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Monica Vitti vivió recluida las últimas dos décadas, pero nunca fue olvidada. La actriz italiana es recordada por su vis cómica y también por el misterio que otorgó a las obras maestras de su mentor, Michelangelo Antonioni. Con ella acaba para siempre una página de la historia del cine.
Hay noticias que merecen pocas palabras: “Roberto Russo, su pareja durante todos estos años, me pidió que comunicara que Monica Vitti ha muerto. Lo hago con dolor, afecto y melancolía”, anunció el exalcalde de Roma y escritor Walter Veltroni, en sus redes.
“La Vitti”, tratamiento que los italianos emplean para revestir a alguien de familiaridad, había cumplido 90 años el pasado 3 de noviembre, pero el mal del alzheimer, que apagó su vida, la mantuvo fuera de escena en su casa romana desde 2002.
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Italia lamenta su pérdida
“Con su muerte tengo la impresión de que se va toda una forma de cine”, lloró otro romano de excepción, Carlo Verdone, poniéndola al nivel de la otra gran dama, Anna Magnani.
Se desconoce si Vitti, siempre discreta, tendrá capilla ardiente, aunque el alcalde de Roma, Roberto Gualtieri, avanzó que “la ciudad llora junto a todo el país y le rendirá el homenaje que merece una estrella”.
El primer ministro del país, Mario Draghi, expresó su tristeza por la pérdida de una artista que, dijo, “conquistó generaciones de italianos con su espíritu, su talento y su belleza”, mientras que su titular de Cultura, Dario Franceschini, la coronó como “reina del cine italiano”.
Otra gigante, Sophia Loren, no escondió su tristeza: “Lo lamento, estoy muy dolida. Era una gran actriz”, aseguró a la agencia Ansa, subrayando que la última vez que se vieron fue en el funeral de Marcello Mastroianni, fallecido en 1996.
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Una vida consagrada al arte
Monica Vitti encarnaba ese tipo de actrices capaces de transitar sin inmutarse entre la comedia y el drama, llenando las películas con su apabullante presencia rubia, su mirada rasgada, sus altos pómulos, su elegancia, sensualidad y su inolvidable voz ronca.
Nacida en la Roma fascista de 1931, se quedó prendada del teatro mientras su país se hundía en la guerra. Se la conocería por su nombre artístico, más fácil de recordar que el de bautismo, Maria Luisa Ceciarelli, un apellido que en italiano suena a trabalenguas.
Su debut se produjo con 14 años, haciendo de anciana con una peluca blanca en la obra teatral “La Nemica” (1916), y aquella noche acabó con la ovación del público y la bendición de la crítica.
Eran años en los que aquella muchacha romana encandilaba con los clásicos de Shakespeare, Molière o Brecht, con los que acabó seduciendo al gran cineasta Antonioni.
Lo que empezó como una amistad, rápido mutó en amor y después en una prolífica relación artística, pues fue Antonioni quien la introdujo en el cine más intelectual, contando con ella por primera vez en “El grito” (1957), como dobladora de Dorian Gray.
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Después llegarían sus papeles más recordados, sobre todo para la conocida como “Trilogía de la incomunicación”: “La aventura” (1960) -su debut en Cannes-, “La noche” (1961) y “El eclipse” (1962), un mosaico de sentimientos y silencios con el que llegó al mundo.
Luego el cine italiano dejaría atrás el Neorrealismo que se impuso tras la Segunda Guerra Mundial para adentrarse en algo nuevo, más intimista, dirigido a la burguesía, y así llegó “El desierto rojo” (1964) y el León de Oro a Antonioni, que ante el jurado de Venecia confesó el influjo de su compañera en su aplaudida obra.
A finales de los sesenta, la actriz se dedicó sin embargo en cuerpo y alma a un género para el que estaba especialmente dotada, la comedia “all’italiana”, metiéndose al público en el bolsillo.
Vitti divertía con cintas como “La ragazza con la pistola” (1968), de Mario Monicelli; “El demonio de los celos” (1970) de Ettore Scola, y “El cinturón de castidad” (1967) o “Amor mío, ayúdame” (1969), de Alberto Sordi, con quien fraguaría una amistad eterna.
Con él rodó “Polvere di Stelle” (1973), una comedia de tono erótico del que salió el himno de toda fiesta en Italia, “Ma ‘ndo Hawaii”: “¡Pero dónde vas, si no tienes la banana”, cantan ambos, sumidos en un verdadero espectáculo de variedades.
Reivindicada siempre como “antidiva”, por ese carácter socarrón y campechano tan propio de los romanos, también es ensalzada como emblema de mujer emancipada.
Basta pensar que vivió sus grandes amores sin casarse en un tiempo en el que pasar por el altar era casi obligatorio y solo lo hizo en el 2000 para unirse a Roberto Russo, el hombre que la acompañó en el ocaso.