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Todo era confuso, equivocado, pero la única forma de entenderlo es examinarlo con calma a la luz de lo que pienso hoy en día. Precisamente porque ahora soy capaz de contemplar aquel viaje a la mina como un sueño de otro tiempo, puedo describirlo con cierta claridad. Nunca habría sido capaz de llegar hasta acá si no hubiera disfrutado de la distancia necesaria para arrastrar el pasado hasta un presente donde puedo examinarlo hasta el ultimo detalle.
Hay un joven del que no sabemos su nombre. Hay un joven que ha escapado de su casa en Tokio, de su familia acomodada, de su universidad cara y de dos amores que lo atormentaban. No sabemos mucho de la vida de ese hombre, además de esos detalles vacuos. Un hombre que ha huido a las montañas y solo quiere morir, que necesita morir. El personaje de El minero, la séptima novela escrita por el japones Natsume Suseki, se encuentra en su camino hacia el suicidio con un hombre, Chozo, que le convence de ir a una mina, de convertirse en un minero. Al protagonista, aquella profesión le parece casi lo mismo –o incluso peor– que dejarse morir de hambre o lanzarse por un abismo, entonces acepta. Comienza un recorrido por el interior del país cruzando caminos eternos con hambre y el clima feroz del invierno. Durante el trayecto el joven se topa con las principales causas que llevan al hombre a perderse por el camino que lleva a sí mismo. Nada es más aterrador que ir en un túnel oscuro y que, de repente, se encienda una luz y haya un espejo de frente, nada más que nosotros mismos, nada distinto a nuestros propios monstruos.
Se supone que los seres humanos tienen que enfadarse, se supone que deben rebelarse. Es su naturaleza. Obligarse a convertirse en una criatura que no se irrita por nada, que no se revuelve, equivale a ser un idiota (...). Creo firmemente que el cambio que se ha operado en mí es lo que me ha convertido en un verdadero ser humano. Si profundizamos en el asunto, nos damos cuenta de que el carácter cambia cada hora, lo cual es normal, como normales son las contradicciones inherentes a ese proceso. (Si le interesa leer más sobre Retratos Literarios Orientales, entre acá: Kenzaburo Oé: El dolor, esa resignificación de la vida)
Suseki escribió El minero en 1908, una época en que la mina del monte Ashio, el modelo en el que se fijó, daba aún mucho de qué hablar a causa de los problemas medioambientales que generaba. Quizá pensó que un enfoque naturalista de la historia cambiaría el punto de vista de los ciudadanos sobre el tema, aunque al final optó por adoptar un tono más social y terminó por escribir una obra en la que el tema es la transformación de la conciencia del narrador, con el trasfondo realista de la vida en una mina, un entorno donde no ocurre nada especial. La descripción del paisaje y del ambiente, cuando habla de montañas cubiertas de nubes por las que camina el extraño grupo que acompaña al protagonista en su peregrinaje, es una alegoría al estado emocional del joven. El marco en el que se manifiestan los cambios de conciencia en un ser humano, en este caso en un joven de 19 años que ha huido de casa, es precisamente el camino hacia la mina.
Soseki detalla a la perfección cómo los personajes se van aislando del mundo que les rodea. La visión de las condiciones de los mineros que el escritor japonés retrata en su novela es pesimista y permite que el protagonista vaya recorriendo el camino de la introspección personal desde el desamparo y el desarraigo hasta la oscuridad de las profundidades de la mina para, finalmente, emerger de ella con una nueva perspectiva sobre sí mismo y sobre lo que deberá ser en adelante su vida.
Esa visión pesimista se focaliza sobre el grupo de mineros, en contraposición a la individualidad del personaje protagonista. Esa mina destruye con más ferocidad a quienes trabajan en ella, es imposible dulcificar cualquier aspecto de sus existencias. Esto se observa en las palabras del personaje de Yasu, un atípico minero que quita la venda de los ojos del protagonista y le impulsa a tomar una nueva conciencia sobre la decisión que quiere tomar: “Aún eres muy joven. Demasiado como para ser arrojado a este agujero. Esto es un vertedero de deshechos humanos. Un cementerio de vivos. Una trampa mortal. Una vez aquí, por mucha dignidad que tengas, ya no serás capaz de salir”. O también, en las reflexiones del narrador protagonista, para los que la colectividad de los mineros no le suscita más que horror y desapego: “Había llegado a la conclusión de que todos y cada uno de los diez mil mineros que allí había eran monstruos, animales sin la más mínima traza de inteligencia o humanidad”.
(Si le interesa este especial, entre acá: Lu Xun: Pensar, escribir, contestar)
Este libro es un recorrido por la mente de ese minero que se esconde en ese agujero de las responsabilidades de estar vivo y que encuentra allí, entre la peste y la muerte, la única forma de sobrevivir en el mundo: defendiendo su individualidad, asumiendo y creyendo fielmente en que todos somos distintos, únicos, y eso no quiere decir que seamos especiales, sino distintos. Y eso es lo único que necesitamos saber.