le faltan órganos y le sobran. Se habla a sí mismo como a una segunda persona. Nadie en el apartamento sabe lo que piensa, él forma parte del silencio y es la carne. El Cuco Martínez es hacker, scener, diseñador de videojuegos, él es otro tipo de lenguaje que en la deep web se convierte en imágenes, una y mil veces repetidas en el mundo real. Él dice que la programación es “el arma por antonomasia de la desobediencia civil” y desobedece; se une a los hermanos Terán.
Cecilia-Irene-Emilio Terán son el alma sin alma de Nefando, están unidos por un guion, no son uno sin los otros. El Cuco Martínez les ayuda a crear el videojuego, que es la infancia desgarrada y destruida de todos. “El dolor es intransferible e incomunicable, sí, pero su experiencia no”, es una frase de Kiki sobre algo que quiso escribir en el pasado y que representa a los hermanos Terán de esta novela que leemos. Ellos son la experiencia del dolor.
“Nefando atrapaba a sus jugadores pero no porque los divirtiera, sino porque tenía el poder de despertar una curiosidad morbosa”, dice Iván Herrera en una de las entrevistas, y es lo mismo que sucede con el lector de esta novela, además de algo muy importante: la escritora le ha dado un nuevo sentido al lenguaje, que es lo que exactamente hace un oxímoron. Es un libro que no se puede confundir con ningún otro, y que al terminarlo ha sobrepasado las expectativas. Después de leer Nefando, uno sabe que Mónica Ojeda, como dijo Kiki Ortega, puede escribir sobre cualquier cosa si así lo quiere, seguir mintiendo para crear algo verdadero. Ahora esperamos Mandíbula (Candaya, 2018), que está en imprenta por estos días.
Barcelona.
“¿Qué se me oculta en el hueco de lo cotidiano, allí, frente a mis ojos?”, escribe uno de los jugadores de Nefando. La pregunta queda en el aire, y ahora en el plano de lo real, no sabe uno si quiere saberlo o no, pero es tarde porque las páginas se han devorado sin pausa. El silencio, el lenguaje, la carne y la infancia, esto es Nefando, la novela de Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988). También es una habitación azul que es un libro que es un juego, una verdad, sexo y palabras que perturban y revuelcan por dentro. No se sale de allí sin heridas.
Nefando (Candaya, 2016) pesaba por las expectativas que me había creado alrededor de su lectura. Pesaba aún más cuando vi que la escritora era parte de Bogotá 39-2017, la lista de 39 escritores de ficción menores de 40 años de América Latina promovida por el Hay Festival. Olga Martínez, directora de Candaya junto a Francisco Robles, me entregó el libro y en medio de la charla dijo: “Mónica es un oxímoron”, no le pregunté cuál y llevo días revisando listas; en cualquier caso, era uno de esos que despiertan admiración por la genialidad de alguien.
Iván Herrera, El Cuco Martínez, Kiki Ortega y los hermanos Terán —Cecilia-Irene-Emilio— comparten juntos un apartamento en Barcelona, cada uno de ellos es una novela y todos juntos son un videojuego: Nefando. Alguien, una voz masculina, habla con ellos por separado, los entrevista con el objetivo de saber acerca del juego, esa voz es el puente que permite llegar al pasado de cada uno, y tal vez al de los lectores mismos. También hay confesiones, fragmentos de foros de gamers, ilustraciones y personajes que hablan sin intermediarios. Kiki, por ejemplo, se narra a sí misma el proceso de creación de la novela erótica que está escribiendo. El lector entra en su cabeza, conoce sus decisiones creativas y una vez lo ha hecho nos comemos las hojas de su novela. Kiki es lenguaje, cumple su objetivo y no “degrada el misterio”, y uno se ha leído y releído a Diego, Eduardo y Nella. Casi todos alguna vez hemos tenido días animales.
Iván Herrera cursa un Máster de Creación Literaria, es poeta, es cuerpo no elegido, es prótesis imaginarias; quiere arrancarse “las señas de identidad artificial”. Iván se mira al espejo y se odia, le faltan órganos y le sobran. Se habla a sí mismo como a una segunda persona. Nadie en el apartamento sabe lo que piensa, él forma parte del silencio y es la carne. El Cuco Martínez es hacker, scener, diseñador de videojuegos, él es otro tipo de lenguaje que en la deep web se convierte en imágenes, una y mil veces repetidas en el mundo real. Él dice que la programación es “el arma por antonomasia de la desobediencia civil” y desobedece; se une a los hermanos Terán.
Cecilia-Irene-Emilio Terán son el alma sin alma de Nefando, están unidos por un guion, no son uno sin los otros. El Cuco Martínez les ayuda a crear el videojuego, que es la infancia desgarrada y destruida de todos. “El dolor es intransferible e incomunicable, sí, pero su experiencia no”, es una frase de Kiki sobre algo que quiso escribir en el pasado y que representa a los hermanos Terán de esta novela que leemos. Ellos son la experiencia del dolor.
“Nefando atrapaba a sus jugadores pero no porque los divirtiera, sino porque tenía el poder de despertar una curiosidad morbosa”, dice Iván Herrera en una de las entrevistas, y es lo mismo que sucede con el lector de esta novela, además de algo muy importante: la escritora le ha dado un nuevo sentido al lenguaje, que es lo que exactamente hace un oxímoron. Es un libro que no se puede confundir con ningún otro, y que al terminarlo ha sobrepasado las expectativas. Después de leer Nefando, uno sabe que Mónica Ojeda, como dijo Kiki Ortega, puede escribir sobre cualquier cosa si así lo quiere, seguir mintiendo para crear algo verdadero. Ahora esperamos Mandíbula (Candaya, 2018), que está en imprenta por estos días.