Navegando la ruta de Manuel Zapata Olivella
Viaje por el Sinú, a propósito de que el Ministerio de Cultura anunció que 2020 será el “Año del centenario de Manuel Zapata Olivella”. Crónica.
Jorge Luis Garcés González * / Especial para El Espectador
Llegamos después de las nueve. Sobre Lorica el cielo estaba encapotado. En la muralla, que se codea con el histórico mercado, un hombre flaco, de pantalón azul, sentado en el último escalón, descamaba un bocachico sobre una tabla que lavaba con manotadas de agua del río. A nuestras espaldas, un grupo familiar interiorano desayunaba animadamente. El calendario marcaba el primer sábado de septiembre. Nosotros éramos cinco, encabezados por el profesor de la Universidad de Córdoba Mauricio Burgos, dispuestos a hacer la ya conocida Ruta de Manuel Zapata Olivella: la Ruta de Manuel. En otras palabras, transitar por las topologías que conoció y utilizó Manuel para escribir sus novelas Tierra mojada y En Chimá nace un santo, sus libros que se desarrollan en el Sinú legendario. (¿Por qué 2020 fue declarado por el Mincultura Año del Centenario de Manuel Zapata Olivella?).
Esto de las rutas ya tiene su historia y forma parte de una metodología del conocimiento. En este día se intenta hacer la ruta de Tierra mojada, la ruta de Los Secos, la ruta lanceolada del arroz, la ruta de los campesinos desplazados, la ruta que nos llevará a diversos caños, a los enormes y tupidos árboles de mangle, a la desembocadura del río Sinú (modificada en 1945) y luego al mar Caribe.
Claro, la Ruta de Manuel tiene antecedentes en la historia de la literatura: por ejemplo, la Ruta del Quijote que indagó y escribió Azorín (José Martínez Ruiz); la Ruta de Azorín que realizó don Ramón Gómez de la Serna, y, para no alargar, la Ruta de Macondo, que durante todo el año hacen centenares de turistas nacionales y extranjeras para conocer las huellas de García Márquez, creador de Macondo, y las motivaciones profundas de su magia literaria. (Más de la vida y obra de Zapata Olivella).
Ahora tocaba partir. Nos pusimos los salvavidas. Más bien, nos los pusieron. Y bajamos hacia la chalupa. Escalones limpios, de piedra antigua. Unos pájaros negros de picos afilados merodeaban por el contorno. Michael Palencia-Roth, profesor emérito de la Universidad de Illinois, preguntó por su nombre: “María mulata”, le contestó el docente Nicolás Corena. Las nubes sombreadas seguían amenazando desde el cielo.
El motor se encendió y la chalupa se encaminó hacia la mitad del río Sinú. Nos despidió una garza que cruzó hacia la otra barranca. Un acompañante obturó su celular en búsqueda de la blancura de sus alas. Pasamos por el sector en donde el 28 de noviembre de 2004 se echaron al Sinú las cenizas de Manuel Zapata Olivella. Para que el río las llevara al mar; y el mar las condujera a África, matriz de su raza y esencia de su historia.
En ese momento la Ruta de Manuel era la topología completa de Tierra mojada, la novela de Gregorio Correa, de Estebana, del Currao, de Jesús Espitia, de Marco Olivares, de José Darío, de María Teresa, de Carrillito, del perro Mocho. Cruzamos frente a San Nicolás de Bari, corregimiento que en su época tuvo como única forma de vida el contrabando que venía de Panamá; luego, La Doctrina, pueblo arrocero en su momento de esplendor. Después Trementino, vereda que produce hortalizas en cantidades respetables, incluidas las berenjenas gigantes. Enseguida, Sicará. Sobre el río aparecen los primeros balbuceos de la tarulla.
