Murakami: del béisbol a la literatura (Epifanías II)
Haruki Murakami encontró la motivación definitiva para dedicarse a escribir ya sobre los 30 años, una tarde de béisbol en la que jugaba su equipo, los Tokio Yakult Swallows, y por un batazo de un jugador promedio del que pocos esperaban grandes proezas.
Fernando Araújo Vélez
Y la pelota iba hacia él, cada vez más brillante, más grande, más importante. Iba y en su ir, sonaba, y con su sonido llevaba el grito cantarino de unos cuantos locutores que habrán dicho en su japonés natural que era un home run, o que la bola se iba y se iba, o que era imposible de capturar. Sin embargo, para él, aquella pelota que acababa de salir del bate de un casi anónimo jugador llamado Dave Hilton, primer bate de un equipo casi de segunda, los Tokyo Yakult Swallows, era un mensaje del más allá que por aquellas cosas del destino y de los juegos, le gritaba que se dejara de charlatanerías, de bares y de cuentas y de sueños de empresario y se dedicara a escribir, que era lo que más le importaba en la vida.
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Y la pelota iba hacia él, cada vez más brillante, más grande, más importante. Iba y en su ir, sonaba, y con su sonido llevaba el grito cantarino de unos cuantos locutores que habrán dicho en su japonés natural que era un home run, o que la bola se iba y se iba, o que era imposible de capturar. Sin embargo, para él, aquella pelota que acababa de salir del bate de un casi anónimo jugador llamado Dave Hilton, primer bate de un equipo casi de segunda, los Tokyo Yakult Swallows, era un mensaje del más allá que por aquellas cosas del destino y de los juegos, le gritaba que se dejara de charlatanerías, de bares y de cuentas y de sueños de empresario y se dedicara a escribir, que era lo que más le importaba en la vida.
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“En ese preciso instante, sin fundamento y sin coherencia alguna con lo que ocurría a mi alrededor, me vino a la cabeza un pensamiento: ‘Eso es. Quizá yo también pueda escribir una novela’”. Haruki Murakami le había dado vueltas a la vida una y mil veces. Le gustaba el jazz, y le encantaba leer y la soledad, y hablar de libros y de música con algunos de los asiduos visitantes que iban a su bar una noche y otra y otra. Le fascinaba el béisbol, aunque fuera muy de cuando en cuando y con pocas ilusiones al estadio de Jingu, en Tokio. Cuando no iba, se enteraba de las incidencias de los Yakult Swallows sin quererlo, sin buscarlo, pues en el fondo tenía la amarga sensación de que si indagaba, alguien le iba a decir que habían perdido una vez más.
Y solían perder. Y solían estar peleando para no estar en la segunda división del campeonato japonés. Y Murakami solía relacionar a los Swallows con la derrota, e incluso, de alguna manera, con su vida. Y siguió siendo así. “No lo entendí en aquel momento y sigo sin entenderlo ahora. Fuera cual fuera la razón, simplemente sucedió. No sé cómo explicarlo, fue una especie de revelación. En inglés existe la palabra epiphany, epifanía. Traducida al japonés adquiere un significado difícil de entender que hace referencia a la aparición repentina de una esencia o a la comprensión intuitiva de determinada verdad. Expresado con mis propias palabras, diría que un buen día se me apareció algo de repente y eso lo cambió todo”.
Eso que para él había sido de repente, fue aquella escena como de película de Hilton con su bate, el swing tantas veces repetido, el golpe en el centro de la bola, y la bola que se abrió camino hasta llegar al fondo del campo de Jingu. Y él, corriendo, con la mirada clavada en la pelota, pasando de la primera base a la segunda, soñando con alcanzar la tercera. “Después de eso, mi vida se transformó por completo”, escribió Murakami en su libro De qué hablo cuando hablo de escribir. “Ocurrió en el mismo instante en el que Dave Hilton dio con su bate un preciso y certero golpe a la pelota en el estadio de Jingu”. Apenas se terminó aquel juego, Murakami se fue a buscar una papelería en el centro de su ciudad, y compró un cuaderno y una pluma marca Sailor.
La pluma le había costado dos mil yenes, y el cuaderno, bastante menos, pero él solo pensaba en que aquellas hojas que estaban en blanco, aquellas hojas inmaculadas, vírgenes, iban a ser su historia y estaban a su disposición para contarla. Dijo en cientos de ocasiones que pocas veces había sentido una emoción similar, y que en muy pocas oportunidades sentía algo así. “Aún no existían los procesadores de texto ni los ordenadores. No quedaba más remedio que escribir a mano ideograma tras ideograma. Sin embargo, en el hecho de escribir a mano había una enorme sensación de frescura. El corazón me brincaba de emoción. Hacía mucho tiempo que no escribía en un cuaderno con una pluma”.
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Casi que contó los minutos para que llegara el momento de cerrar su bar y sentarse a escribir en la mesa de la cocina de su apartamento. Y escribió todos los días durante mucho tiempo, siempre a la madrugada, pues ese era el único momento del que disponía. “De ese modo, durante casi medio año, escribí Escucha la canción del viento”. En un principio, había pensado en titularla de otra manera, pero como afirmaría y comprendería con el tiempo, las palabras, las ideas, los diálogos, en fin, la novela, podía transformarse una y otra vez en la medida en que escribía, y se transformó. Murakami casi ni dormía. En su bar, en la vida práctica del día tras día, parecía un autómata, uno más de los autómatas de una ciudad de millones de autómatas.
En la realidad, se movía de acá para allá según la costumbre. Iba a clases en la universidad, trabajaba en su bar, hacía pedidos allí, atendía a la gente, limpiaba los discos de los Beach Boys o de los Beatles, de Aretha Franklin o de Charlie Parker que pondría a sonar en la noche, conversaba con algún cliente madrugador, o con su mujer sobre las cuentas por pagar, pero en otro mundo, su mundo predilecto, el mundo de las historias y los personajes, cuidaba cada detalle y se movía dentro de su imaginación, o corría hacia ella. Era un hombre que pintaba, o un delincuente en ciernes, o una mujer que no aguantaba la vida, o un niño, un perro, un dinosaurio o un beisbolista de segunda.
Y era, ante todo, un escritor, que según sus palabras, había olvidado todas las ideas preconcebidas sobre las novelas y la literatura y se había dedicado a escribir con absoluta libertad sobre lo que sentía y ocurría en su mente.
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