Mujeres invisibles (Relatos y reflexiones)
Pocas veces se oye que haya conflictos entre las parejas de clases altas latinoamericanas por el oficio doméstico. Quizás en vacaciones.
Beatriz Dávila Reyes
O en cuarentena (cuando las mujeres, demasiadas veces, asumen la totalidad de la carga). La vieja y aún imperante imposición de la responsabilidad de la casa sobre la mujer, por el hecho de ser mujer -una de las peleas que aún tiene que dar la búsqueda de la igualdad de género-, se ha solucionado en los hogares de clase alta y media contratando a una empleada. Hemos creado una forma de injusticia mucho más invisible. Así es: las mujeres privilegiadas no nos sentimos oprimidas y explotadas en el ámbito doméstico de manera sistemática porque ahora es una mujer pobre quien hace todo. Y lo hace por poco. Muchas veces en condiciones de explotación.
Es un ser invisible en casa pero a quien no hacemos parte de ella, de quien todo se pide pero con quien nada se comparte (ni la mesa, a veces ni la misma comida, ni una conversación sincera, ni el respeto, ni el afecto, ni los besos con los que saludamos a quienes vemos como iguales -otros “señores” y “doctores”- ni las palabras y formas que usamos ante alguien “como uno” -en realidad no son como nosotros. Son mucho mejores. Son heroínas). Y en esa interacción diaria doméstica sale a relucir lo clasistas y mezquinos que somos. Se nos olvida que son personas. Ser mujer y ser pobre en un país como estos es casi no existir. Y es una de las cosas que no dejan de dolerme.
No alcanzo a imaginarme lo que es vivir en Bosa o en Usme y levantarse con el frío de las cuatro de la mañana, bañarse con agua helada, arreglar la casa, hacer desayuno y almuerzo para todos, tal vez dejar al bebé con un extraño, meterse durante dos horas en alimentadores, buses o TransMilenios en hora pico donde van hacinadas, correr varias cuadras a veces loma arriba para llegar a atender una familia ajena, y tener una jornada brutal de cocinar, lavar, planchar, aspirar, lavar baños, barrer, arreglar la cocina diez mil veces, sin sentarse ni cinco minutos. Algunas son mayores. Y que la señora de la casa la regañe porque la camisa está mal planchada o el señor le reclame porque la carne está seca o cualquier otra nimiedad. Trabajar hasta muy tarde y llegar a su propia casa a hacer oficio y cocinar, donde a veces vive además la familia extendida, o conviven con mucha más gente o con compañeros maltratadores; trabajar muchos fines de semana, en casas y apartamentos bonitos, cómodos, grandes, donde hay abundancia de todo, a veces con empleadores que las denigra o las desprecian, y además hacerlo con buena actitud. Sin rabia ni frustración (creo que a todos nos ha quedado claro en esta cuarentena lo duro que es es el trabajo que hacen a diario las empleadas domésticas). Tener que enfrentarse con el sistema de salud, la inseguridad de tantos barrios, la falta de recursos y de oportunidades, los prejuicios, y todas las cosas con las que tienen que vivir los millones de personas de bajos ingresos en este país. Y me quedo corta, porque no sé cómo es, ni alcanzo a imaginarlo. (Si vieron Parásito y les impactó, pues aquí el contraste social y la discriminación con el servicio son mucho peores. Lo que pasa es que no somos conscientes. Tampoco somos testigos de sus luchas diarias).
Lo invitamos a leer otro artículo de la serie "Relatos y reflexiones": El crimen del Renacimiento
Sean considerados y bondadosos con estas personas que hacen todo lo que pueden para que tengamos vidas plácidas y amables, agradezcan lo que hacen por nosotros, páguenles realmente bien, no les exijan tanto, colaboren en la casa, tiendan su cama, recojan sus cosas, preocúpense por conocerlas, por cómo están, ábranles su corazón, inclúyanlas, díganles que se vayan temprano, y si viven con ustedes respeten su tiempo de descanso, ayúdenlas a que ellas y sus hijos salgan adelante. Dejen de creer que las tratan bien porque les pagan lo legal con prestaciones y les dejan descansar el domingo, y que les están haciendo un favor al darles trabajo en condiciones precarias. Dejemos de creer como sociedad que con ser generosos con nuestra propia gente, basta. “Nuestras gente” es toda la gente. Por favor, permitamos que estas extraordinarias mujeres que nos dan tanto tengan vidas buenas y que tengan dignidad. Yo también he sido desconsiderada y he perpetuado las divisiones sociales con algún comportamiento y me avergüenzo. Estamos ante una oportunidad histórica para mirarnos a nosotros mismos con honestidad y preguntarnos cómo podemos ser mejores seres humanos.
Decimos que en este país se necesita más educación, lo cual es indudable. Pero para que construyamos un país verdaderamente justo y compasivo, los primeros que tendrían que educarse, reeducarse a profundidad, son las élites. Y todos los demás. En ética y en humanidad.