En la barranca se destacan sembrados de plátano, yuca, mango, papoche, coco y, obviamente, arroz. También en la barranca se deja ver la erosión, que se la come a grandes mordiscos. De súbito, en la margen izquierda, aparece un pescador de anzuelo, tranquilo, sosegado, practicando aquello que en uno de sus cuentos proclamó Onelio Jorge Cardoso: “Saber esperar hace parte de la victoria”. “¿Cogerá algo?”, le pregunto a Marcelino Gallego el motorista de la chalupa. “Coge”, contesta el hombre. Y agrega: “Ya la tierra le dio el arroz para comer, ahora el río le da la liga, para completar”. Oigo y callo. La respuesta me convence.
Retrocedo: años ochenta del siglo pasado. Con el transcurrir del tiempo la desembocadura del río se había sedimentado, y los terratenientes aprovecharon para apropiarse de más tierras. La lucha de los campesinos de Los Secos comenzó, precisamente, en 1920. La novela de Manuel, que los inmortaliza, se publicó en 1947. Han transcurrido muchos años. Pero tanto la novela como el problema agrario mantienen vigorosa actualidad, y nadie que desee informarse cómo anda la historiografía de “los asuntos” de la tierra en Colombia puede omitir su lectura.
Desde la chalupa miramos hacia el río. Miramos, pero no vemos. Allí está el espíritu de las aguas. Y más allá, a ambos lados, está el espíritu de la barranca. Y después, en tierra firme, el espíritu de los árboles; la ceiba, la guama, el roble, el cedro, el campano, el ñipiñipi. Y el espíritu del arroz, que el campesino siembra y recoge puntual, practicando un ritual milenario.
Y más allá, cerca de las casas de techos de zinc, las matas de plátano, los palos de mango de sombra florecida, los guayabos de brazos delgados y de mirada expectante. En el agua, cerca de la chalupa en que transportamos y recostada en masa a la orilla, brota una alfombra de tarulla, flor de río, corona de verdes; y próxima a la embarcación, el collar de espumas, la huella fluvial. Vamos por la mitad del río. Miro hacia la derecha. Hay un enorme palo de mango y debajo de él, amparados por su sombra, cuatro hombres, sentados en mecedoras, tranquilos, sin prisa alguna dejan pasar el tiempo y el transcurrir de la vida. A esos, el sociólogo Orlando Fals Borda los llamó “Los dejaos”: dejan que todo pase, no se alteran por nada. La chalupa avanza. Miro hacia la izquierda. Arrimado a la barranca hay un planchón sin pasajeros; en una de sus esquinas se yergue el asta de una bandera nacional, y lo bautizo: este es el planchón de la bandera solitaria.
Pasamos por San Bernardo y un poco más adelante una canoa pintada de azul nos recibe con su nombre escrito en el costillar izquierdo: “No hay como Dios”. El hombre lanza su atarraya. El pelado fondo de su canoa lo delata. No ha pescado nada. Sonríe y nos contesta el saludo. De inmediato, en la misma barranca, un jardín multicolor de musaendas, bonches, margaritas y flor de mandarina. Estamos en la Ruta de Manuel.
La chalupa tumba hacia la derecha. Nos encaminamos hacia Caño Grande y luego hacia el Caño del Hostional. Nos espera la selva de los mangles. El manglar. El mangle colorao, cuyo corazón se utiliza para curtir cueros, el mangle negro, el mangle bobo, el mangle blanco, el mangle Zaragoza. Caño Grande está emboscado por los mangles. Por aquí aparecía El Currao, inolvidable y solidario personaje de Tierra mojada que Manuel, pese a la recomendación de Ciro Alegría, no volvió a utilizar en ninguna de sus novelas. Lástima.
Pasado el mediodía nos detenemos a almorzar sopa de pescado y pescado frito en el Restaurante las Delicias. Muy amable el personal encargado de la deliciosa gastronomía sinuana. Belia Luz Murillo, una joven madre de rostro brillante y líder en la región, nos cuenta que en los ochenta se acentuó la recuperación de la tierra y varios campesinos fueron apresados y llevados a Lorica. “De la cárcel los ayudó a salir el padre Arroyave”, comenta con la mirada entusiasta Belia Luz. Y aclara: “Yo no había nacido, pero esa es la historia, y la refirió Jesús Espitia, el jefe más experimentado de nosotros. Pero la pelea sigue”.
