Falleció el pintor colombiano Marcial Alegría, la memoria primitivista de Lorica
El pintor colombiano, destacado por plasmar el folclor y la vida cotidiana de Córdoba en sus lienzos, falleció en Lorica, Córdoba, en la noche del miércoles 14 de febrero debido a problemas respiratorios. Revivimos un texto que describe la vida y obra de Marcial Alegría.
Daniela Villamarín Solorza
Pese a que las obras de don Marcial se venden en dólares a turistas y han sido expuestas en más de 14 países, centenares de ellas todavía cuelgan, desconocidas, en las paredes de su casa. Nacido en San Sebastián, en el municipio de Lorica, la historia de cómo este campesino descubrió la pintura parece sacada de una película, porque lo fue.
La casa del maestro Marcial está llena de números telefónicos escritos con marcador. Hay algunos en la fachada, otros en las paredes del taller y una veintena más en la sala que adecuó frente a un pequeño televisor, que transmite Caracol casi todo el día. Sentado en una silla manchada de pintura, y rodeado de gatos y gallinas, dijo que eran los números de las personas que fueron a buscarlo y le pidieron una segunda conversación.
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“‘Aquí le dejo mi teléfono pa’ que me llame’, me decían siempre. Y yo nunca los llamé”, contó entre risas. Fama en su pueblo. Desconocimiento en el resto del país. Anonimato en los cuadros que se han colgado con su nombre en galerías de 14 países del mundo. Marcial Alegría vivió feliz en la casa humilde de fachada color verde que construyó cuando vendió, casi por suerte, su primera pintura.
“Cuando Lorica todavía era un pueblo oscuro y solo tenía lamparitas antiguas y pequeños mechoncitos de luz, los muchachos me invitaron a ver una película”, les hubiese dicho a todos los turistas. Esa noche, en un acalorado y pequeño cine de Lorica, don Marcial conoció la historia que le cambió la vida.
“La protagonista era una campesina que se la pasaba lavando ropa y sacando carbón. Sus seis hijos dormían en el piso y, como yo, también era pobre. Se me salían las lágrimas de verlos sufrir”. En Quinto Patio, la película mexicana de los años 50 que vio esa noche, el hijo de la mujer se aventura a pintar murales con el carbón. Empieza a llenar galerías con sus obras, le compra una casa a su familia y es ovacionado por una multitud que va a aprendiendo a reconocer su talento. “Eso me hizo pensar: ¿Qué hizo ese niño que no pueda hacer yo?”.
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Como si la vida le hubiera susurrado el futuro, don Marcial regresó a su casa con un nuevo sueño entre las manos. “Me dijo: ‘¡Negra!, mañana me vas a comprar cartulina y lienzo’”, recordó su esposa Rita, sentada sobre el muro verde viche de su casa, moviendo los pies para impulsar un columpio invisible. “Al otro día fui a Lorica, le compré lo que me pidió y él se puso a pintar”.
Marcial Alegría lo intentó todo. Con 35 años, ya se había dedicado a la alfarería y creado un sinfín de animales y vasijas a punta de barro cocido. Había sido jornalero y sembrado frijol, maíz y yuca bajo el sol ardiente de la costa Caribe. Había pescado horas y horas en la madrugada, para no decepcionar al padre que le tejió su primera atarraya.
Con las pinturas que su esposa Rita le dejó sobre la mesa de la sala, que luego se convirtió en su taller, hizo su primer cuadro y adornó la casa de sus padres. Cuando lo terminó sacó otro papel. Y otro. Y después de ese siguió pintando todo lo que conocía: personas descalzas en las calles arenosas de su pueblo, pescadores lanzando sus redes al río, corralejas, bandas folclóricas y bailes tradicionales. Pintó la iglesia, los pájaros cantando en el verano; los buques navegando por el Sinú, que hizo marrón como el café con leche; los caimanes, sombreros vueltiaos y el pescado frito. En las noches dormía tranquilo, aferrado a la promesa que le hizo el niño de los murales en la pantalla. Sabía que la ficción no tenía nada que envidiarle a la realidad.
“Hasta que llegaron unos gringos, vieron mis pinturas y me fueron a llamar”, dice sonriendo con sus pantalones cortos y su camiseta de la selección Colombia. “Esos gringos se enamoraron de mis obras y me compraron hasta la última cartulina”. Los extranjeros se fueron de San Sebastián con todas las pinturas de don Marcial en la maleta y pagaron en dólares por cada una. “Me dieron US$200, en ese tiempo, cuando la plata no valía nada y yo ni siquiera sabía lo que eran”.
