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La costumbre de enviar cartas en Navidad, anticuada a fuerza de la inmediatez que vino con el internet, solía ser un ritual importante para quienes tenían familiares o amigos en el exterior. El correo, atiborrado de misivas decembrinas, hacía malabares para alcanzar a llegar a su destino, pero si la carta no había sido enviada con suficiente antelación, era posible que las “felices pascuas” llegaran mucho después de lo acordado.
Este es un hecho sobre el cual Gabriel García Márquez reflexionó en un breve comentario publicado por El Espectador, el 4 de febrero de 1955, en su sección Día a Día. El nobel de literatura comentó, con el humor que lo caracterizaba, uno de los episodios que durante esa época debían ser tan comunes, que era el de recibir cartas con buenos deseos para la época navideña, mucho después de que se bajaran los árboles y se apagaran las luces.
El autor de “Cien años de soledad” es ampliamente recordado por su obra literaria y periodística, pero cada tanto saltan a la cabeza pequeños acontecimientos como este, que normalmente no llegan a perfilarse en sus antologías ni a celebrarse como sus crónicas, pero que dejan ver un poco más del carácter polifacético de su personaje.
Para celebrar esta época de fiesta, reprodujimos íntegro el texto publicado por el autor en este diario.
Navidad en Febrero
Mientras sigan llegando tarjetas, no es posible admitir que ha pasado la Navidad. Para la mayoría, tal vez para la casi totalidad de los cristianos, la Navidad es una fecha con su ambiente y su ángel. Pero para alguien debe ser el recibo de una tarjeta franqueada en una remota oficina de correos de ultramar y para quien piense y sienta de ese modo la Navidad no habrá terminado mientras haya tarjetas atrasadas.
Ayer —jueves 3 de febrero — llegó una tarjeta de Australia. En ella se desean al destinatario “unas felices Pascuas”, que ya fueron y que acaso también fueron felices, pero con una felicidad que de ninguna manera puede atribuirse a los deseos de su grato y remoto corresponsal australiano. Pero lo tremendo no es eso. Lo tremendo es que acaso no fue feliz la Navidad del destinatario, porque le hizo falta saber que además de quienes lo desearon en Holanda, en Egipto o en Brasil, alguien había que lo deseaba también en Australia.
Desde ese ángulo, una tarjeta retrasada puede ser el origen de una catástrofe. Cuántas cosas ahora irremediables habrán ocurrido mientras esa tarjeta conducía, en su negligente andadura de tortuga, un mensaje que en la generalidad de los casos suele ser considerado como convencional y rutinario, pero que por lo menos en una ocasión no lo es. Y no porque venga de Australia, encomendada a esa cosa sin color, sin olor y sin temperatura, que es el correo internacional, que al parecer sabe cuándo comienza, pero ignora en absoluto cuándo termina la Navidad.