Continuamos hacia el interior de Caño Grande y entramos a los manglares. Canta un Martín pescador. El caño se estrecha. Eludimos algunas ramas bajitas de mangle. La chalupa marcha lenta; a veces se golpea contra la barranca. Al entrar a una curva aparece una gruesa rama de roble obstaculizando el camino. No se pudo remover a la fuerza y entonces tocó recurrir al hacha. Y para ayudar, con hacha en mano, participaron Michael Palencia, Mauricio y el que esto escribe. Salvado el escollo, entramos a la cortina del mangle, que son las raíces que salen del cuerpo de los grandes árboles y se tuercen hacia abajo para beber el agua prieta de los caños. “Por esas ramitas delgadas, nos dice el motorista Marcelino, respira el mangle”. Y él tiene por qué saberlo: es un ecologista natural.
Después de salir de Caño Grande, donde subsisten la garza pingua, la garza parda, el pecho rojo, el machín, el mono colorao y el pato buzo pecho amarillo, entramos al Caño del Hostional, y el área de agua se ensancha. Un inabarcable espejo de agua salobre, pues ya estamos en límites con el mar. Luego penetramos a la ciénaga Navío, y después a un sector que los nativos le llaman la Zona. Marcelino, frente a una pregunta, asegura que en ese amplísimo sector, de oriente a occidente, hay 16 mil hectáreas de mangle.
Y en él sigue vigente la historia de la novela: el problema de la tierra y el comportamiento de los latifundistas. Los Secos, como conglomerado humano, existe. Y sus habitantes continúan pensando que su lucha es válida. Como es válida la experiencia de hacer la Ruta de Manuel. Por río y mar. De Lorica a Punta Bonita. Acompañados en este caso por un estudioso profesor de la Universidad de Illinois, que está empeñado en finalizar una investigación sobre el topos –los espacios y su afecto– en la novelística del maestro Zapata Olivella, quien en 2020, precisamente, cumplirá 100 años de haber nacido.
* Escritor y docente universitario. Director del periódico cultural “El Túnel”, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al francés, al alemán, al eslovaco y al inglés. Su libro más reciente es la analecta erótica: “Banquete sagrado”. jlgarces2@yahoo.es
Llegamos después de las nueve. Sobre Lorica el cielo estaba encapotado. En la muralla, que se codea con el histórico mercado, un hombre flaco, de pantalón azul, sentado en el último escalón, descamaba un bocachico sobre una tabla que lavaba con manotadas de agua del río. A nuestras espaldas, un grupo familiar interiorano desayunaba animadamente. El calendario marcaba el primer sábado de septiembre. Nosotros éramos cinco, encabezados por el profesor de la Universidad de Córdoba Mauricio Burgos, dispuestos a hacer la ya conocida Ruta de Manuel Zapata Olivella: la Ruta de Manuel. En otras palabras, transitar por las topologías que conoció y utilizó Manuel para escribir sus novelas Tierra mojada y En Chimá nace un santo, sus libros que se desarrollan en el Sinú legendario. (¿Por qué 2020 fue declarado por el Mincultura Año del Centenario de Manuel Zapata Olivella?).
Esto de las rutas ya tiene su historia y forma parte de una metodología del conocimiento. En este día se intenta hacer la ruta de Tierra mojada, la ruta de Los Secos, la ruta lanceolada del arroz, la ruta de los campesinos desplazados, la ruta que nos llevará a diversos caños, a los enormes y tupidos árboles de mangle, a la desembocadura del río Sinú (modificada en 1945) y luego al mar Caribe.
Claro, la Ruta de Manuel tiene antecedentes en la historia de la literatura: por ejemplo, la Ruta del Quijote que indagó y escribió Azorín (José Martínez Ruiz); la Ruta de Azorín que realizó don Ramón Gómez de la Serna, y, para no alargar, la Ruta de Macondo, que durante todo el año hacen centenares de turistas nacionales y extranjeras para conocer las huellas de García Márquez, creador de Macondo, y las motivaciones profundas de su magia literaria. (Más de la vida y obra de Zapata Olivella).
