Necesitamos una democracia nietzscheana (sobre el fallecimiento de Jean-Luc Nancy)
Esta semana falleció el filósofo Jean-Luc Nancy (1940-2021), uno de los intelectuales franceses más notables de la segunda mitad del siglo XX, heredero del llamado posmodernismo filosófico, feudatario de Nietzsche y de Heidegger. Su obra fue ante todo una reflexión sobre el mundo actual. Recordamos aquí algunas de sus ideas sobre la democracia.
Damián Pachón Soto
En su texto La verdad de la democracia, decía Nancy que “la democracia no es figurable”. Esta aserción no se entiende sin los cambios operados en la segunda mitad del siglo XX, especialmente, sin mayo de 1968, hecho que fue significativo tanto política como filosóficamente para el pensador francés, pues según él: “todo comenzó en el 68: todo, o sea, los prolegómenos de un cambio de civilización”. En efecto, Nancy reconocía la vuelta a la democracia después de la Segunda Guerra Mundial como un claro rechazo a la dictadura y a los totalitarismos, pero estaba seguro, también, como muchos de su generación en Francia, que la izquierda ni los partidos comunistas representaban verdaderamente opciones políticas válidas. Esto se debía a que eran continuaciones de una manera rígida, absolutista, cerrada, de pensar; del apego a una época que sometía todos los contenidos a las formas, a una época de la Historia, de los grandes programas, de las utopías, del progreso, de los sueños revolucionarios, de los metarrelatos como los llamaba Lyotard en La condición posmoderna de 1979.
Para Nancy, en mayo de 1968 lo que apareció como acontecimiento fue un ethos, un modo de ser que cuestionaba las estructuras establecidas, el orden social dado, el régimen intelectual imperante: “Ese ethos tendía a desvincular la acción política del marco convenido para el ejercicio o la toma del poder -ya fuera por la vía electoral o la vía insurreccional- y de la referencia a modelos y doctrinas”, ideologías, cuerpos de pensamiento, etc. Lo que se saludó en el 68 fue “el presente de una irrupción o de una disrupción que no introducía ninguna figura, ninguna instancia, ninguna nueva autoridad”. Por eso, para él esta nueva imagen de la democracia no se correspondía con una forma de gobierno tal como lo había propuesto Aristóteles desde la antigüedad y como se repetía, ante todo, en la modernidad. Contemporáneo de Foucault, Nancy abrazaba una especie de anarquismo, donde aspectos importantes de la política quedaban por fuera o no eran pensados: las instituciones. En su lectura, “si la democracia tiene un sentido, debe ser el de no disponer de ninguna autoridad identificable a partir de un lugar y un impulso diferentes de los de un deseo -una voluntad, una expectativa, un pensamiento- en el cual se exprese y se reconozca una verdadera posibilidad de ser de todos juntos, todos y cada uno de todos”. Se trataba de una potencia de ser, pues la democracia es “espíritu antes de ser forma, institución, régimen político, social”. La democracia se trataba de un ser-con para usar la terminología de Heidegger.
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La democracia es una inspiración que busca que el hombre supere infinitamente al hombre, es la adscripción de lo infinito en lo finito. En la democracia, para que ocurra como potencia del ser en común, el pueblo no puede estar sometido bajo la soberanía, concepto que implica, justamente, que no existe o no se reconoce ningún poder o configuración política por encima del mismo pueblo. Sólo como potencia del ser en común puede superarse el nihilismo y el aniquilamiento del sentido de las sociedades actuales, de esas sociedades supuestamente democráticas. Por eso se requiere una democracia de la distinción, que no encasille, encarcele, sino que evalúe: “necesitamos este aparente oxímoron: una democracia nietzscheana”.
