Murió el escritor Antonio Skármeta: lo que aprendió Juan Villoro de sus cuentos
Fragmento del prólogo de “Los nombres de las cosas que allí había”, antología de cuentos del fallecido escritor chileno publicada por el sello Alfaguara, en 2019, con una selección hecha por el escritor mexicano.
Juan Villoro * / Especial para El Espectador
Un hombre de principios
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Un hombre de principios
La vocación literaria pertenece a las rarezas del mundo. De pronto, una chica o un joven tienen la mente llena de pájaros que no saben dónde acomodar; algo indefinido pide alzar el vuelo y dispersarse para manchar el sol con caprichosos aleteos. Ese impulso suele venir de una carencia, los muchos huecos que definen la vida adolescente, pero también de un estímulo externo, lo que dijo un amigo, un verso de lumbre a mitad de un libro, una melodía que pide ser narrada. (Recomendamos: Ensayo de Nelson Fredy Padilla sobre las obras cruzadas de Juan Villoro y el premio nobel de literatura francés J. M. G. Le Clézio).
Los cuentos de Antonio Skármeta abordan la misteriosa iniciación literaria. El entusiasmo, libro con el que se dio a conocer en 1967, es atravesado por una pregunta esencial: ¿cómo hacer que la vida se convierta en ars poetica? «El joven con el cuento», que abre esta antología, trata de un muchacho que desea escribir. Para lograrlo, se aísla en la precaria cabaña de una playa; la soledad debe provocar su iluminación creativa. En estado de filosófica plenitud, afirma: «Sé cómo ser un hombre quieto». Sin embargo, el auténtico impulso para escribir viene del inesperado contacto con otras personas, de un temor que poco a poco se convierte en afinidad. Cuando finalmente tiene una idea es porque ya la ha vivido. De manera impecable, a los veintisiete años Skármeta revela la forma en que la experiencia se trasvasa en imaginación, la esquiva sustancia de la que proviene la literatura.
Otro relato de ese mismo libro, «Entre todas las cosas lo primero es el mar», describe a un escritor en estado larvario. Su vida es una especie de siesta antes del despertar definitivo. No parece tener muchas cosas a su favor, pero confía en el mar.
Skármeta presenta sus cartas credenciales en El entusiasmo. Un cuento de ese libro representa una suerte de currículum emocional. En «La Cenicienta en San Francisco» no sólo el protagonista es un principiante, sino incluso el país del que proviene. Una estadounidense pregunta cuánta gente cabe en Chile. El narrador en primera persona responde que ocho millones, agrega que a esa población le falta lo mejor y sobreviene el siguiente diálogo:
—¿Están tristes acaso? ¿No están contentos?
—No están contentos —dije.
—¿Por qué?
—Porque nunca están contentos.
—¿Por qué?
—Porque están empezando, por eso.
En una carta a un amigo, el poeta mexicano Carlos Pellicer escribió: «Tengo veintitrés años y creo que el mundo tiene mi misma edad». Los cuentos de Skármeta están marcados por una idéntica convicción: el país, el mar, el sol, el oficio, son cosas que comienzan. Con voluntad adánica, el protagonista de «El joven con el cuento» dice: «En cuanto estuve en la roca, me paré sobre ella y dije los nombres de todas las cosas que allí había». El entorno es bautizado como si iniciara su existencia. El narrador no sabe lo que ocurrirá, pero quiere decirlo. En forma estimulante, convierte la incertidumbre en técnica. A punto de arrancar, descubre la belleza de no estar seguro de nada.
En «Relaciones públicas», el rito de iniciación hace referencia a un trance decisivo: el paso del odio al afecto. Una obligada rivalidad física se transforma en voluntaria complicidad emocional.
Para su segundo libro, Desnudo en el tejado, que ganó el Premio Casa de las Américas de 1969, Skármeta ya dominaba dos registros estilísticos fundamentales: los relatos de tramas rápidas que se dirigían a un certero desenlace y prosas líricas donde la anécdota era ante todo una oportunidad para que las metáforas se exaltaran hasta la alucinación.
«Basketball», «El ciclista del San Cristóbal» y «A las arenas» pertenecen a la primera categoría, pero incluyen pasajes de éxtasis en los que el lenguaje se desboca. El ciclista pedalea en sensual desafío al cosmos: «Y de un último encumbramiento que me venía desde las plantas llenando de sangre linda, bulliciosa, caliente, los muslos y las caderas y el pecho y la nuca y la frente, de un coronamiento, de una agresión de mi cuerpo a Dios, de un curso irresistible, sentí que la cuesta aflojaba un segundo y abrí los ojos y se los aguanté al sol».