Ahora tocaba partir. Nos pusimos los salvavidas. Más bien, nos los pusieron. Y bajamos hacia la chalupa. Escalones limpios, de piedra antigua. Unos pájaros negros de picos afilados merodeaban por el contorno. Michael Palencia-Roth, profesor emérito de la Universidad de Illinois, preguntó por su nombre: “María mulata”, le contestó el docente Nicolás Corena. Las nubes sombreadas seguían amenazando desde el cielo.
El motor se encendió y la chalupa se encaminó hacia la mitad del río Sinú. Nos despidió una garza que cruzó hacia la otra barranca. Un acompañante obturó su celular en búsqueda de la blancura de sus alas. Pasamos por el sector en donde el 28 de noviembre de 2004 se echaron al Sinú las cenizas de Manuel Zapata Olivella. Para que el río las llevara al mar; y el mar las condujera a África, matriz de su raza y esencia de su historia.
En ese momento la Ruta de Manuel era la topología completa de Tierra mojada, la novela de Gregorio Correa, de Estebana, del Currao, de Jesús Espitia, de Marco Olivares, de José Darío, de María Teresa, de Carrillito, del perro Mocho. Cruzamos frente a San Nicolás de Bari, corregimiento que en su época tuvo como única forma de vida el contrabando que venía de Panamá; luego, La Doctrina, pueblo arrocero en su momento de esplendor. Después Trementino, vereda que produce hortalizas en cantidades respetables, incluidas las berenjenas gigantes. Enseguida, Sicará. Sobre el río aparecen los primeros balbuceos de la tarulla.
En la barranca se destacan sembrados de plátano, yuca, mango, papoche, coco y, obviamente, arroz. También en la barranca se deja ver la erosión, que se la come a grandes mordiscos. De súbito, en la margen izquierda, aparece un pescador de anzuelo, tranquilo, sosegado, practicando aquello que en uno de sus cuentos proclamó Onelio Jorge Cardoso: “Saber esperar hace parte de la victoria”. “¿Cogerá algo?”, le pregunto a Marcelino Gallego el motorista de la chalupa. “Coge”, contesta el hombre. Y agrega: “Ya la tierra le dio el arroz para comer, ahora el río le da la liga, para completar”. Oigo y callo. La respuesta me convence.
Retrocedo: años ochenta del siglo pasado. Con el transcurrir del tiempo la desembocadura del río se había sedimentado, y los terratenientes aprovecharon para apropiarse de más tierras. La lucha de los campesinos de Los Secos comenzó, precisamente, en 1920. La novela de Manuel, que los inmortaliza, se publicó en 1947. Han transcurrido muchos años. Pero tanto la novela como el problema agrario mantienen vigorosa actualidad, y nadie que desee informarse cómo anda la historiografía de “los asuntos” de la tierra en Colombia puede omitir su lectura.
Desde la chalupa miramos hacia el río. Miramos, pero no vemos. Allí está el espíritu de las aguas. Y más allá, a ambos lados, está el espíritu de la barranca. Y después, en tierra firme, el espíritu de los árboles; la ceiba, la guama, el roble, el cedro, el campano, el ñipiñipi. Y el espíritu del arroz, que el campesino siembra y recoge puntual, practicando un ritual milenario.
Y más allá, cerca de las casas de techos de zinc, las matas de plátano, los palos de mango de sombra florecida, los guayabos de brazos delgados y de mirada expectante. En el agua, cerca de la chalupa en que transportamos y recostada en masa a la orilla, brota una alfombra de tarulla, flor de río, corona de verdes; y próxima a la embarcación, el collar de espumas, la huella fluvial. Vamos por la mitad del río. Miro hacia la derecha. Hay un enorme palo de mango y debajo de él, amparados por su sombra, cuatro hombres, sentados en mecedoras, tranquilos, sin prisa alguna dejan pasar el tiempo y el transcurrir de la vida. A esos, el sociólogo Orlando Fals Borda los llamó “Los dejaos”: dejan que todo pase, no se alteran por nada. La chalupa avanza. Miro hacia la izquierda. Arrimado a la barranca hay un planchón sin pasajeros; en una de sus esquinas se yergue el asta de una bandera nacional, y lo bautizo: este es el planchón de la bandera solitaria.