Y es un aparente oxímoron porque, como se sabe, para Nietzsche la democracia misma es hija de los débiles, del espíritu de rebaño heredero del cristianismo y de la modernidad. Pero en Nancy el significante democracia se mantiene re-semantizado, reconceptualizado, con nuevos contenidos, sin que pueda identificarse con la democracia moderna liberal. Es una democracia que rechaza, como Nietzsche, la medianía, la mediocrización, las equivalencias propias del capitalismo. Rechaza esas equivalencias donde “fines, medios, valores, sentidos, acciones, obras y personas”, no son más que sustitución de roles o intercambios de lugares”. La democracia de Nancy, como el proyecto de Nietzsche, busca creación del sentido, introducción de lo nuevo en el tiempo, en fin, superación del nihilismo actual. Se trata de construir un nuevo ser, más allá del individualismo liberal donde todos son intercambiables, sustituibles. La democracia de Nancy es la afirmación de lo común, es decir, busca hacer “posible la afirmación de cada uno, pero una afirmación que solo valga, justamente, entre todos, y en cierto modo para todos, que remita a todos, como a la posibilidad y la apertura del sentido singular de cada uno y de cada relación”. En fin, sería la búsqueda de un ser-juntos donde la política no impone el sentido, sino que posibilita la afirmación misma de muchos sentidos para abrir “toda la riqueza posible que lo infinito es capaz de adoptar”.
Lo que propone Nancy es un nuevo basamento para la democracia, uno sin principios a priori, sin marcos rígidos, uno donde hay un nuevo horizonte más allá de las fórmulas caducas ya fracasadas en la experiencia histórica. La democracia asume al hombre como riesgo y posibilidad, como un sí mismo, como un bailarín sobre un abismo (de nuevo Nietzsche): la democracia “es aristocracia igualitaria”, sin que aristocracia signifique el gobierno de los mejores como en Aristóteles, sino donde alude a distinción, al sentido creado, donde ese nuevo “régimen” sea posible para todos, donde la política sea apertura y no oclusión o cerramiento. Así, la política deja de ser una “verdad venidera” totalitaria y pasa a ser, más bien, una especie de metafísica que funda la democracia misma.
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Esta particular lectura de la política y de la democracia, que sin duda deja a más de uno en el limbo, en la indefinición, donde los principios concretos, las instituciones, la acción política, los marcos normativos, no tienen una relevancia sustancial, solo se comprende en el contexto de una generación desencantada de la política tradicional, como le pasó a Foucault. Al final, ese “segundo desencantamiento” producido en el siglo XX, pues el primero fue el puesto de presente por Max Weber, arrojó a muchos de ellos a cierto adanismo teórico donde pretendieron fundar de nuevo (aunque solo fuera teórica y conceptualmente, según sus críticos) el mundo.
De Nancy queda revisar sus otros libros, como A la escucha, La representación prohibida y su popular La comunidad desobrada, para valorar justamente su puesto en la filosofía del último siglo y, tal vez, así superar cierta percepción que ha hecho carrera entre nosotros sobre el pensamiento francés, a saber, el de sus pretensiones de originalidad, su falta de rigor y el de su concomitante alambicamiento.
En su texto La verdad de la democracia, decía Nancy que “la democracia no es figurable”. Esta aserción no se entiende sin los cambios operados en la segunda mitad del siglo XX, especialmente, sin mayo de 1968, hecho que fue significativo tanto política como filosóficamente para el pensador francés, pues según él: “todo comenzó en el 68: todo, o sea, los prolegómenos de un cambio de civilización”. En efecto, Nancy reconocía la vuelta a la democracia después de la Segunda Guerra Mundial como un claro rechazo a la dictadura y a los totalitarismos, pero estaba seguro, también, como muchos de su generación en Francia, que la izquierda ni los partidos comunistas representaban verdaderamente opciones políticas válidas. Esto se debía a que eran continuaciones de una manera rígida, absolutista, cerrada, de pensar; del apego a una época que sometía todos los contenidos a las formas, a una época de la Historia, de los grandes programas, de las utopías, del progreso, de los sueños revolucionarios, de los metarrelatos como los llamaba Lyotard en La condición posmoderna de 1979.