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Pero antes de irse, los turistas le enseñaron que su arte tenía un nombre. “Me dijeron: eso es ‘primitivismo’, y así le puse”. Los extranjeros se llenaron la boca con tecnicismos, intentando explicarle a don Marcial: movimiento artístico, ruptura de la ilustración, predominancia de la experiencia, regreso a lo simple, retrato de lo sencillo, lo sublime. Así sin más. Don Marcial entendió lo que le importaba: su arte era pintar la vida sin necesidad de decorados. “Maestro, siga pintando que usted va a ser famoso”, sentenció el gringo antes de irse para siempre.
Eso hizo desde entonces. Cambió los dólares, compró un lote y construyó su casa. Consiguió una mesa larga y un ventilador de techo que puso en su taller, donde pintó sin sofocarse. Compró una lavadora, una estufa, una moto y mandó a enmarcar las fotos de la familia. Luego las colgó por toda la casa, justo al lado de sus pinturas, que ya eran sobre lienzo porque sus compradores se quejaron. “Me tocó comprar lienzo porque eso se rompía llegando a las grandes ciudades del mundo”, dijo él. “Y desde ahí las empaqué en un rollito que llegaba a donde fuera”.
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Las pinturas de don Marcial están en el Museo Nacional, en Bogotá, y han ido a Italia, Francia, China, Tailandia, Siria, Jamaica, Inglaterra, Alemania, Bélgica y Egipto. Él las acompañó a varios de sus viajes por el mundo, pero siempre volvió buscando a Rita, que lo esperó en su casa con los gatos hasta el último día.
Durante sus últimos días, centenares de sus cuadros colgaron de estibas en las paredes blancas de la casa con techo de zinc. El ventilador sopló aire caliente sobre la mesa llena de pintura, donde los turistas se sentaron muchas veces a pintar. Los mismos que luego huían del calor buscando agua fría o una paleta, con muchas fotos de los cuadros en su celular y ni una sola obra del artista. Tantas veces la ropa de la familia se secó colgada de un cordón, mientras Rita cambió un cilindro de gas por otro antes empezar a cocinar. Tantas tardes su nieta jugó con las gallinas, su hijo besó a la gata Juancha y don Marcial sonrió con la cara arrugada y la piel manchada por el sol.
“Soy muy feliz. Y lo seré hasta el momento en que Dios me necesite”, dijo.
Afuera de su casa, apoyado contra la pared, La Pesadilla, su cuadro favorito, espera un comprador.
***
El pintor colombiano Marcial Alegría falleció en Lorica, Córdoba, la noche del miércoles 14 de febrero, a causa de problemas respiratorios. El alcalde de San Sebastián, Juan García, expresó sus condolencias por la pérdida de un destacado miembro de la comunidad, afirmando: “La partida de Marcial Alegría es una pérdida incalculable para nuestro pueblo. Su arte ha enriquecido nuestras vidas y su legado perdurará en nuestras memorias para siempre. Enviamos nuestras más sinceras condolencias a su familia y seres queridos durante este difícil momento”.
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Pese a que las obras de don Marcial se venden en dólares a turistas y han sido expuestas en más de 14 países, centenares de ellas todavía cuelgan, desconocidas, en las paredes de su casa. Nacido en San Sebastián, en el municipio de Lorica, la historia de cómo este campesino descubrió la pintura parece sacada de una película, porque lo fue.
La casa del maestro Marcial está llena de números telefónicos escritos con marcador. Hay algunos en la fachada, otros en las paredes del taller y una veintena más en la sala que adecuó frente a un pequeño televisor, que transmite Caracol casi todo el día. Sentado en una silla manchada de pintura, y rodeado de gatos y gallinas, dijo que eran los números de las personas que fueron a buscarlo y le pidieron una segunda conversación.
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“‘Aquí le dejo mi teléfono pa’ que me llame’, me decían siempre. Y yo nunca los llamé”, contó entre risas. Fama en su pueblo. Desconocimiento en el resto del país. Anonimato en los cuadros que se han colgado con su nombre en galerías de 14 países del mundo. Marcial Alegría vivió feliz en la casa humilde de fachada color verde que construyó cuando vendió, casi por suerte, su primera pintura.
“Cuando Lorica todavía era un pueblo oscuro y solo tenía lamparitas antiguas y pequeños mechoncitos de luz, los muchachos me invitaron a ver una película”, les hubiese dicho a todos los turistas. Esa noche, en un acalorado y pequeño cine de Lorica, don Marcial conoció la historia que le cambió la vida.