Con Chéjov, Hemingway y Saroyan, Skármeta aprendió a servirse de tramas esenciales, pero incorporó ahí momentos de «locura» poética. Si algunos de los mejores relatos de Cortázar se ubican en una región de umbral, donde lo verificable roza lo fantástico, Skármeta, que dedicó su tesis de maestría al escritor argentino, enrarece la realidad de otra manera, dotándola de exaltación poética.
Quienes comenzábamos a escribir a principios de los años setenta del siglo pasado encontramos en él a un joven gurú. Nada mejor para un aprendiz que un maestro cuyo tema obsesivo es el arte de comenzar.
La primera frase de Desnudo en el tejado (1969) confirmó a Skármeta como un experto en los inicios: «Además era el día de mi cumpleaños». Yo ignoraba que una historia podía arrancar in media res («en mitad de la cosa»). La acción ya ha comenzado y el lector la «interrumpe». Aquella desconcertante primera línea despertaba la curiosidad: ¿además de qué?, ¿qué podía haber sucedido antes?
En 1973 subrayé este pasaje en el tercer libro de Skármeta, Tiro libre: «Pienso: cuando sea grande voy a saber qué decir en estos casos; voy a tener la jeta llena de palabras; dejaré de agazaparme como un gato, de manosear los libros y la sombra». El narrador se refiere a la dificultad de confiarle sus sentimientos a una chica. Supongo que me identifiqué con ese desafío, pero también con el deseo de que el futuro me otorgara la elocuencia que no podía tener entonces.
Los jóvenes de Skármeta son páginas en blanco, borradores de sí mismos, prólogos de vidas por venir. En el futuro habrá palabras. La paradoja es que quienes no tienen nada que decir son dichos con maestría. El tartamudeo de los personajes es la elocuencia del narrador.
Un expediente personal
Leer en el momento preciso a un especialista en los inicios resulta decisivo para un futuro escritor. Recurro al testimonio autobiográfico para que se entienda mejor el impacto que Skármeta tuvo a fines de los sesenta y principios de los setenta en el contexto latinoamericano. En 1971 cumplí quince años y mi mejor amigo me recomendó un urgente manual de autoayuda para conquistar chicas y sobrevivir al restrictivo mundo de los mayores: la novela De perfil, de José Agustín. La trama se ubicaba en un barrio de clase media muy parecido al mío y los predicamentos del protagonista eran los mismos que no me atrevía a confesar. Un espejo interior que reflejaba anhelos, zozobras, oportunidades perdidas. Entendí, por primera vez y para siempre, que el principal personaje de la literatura es el lector.
Ningún libro me había incluido de ese modo. Esta epifanía me hizo decirle a mi mejor amigo mientras circulábamos en un tranvía: «Voy a escribir». Me vio como si hubiera dicho que quería asaltar un banco o ser el primer astronauta mexicano. Hasta ese momento mis principales intereses habían sido el rock, la televisión, las crónicas de fútbol y los comics. El salto a la literatura parecía un atrevimiento digno de los hombres bala que por aquel entonces volaban en los circos.
En el periódico Excélsior descubrí que la Universidad Nacional impartía un taller de cuento gratuito y decidí presentarme. Había escrito un relato y solo uno. Un miércoles, a las siete de la noche, llegué al piso 10 de la Torre de Rectoría. Todas las luces estaban apagadas menos una. Bajo un resplandor triangular, el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja revisaba manuscritos. Roberto Bolaño inmortalizó en Los detectives salvajes el taller del poeta Juan Bañuelos, que sesionaba los martes en el mismo sitio. En ambos talleres participaba José Alfredo Zendejas, que asumiría el alias poético de Mario Santiago Papasquiaro y pasaría a la ficción como Ulises Lima, investigador rebelde de la realidad que protagoniza Los detectives salvajes. Yo era el más joven del taller y Zendejas me tomó bajo su tutela. Me preguntó por mis poetas favoritos, valoró mi sincera ignorancia y se propuso adiestrarme. Donoso Pareja, por su parte, me preguntó cuántos cuentos había escrito. «Dos», contesté para hacerme el prolífico. «Tráelos la próxima semana», sugirió el maestro que acababa de publicar la antología Prosa joven de la América hispana, pero no parecía muy convencido de tener a un alumno tan joven.