O en cuarentena (cuando las mujeres, demasiadas veces, asumen la totalidad de la carga). La vieja y aún imperante imposición de la responsabilidad de la casa sobre la mujer, por el hecho de ser mujer -una de las peleas que aún tiene que dar la búsqueda de la igualdad de género-, se ha solucionado en los hogares de clase alta y media contratando a una empleada. Hemos creado una forma de injusticia mucho más invisible. Así es: las mujeres privilegiadas no nos sentimos oprimidas y explotadas en el ámbito doméstico de manera sistemática porque ahora es una mujer pobre quien hace todo. Y lo hace por poco. Muchas veces en condiciones de explotación.
Es un ser invisible en casa pero a quien no hacemos parte de ella, de quien todo se pide pero con quien nada se comparte (ni la mesa, a veces ni la misma comida, ni una conversación sincera, ni el respeto, ni el afecto, ni los besos con los que saludamos a quienes vemos como iguales -otros “señores” y “doctores”- ni las palabras y formas que usamos ante alguien “como uno” -en realidad no son como nosotros. Son mucho mejores. Son heroínas). Y en esa interacción diaria doméstica sale a relucir lo clasistas y mezquinos que somos. Se nos olvida que son personas. Ser mujer y ser pobre en un país como estos es casi no existir. Y es una de las cosas que no dejan de dolerme.
No alcanzo a imaginarme lo que es vivir en Bosa o en Usme y levantarse con el frío de las cuatro de la mañana, bañarse con agua helada, arreglar la casa, hacer desayuno y almuerzo para todos, tal vez dejar al bebé con un extraño, meterse durante dos horas en alimentadores, buses o TransMilenios en hora pico donde van hacinadas, correr varias cuadras a veces loma arriba para llegar a atender una familia ajena, y tener una jornada brutal de cocinar, lavar, planchar, aspirar, lavar baños, barrer, arreglar la cocina diez mil veces, sin sentarse ni cinco minutos. Algunas son mayores. Y que la señora de la casa la regañe porque la camisa está mal planchada o el señor le reclame porque la carne está seca o cualquier otra nimiedad. Trabajar hasta muy tarde y llegar a su propia casa a hacer oficio y cocinar, donde a veces vive además la familia extendida, o conviven con mucha más gente o con compañeros maltratadores; trabajar muchos fines de semana, en casas y apartamentos bonitos, cómodos, grandes, donde hay abundancia de todo, a veces con empleadores que las denigra o las desprecian, y además hacerlo con buena actitud. Sin rabia ni frustración (creo que a todos nos ha quedado claro en esta cuarentena lo duro que es es el trabajo que hacen a diario las empleadas domésticas). Tener que enfrentarse con el sistema de salud, la inseguridad de tantos barrios, la falta de recursos y de oportunidades, los prejuicios, y todas las cosas con las que tienen que vivir los millones de personas de bajos ingresos en este país. Y me quedo corta, porque no sé cómo es, ni alcanzo a imaginarlo. (Si vieron Parásito y les impactó, pues aquí el contraste social y la discriminación con el servicio son mucho peores. Lo que pasa es que no somos conscientes. Tampoco somos testigos de sus luchas diarias).
Lo invitamos a leer otro artículo de la serie "Relatos y reflexiones": El crimen del Renacimiento
Sean considerados y bondadosos con estas personas que hacen todo lo que pueden para que tengamos vidas plácidas y amables, agradezcan lo que hacen por nosotros, páguenles realmente bien, no les exijan tanto, colaboren en la casa, tiendan su cama, recojan sus cosas, preocúpense por conocerlas, por cómo están, ábranles su corazón, inclúyanlas, díganles que se vayan temprano, y si viven con ustedes respeten su tiempo de descanso, ayúdenlas a que ellas y sus hijos salgan adelante. Dejen de creer que las tratan bien porque les pagan lo legal con prestaciones y les dejan descansar el domingo, y que les están haciendo un favor al darles trabajo en condiciones precarias. Dejemos de creer como sociedad que con ser generosos con nuestra propia gente, basta. “Nuestras gente” es toda la gente. Por favor, permitamos que estas extraordinarias mujeres que nos dan tanto tengan vidas buenas y que tengan dignidad. Yo también he sido desconsiderada y he perpetuado las divisiones sociales con algún comportamiento y me avergüenzo. Estamos ante una oportunidad histórica para mirarnos a nosotros mismos con honestidad y preguntarnos cómo podemos ser mejores seres humanos.
Decimos que en este país se necesita más educación, lo cual es indudable. Pero para que construyamos un país verdaderamente justo y compasivo, los primeros que tendrían que educarse, reeducarse a profundidad, son las élites. Y todos los demás. En ética y en humanidad.