“La protagonista era una campesina que se la pasaba lavando ropa y sacando carbón. Sus seis hijos dormían en el piso y, como yo, también era pobre. Se me salían las lágrimas de verlos sufrir”. En Quinto Patio, la película mexicana de los años 50 que vio esa noche, el hijo de la mujer se aventura a pintar murales con el carbón. Empieza a llenar galerías con sus obras, le compra una casa a su familia y es ovacionado por una multitud que va a aprendiendo a reconocer su talento. “Eso me hizo pensar: ¿Qué hizo ese niño que no pueda hacer yo?”.
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Como si la vida le hubiera susurrado el futuro, don Marcial regresó a su casa con un nuevo sueño entre las manos. “Me dijo: ‘¡Negra!, mañana me vas a comprar cartulina y lienzo’”, recordó su esposa Rita, sentada sobre el muro verde viche de su casa, moviendo los pies para impulsar un columpio invisible. “Al otro día fui a Lorica, le compré lo que me pidió y él se puso a pintar”.
Marcial Alegría lo intentó todo. Con 35 años, ya se había dedicado a la alfarería y creado un sinfín de animales y vasijas a punta de barro cocido. Había sido jornalero y sembrado frijol, maíz y yuca bajo el sol ardiente de la costa Caribe. Había pescado horas y horas en la madrugada, para no decepcionar al padre que le tejió su primera atarraya.
Con las pinturas que su esposa Rita le dejó sobre la mesa de la sala, que luego se convirtió en su taller, hizo su primer cuadro y adornó la casa de sus padres. Cuando lo terminó sacó otro papel. Y otro. Y después de ese siguió pintando todo lo que conocía: personas descalzas en las calles arenosas de su pueblo, pescadores lanzando sus redes al río, corralejas, bandas folclóricas y bailes tradicionales. Pintó la iglesia, los pájaros cantando en el verano; los buques navegando por el Sinú, que hizo marrón como el café con leche; los caimanes, sombreros vueltiaos y el pescado frito. En las noches dormía tranquilo, aferrado a la promesa que le hizo el niño de los murales en la pantalla. Sabía que la ficción no tenía nada que envidiarle a la realidad.
“Hasta que llegaron unos gringos, vieron mis pinturas y me fueron a llamar”, dice sonriendo con sus pantalones cortos y su camiseta de la selección Colombia. “Esos gringos se enamoraron de mis obras y me compraron hasta la última cartulina”. Los extranjeros se fueron de San Sebastián con todas las pinturas de don Marcial en la maleta y pagaron en dólares por cada una. “Me dieron US$200, en ese tiempo, cuando la plata no valía nada y yo ni siquiera sabía lo que eran”.
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Pero antes de irse, los turistas le enseñaron que su arte tenía un nombre. “Me dijeron: eso es ‘primitivismo’, y así le puse”. Los extranjeros se llenaron la boca con tecnicismos, intentando explicarle a don Marcial: movimiento artístico, ruptura de la ilustración, predominancia de la experiencia, regreso a lo simple, retrato de lo sencillo, lo sublime. Así sin más. Don Marcial entendió lo que le importaba: su arte era pintar la vida sin necesidad de decorados. “Maestro, siga pintando que usted va a ser famoso”, sentenció el gringo antes de irse para siempre.
Eso hizo desde entonces. Cambió los dólares, compró un lote y construyó su casa. Consiguió una mesa larga y un ventilador de techo que puso en su taller, donde pintó sin sofocarse. Compró una lavadora, una estufa, una moto y mandó a enmarcar las fotos de la familia. Luego las colgó por toda la casa, justo al lado de sus pinturas, que ya eran sobre lienzo porque sus compradores se quejaron. “Me tocó comprar lienzo porque eso se rompía llegando a las grandes ciudades del mundo”, dijo él. “Y desde ahí las empaqué en un rollito que llegaba a donde fuera”.
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Durante sus últimos días, centenares de sus cuadros colgaron de estibas en las paredes blancas de la casa con techo de zinc. El ventilador sopló aire caliente sobre la mesa llena de pintura, donde los turistas se sentaron muchas veces a pintar. Los mismos que luego huían del calor buscando agua fría o una paleta, con muchas fotos de los cuadros en su celular y ni una sola obra del artista. Tantas veces la ropa de la familia se secó colgada de un cordón, mientras Rita cambió un cilindro de gas por otro antes empezar a cocinar. Tantas tardes su nieta jugó con las gallinas, su hijo besó a la gata Juancha y don Marcial sonrió con la cara arrugada y la piel manchada por el sol.
“Soy muy feliz. Y lo seré hasta el momento en que Dios me necesite”, dijo.
Afuera de su casa, apoyado contra la pared, La Pesadilla, su cuadro favorito, espera un comprador.
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