Pasamos por San Bernardo y un poco más adelante una canoa pintada de azul nos recibe con su nombre escrito en el costillar izquierdo: “No hay como Dios”. El hombre lanza su atarraya. El pelado fondo de su canoa lo delata. No ha pescado nada. Sonríe y nos contesta el saludo. De inmediato, en la misma barranca, un jardín multicolor de musaendas, bonches, margaritas y flor de mandarina. Estamos en la Ruta de Manuel.
La chalupa tumba hacia la derecha. Nos encaminamos hacia Caño Grande y luego hacia el Caño del Hostional. Nos espera la selva de los mangles. El manglar. El mangle colorao, cuyo corazón se utiliza para curtir cueros, el mangle negro, el mangle bobo, el mangle blanco, el mangle Zaragoza. Caño Grande está emboscado por los mangles. Por aquí aparecía El Currao, inolvidable y solidario personaje de Tierra mojada que Manuel, pese a la recomendación de Ciro Alegría, no volvió a utilizar en ninguna de sus novelas. Lástima.
Pasado el mediodía nos detenemos a almorzar sopa de pescado y pescado frito en el Restaurante las Delicias. Muy amable el personal encargado de la deliciosa gastronomía sinuana. Belia Luz Murillo, una joven madre de rostro brillante y líder en la región, nos cuenta que en los ochenta se acentuó la recuperación de la tierra y varios campesinos fueron apresados y llevados a Lorica. “De la cárcel los ayudó a salir el padre Arroyave”, comenta con la mirada entusiasta Belia Luz. Y aclara: “Yo no había nacido, pero esa es la historia, y la refirió Jesús Espitia, el jefe más experimentado de nosotros. Pero la pelea sigue”.
Continuamos hacia el interior de Caño Grande y entramos a los manglares. Canta un Martín pescador. El caño se estrecha. Eludimos algunas ramas bajitas de mangle. La chalupa marcha lenta; a veces se golpea contra la barranca. Al entrar a una curva aparece una gruesa rama de roble obstaculizando el camino. No se pudo remover a la fuerza y entonces tocó recurrir al hacha. Y para ayudar, con hacha en mano, participaron Michael Palencia, Mauricio y el que esto escribe. Salvado el escollo, entramos a la cortina del mangle, que son las raíces que salen del cuerpo de los grandes árboles y se tuercen hacia abajo para beber el agua prieta de los caños. “Por esas ramitas delgadas, nos dice el motorista Marcelino, respira el mangle”. Y él tiene por qué saberlo: es un ecologista natural.
Después de salir de Caño Grande, donde subsisten la garza pingua, la garza parda, el pecho rojo, el machín, el mono colorao y el pato buzo pecho amarillo, entramos al Caño del Hostional, y el área de agua se ensancha. Un inabarcable espejo de agua salobre, pues ya estamos en límites con el mar. Luego penetramos a la ciénaga Navío, y después a un sector que los nativos le llaman la Zona. Marcelino, frente a una pregunta, asegura que en ese amplísimo sector, de oriente a occidente, hay 16 mil hectáreas de mangle.
Y en él sigue vigente la historia de la novela: el problema de la tierra y el comportamiento de los latifundistas. Los Secos, como conglomerado humano, existe. Y sus habitantes continúan pensando que su lucha es válida. Como es válida la experiencia de hacer la Ruta de Manuel. Por río y mar. De Lorica a Punta Bonita. Acompañados en este caso por un estudioso profesor de la Universidad de Illinois, que está empeñado en finalizar una investigación sobre el topos –los espacios y su afecto– en la novelística del maestro Zapata Olivella, quien en 2020, precisamente, cumplirá 100 años de haber nacido.
* Escritor y docente universitario. Director del periódico cultural “El Túnel”, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al francés, al alemán, al eslovaco y al inglés. Su libro más reciente es la analecta erótica: “Banquete sagrado”. jlgarces2@yahoo.es