Para Nancy, en mayo de 1968 lo que apareció como acontecimiento fue un ethos, un modo de ser que cuestionaba las estructuras establecidas, el orden social dado, el régimen intelectual imperante: “Ese ethos tendía a desvincular la acción política del marco convenido para el ejercicio o la toma del poder -ya fuera por la vía electoral o la vía insurreccional- y de la referencia a modelos y doctrinas”, ideologías, cuerpos de pensamiento, etc. Lo que se saludó en el 68 fue “el presente de una irrupción o de una disrupción que no introducía ninguna figura, ninguna instancia, ninguna nueva autoridad”. Por eso, para él esta nueva imagen de la democracia no se correspondía con una forma de gobierno tal como lo había propuesto Aristóteles desde la antigüedad y como se repetía, ante todo, en la modernidad. Contemporáneo de Foucault, Nancy abrazaba una especie de anarquismo, donde aspectos importantes de la política quedaban por fuera o no eran pensados: las instituciones. En su lectura, “si la democracia tiene un sentido, debe ser el de no disponer de ninguna autoridad identificable a partir de un lugar y un impulso diferentes de los de un deseo -una voluntad, una expectativa, un pensamiento- en el cual se exprese y se reconozca una verdadera posibilidad de ser de todos juntos, todos y cada uno de todos”. Se trataba de una potencia de ser, pues la democracia es “espíritu antes de ser forma, institución, régimen político, social”. La democracia se trataba de un ser-con para usar la terminología de Heidegger.
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La democracia es una inspiración que busca que el hombre supere infinitamente al hombre, es la adscripción de lo infinito en lo finito. En la democracia, para que ocurra como potencia del ser en común, el pueblo no puede estar sometido bajo la soberanía, concepto que implica, justamente, que no existe o no se reconoce ningún poder o configuración política por encima del mismo pueblo. Sólo como potencia del ser en común puede superarse el nihilismo y el aniquilamiento del sentido de las sociedades actuales, de esas sociedades supuestamente democráticas. Por eso se requiere una democracia de la distinción, que no encasille, encarcele, sino que evalúe: “necesitamos este aparente oxímoron: una democracia nietzscheana”.
Y es un aparente oxímoron porque, como se sabe, para Nietzsche la democracia misma es hija de los débiles, del espíritu de rebaño heredero del cristianismo y de la modernidad. Pero en Nancy el significante democracia se mantiene re-semantizado, reconceptualizado, con nuevos contenidos, sin que pueda identificarse con la democracia moderna liberal. Es una democracia que rechaza, como Nietzsche, la medianía, la mediocrización, las equivalencias propias del capitalismo. Rechaza esas equivalencias donde “fines, medios, valores, sentidos, acciones, obras y personas”, no son más que sustitución de roles o intercambios de lugares”. La democracia de Nancy, como el proyecto de Nietzsche, busca creación del sentido, introducción de lo nuevo en el tiempo, en fin, superación del nihilismo actual. Se trata de construir un nuevo ser, más allá del individualismo liberal donde todos son intercambiables, sustituibles. La democracia de Nancy es la afirmación de lo común, es decir, busca hacer “posible la afirmación de cada uno, pero una afirmación que solo valga, justamente, entre todos, y en cierto modo para todos, que remita a todos, como a la posibilidad y la apertura del sentido singular de cada uno y de cada relación”. En fin, sería la búsqueda de un ser-juntos donde la política no impone el sentido, sino que posibilita la afirmación misma de muchos sentidos para abrir “toda la riqueza posible que lo infinito es capaz de adoptar”.
Lo que propone Nancy es un nuevo basamento para la democracia, uno sin principios a priori, sin marcos rígidos, uno donde hay un nuevo horizonte más allá de las fórmulas caducas ya fracasadas en la experiencia histórica. La democracia asume al hombre como riesgo y posibilidad, como un sí mismo, como un bailarín sobre un abismo (de nuevo Nietzsche): la democracia “es aristocracia igualitaria”, sin que aristocracia signifique el gobierno de los mejores como en Aristóteles, sino donde alude a distinción, al sentido creado, donde ese nuevo “régimen” sea posible para todos, donde la política sea apertura y no oclusión o cerramiento. Así, la política deja de ser una “verdad venidera” totalitaria y pasa a ser, más bien, una especie de metafísica que funda la democracia misma.
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De Nancy queda revisar sus otros libros, como A la escucha, La representación prohibida y su popular La comunidad desobrada, para valorar justamente su puesto en la filosofía del último siglo y, tal vez, así superar cierta percepción que ha hecho carrera entre nosotros sobre el pensamiento francés, a saber, el de sus pretensiones de originalidad, su falta de rigor y el de su concomitante alambicamiento.