Escribí un segundo cuento a toda prisa, ubicado en una mina (tema que desconocía por completo), con el ingenuo afán de apoyar a la clase obrera desde mi prosa. Con equivocada benevolencia, Donoso Pareja atribuyó este relato a una etapa «anterior» (¡cómo si yo pudiera tener una fase previa a los quince años!) y consideró que el otro cuento (el primero que había escrito) mostraba que ya podía prescindir de esos defectos. Total que fui aceptado en el taller.
La novela latinoamericana era entonces una dilatada forma de la complejidad. Conversación en La Catedral, El recurso del método, Yo, el supremo, Cambio de piel, El otoño del patriarca y Rayuela asumían la literatura como un voraz y erudito experimento. No era fácil emular esas desmesuradas invenciones.
La generación del boom llevó la literatura al centro de la discusión cultural y política, y a la primera plana de los periódicos. También tuvo un efecto de «arrastre», interesando al gran público en autores de la generación anterior, más interesados en escribir que en proclamar la novedad de su escritura. Onetti, Rulfo, Borges, Bioy Casares, Felisberto Hernández se convirtieron en mis dioses tutelares, junto con el Cortázar cuentista. De modo confuso traté de unir mis pasiones contraculturales con la literatura de umbral, donde el realismo colindaba con lo fantástico. «Tienes que leer a Skármeta», me dijo Donoso Pareja, que había incluido al autor chileno en su antología. Como de costumbre, José Alfredo Zendejas (aka Mario Santiago) se me había adelantado. Conocía al autor y apoyó la recomendación.
En 1976 obtuve un segundo lugar en cuento en el concurso de la revista universitaria Punto de Partida. En ese mismo certamen, Roberto Bolaño obtuvo tercer lugar en poesía. Uno de los jurados era el cuentista chileno Poli Délano, exiliado en México, que advirtió la influencia de Skármeta en mi cuento. En el coctel de premiación, Poli y yo hablábamos del tema cuando se nos acercó Bolaño. Se incorporó a la plática y, con su apasionado gusto por los extremos, lamentó haber sido premiado («si acaso merezco una amonestación») y encomió a Skármeta, comparándolo con los grandes escritores rusos.
Muchos años después, Rodrigo Fresán y yo conversamos con Bolaño sobre la relación entre el relato «A las arenas», de Skármeta, y Los detectives salvajes. En ambos textos un mexicano y un chileno parten on the road, dispuestos a hacer una indagación poética del mundo. En «A las arenas», los protagonistas venden su sangre para asistir a un concierto de jazz. Para merecer el arte, hay que vivir en consecuencia, entendiendo que respirar y morder y gritar y salivar pueden ser actos poéticos. Quien acepta los riesgos de moverse en la delgada línea que separa la locura de la inspiración, y se atreve a ofrendar su sangre, es ya un poeta vivencial aunque carezca de obra.
Como de costumbre, Roberto estuvo en desacuerdo con nosotros («¿Por qué usted siempre lleva la contraria?», le preguntó la periodista Mónica Maristain. «Yo nunca llevo la contraria», respondió con humor Bolaño, negando la afirmación y confirmándola a la vez). Para entonces, ya se había distanciado de su temprana pasión por Skármeta y, como todo autor, modificaba el linaje al que quería pertenecer. Pero las similitudes están ahí y contribuyen a explicar la atmósfera cultural en la que Fresán comenzó a escribir en Argentina, Bolaño en Chile y yo en México.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Antonio Skármeta nació en Antofagasta, Chile, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad de Chile y Literatura en la Universidad de Columbia, Nueva York. Enseñó en varias universidades chilenas y norteamericanas. Tradujo clásicos norteamericanos, escribió y dirigió teatro y cine. Vivió quince años en Alemania, donde enseñó guion en la Academia para Cine y Televisión de Berlín. De su obra narrativa, traducida a más de treinta idiomas, cabe destacar los libros de cuentos El entusiasmo, Desnudo en el tejado, Tiro libre, El ciclista del San Cristóbal y Libertad de movimiento, así como las novelas Soñé que la nieve ardía, Ardiente paciencia (El cartero de Neruda), La velocidad del amor, La boda del poeta, La chica del trombón, El baile de la victoria, Un padre de película y Los días del arcoíris. Varias de sus obras se han llevado al cine, como El cartero de Neruda, también transformada en una ópera. Su trabajo literario fue reconocido con el Premio Nacional de Literatura, el Médicis de Francia, la Medalla Goethe de Alemania y los premios Grinzane Cavour, Elsa Morante y Ennio Flaiano de Italia, además de la Orden Marko Marulic de Croacia. También fue embajador de Chile en Alemania, escribió letras para música de varios compositores y fue creador y conductor de programas literarios.