‘Necrópolis’, letras nómadas
Con esta novela inédita el escritor bogotano Santiago Gamboa recibió el jueves en la noche en Cali el Premio La Otra Orilla, de Editorial Norma. Primera vez que el galardón se entrega a un colombiano.
Sara Araújo Castro
Hizo del exilio su patria desde cuando partió para estudiar filología en España. Una decisión llevó a otra, y sin que mediara algún desajuste en su natal Bogotá, Santiago Gamboa ha pasado los últimos 25 años entre Madrid, París, Roma y ahora Nueva Delhi. Hace dos días regresó al país, como un profeta en su tierra, a recibir el premio La Otra Orilla, que, además de su prestigio, este año entrega un premio de US$100 mil, posicionándose como el tercer más alto en lengua española después del Premio Planeta, cuyo ganador recibe US$800 mil, y el Alfaguara, que entrega US$170 mil.
Gamboa, un viajero incansable y curioso, ha convertido la literatura en el espejo de esa vida nómada que lleva. De manera que en sus novelas —entre ellas Los impostores (2001), Hotel Pekín (2008) y la varias veces nominada a premios El síndrome de Ulises (2005)— la mayoría de personajes recorren largos trayectos, visitan parajes lejanos para ellos y en ese trasegar viven experiencias profundas y en lugares igualmente lejanos de su interior. De la misma manera, Necrópolis, la obra que premió el jurado compuesto por el editor Pere Sureda, los escritores Roberto Ampuero, chileno, y Jorge Volpi, mexicano, se desarrolla en una Jerusalén sitiada por la guerra, en donde se dan cita una serie de personajes que contarán sus vidas y otras historias.
¿Qué siguió después del ‘Síndrome de Ulises’?
Siguió Hotel Pekín , que es un libro menor, una novela breve. Necrópolis está en la línea de El síndrome de Ulises, es más ambicioso y elaborado y trata de desarrollar algunas líneas estilísticas literarias que ya había empezado a trabajar en Ulises.
La mayoría de sus libros hablan de viajes...
Dentro de lo que escribo está muy presente mi vida. Yo salí de viaje hace 25 años y no he vuelto, así que tengo una relación muy fuerte entre el viaje, la literatura y la vida. Descubrir un lugar y vivirlo es tan importante como descubrir a un buen autor. Mirando otras expresiones, como el cine, me entusiasma mucho lo que hizo González Iñárritu, especialmente con Babel. De alguna manera se parece a lo que es Necrópolis: en una gran extraterritorialidad hay personajes de distintas partes del mundo con historias similares o que se interconectan bajo coordenadas totalmente diferentes. Eso me encanta, es uno de los elementos centrales de mi literatura y es una tendencia que seguiré investigando.
¿Cómo es la experiencia de ganar este premio?
Es una vivencia totalmente desconocida para mí, pues es la primera vez en toda mi vida literaria que recibo uno; al principio mandaba cuentos a concursos hasta que desistí por cansancio. Pero sentí que podría pasar porque El síndrome de Ulises fue finalista en el Premio Medicis en Francia a Mejor Libro Traducido; finalista en Portugal y en el Rómulo Gallegos cuando ganó Elena Poniatowska. Cuando mi agente literario, que es como un consejero espiritual, propuso que lo mandáramos a un premio importante, me alegré. Para mí los premios son reconocimientos de colegas a un colega, financiado por las editoriales, así lo miro. En este caso es una gran emoción que lo hayan hecho Jorge Volpi, Roberto Ampuero y Pere Sureda, encargado en la editorial en España, un gran intelectual que conozco hace años. Con editorial Norma publiqué por primera vez y además me emociona encontrar aquí a Gabriel Iriarte, gran soporte de los escritores de mi generación.
Además de vender más libros, ¿qué representa ser un autor premiado?
Un premio es una forma de llamar la atención sobre un libro pues se propone al público de una manera distinta. Con un reclamo especial que dice: “Este libro es leído y aceptado por un grupo de escritores”. Pero eso no es garantía de éxito. Ya después vendrá la relación con los lectores que cada escritor cultiva.
Cuando habla de una generación, ¿podríamos hablar también de identidad nacional en la escritura?
Los debates sobre la nacionalidad tienen sentido según en donde se den. En Colombia somos escritores y punto, pero en Noruega, invitados a un congreso nos volvemos “escritores colombianos”. Uno quiere ser leído en cualquier caso y no por latinoamericano, pero al final, metodológicamente, uno vuelve a eso cuando el crítico o el ensayista lo organiza por nacionalidad. Además, responde a una mirada eurocéntrica muy incómoda, pues ellos tienen un preconcepto de lo que debe ser la literatura de otras partes del mundo y se sorprenden si el escritor no encaja en esos parámetros.
Volviendo a su generación, ¿hay elementos comunes entre ustedes, por ejemplo Mario Mendoza, Héctor Abad, Enrique Serrano?
Literariamente no, todos escribimos completamente diferente. No creo que exista un escritor en América Latina parecido a otro. De hecho, los mexicanos de la generación del Crack (con su Manifiesto), y quienes aparecimos en la antología de McOndo (que salieron publicados ambos en 1996 y es mi generación), tenemos más diferencias que cosas parecidas y nos unía el deseo de no tener cosas en común. Al final, la literatura es como un archipiélago, cada escritor es una isla aunque esté cerca de las otras. Sin embargo, cada vez que uno escribe es como cuando apuesta en una mesa de póquer: cada quien está atento a lo que hace el otro, no sólo en el país sino en el idioma. Como el caso de Roberto Bolaño, esa era la mesa donde se apostaba más duro, todos queríamos estar ahí.
¿Qué va a hacer con el dinero del premio?
Eso lo responde mi esposa. Yo tomo las decisiones políticas en casa y ella las económicas.
Hizo del exilio su patria desde cuando partió para estudiar filología en España. Una decisión llevó a otra, y sin que mediara algún desajuste en su natal Bogotá, Santiago Gamboa ha pasado los últimos 25 años entre Madrid, París, Roma y ahora Nueva Delhi. Hace dos días regresó al país, como un profeta en su tierra, a recibir el premio La Otra Orilla, que, además de su prestigio, este año entrega un premio de US$100 mil, posicionándose como el tercer más alto en lengua española después del Premio Planeta, cuyo ganador recibe US$800 mil, y el Alfaguara, que entrega US$170 mil.
Gamboa, un viajero incansable y curioso, ha convertido la literatura en el espejo de esa vida nómada que lleva. De manera que en sus novelas —entre ellas Los impostores (2001), Hotel Pekín (2008) y la varias veces nominada a premios El síndrome de Ulises (2005)— la mayoría de personajes recorren largos trayectos, visitan parajes lejanos para ellos y en ese trasegar viven experiencias profundas y en lugares igualmente lejanos de su interior. De la misma manera, Necrópolis, la obra que premió el jurado compuesto por el editor Pere Sureda, los escritores Roberto Ampuero, chileno, y Jorge Volpi, mexicano, se desarrolla en una Jerusalén sitiada por la guerra, en donde se dan cita una serie de personajes que contarán sus vidas y otras historias.
¿Qué siguió después del ‘Síndrome de Ulises’?
Siguió Hotel Pekín , que es un libro menor, una novela breve. Necrópolis está en la línea de El síndrome de Ulises, es más ambicioso y elaborado y trata de desarrollar algunas líneas estilísticas literarias que ya había empezado a trabajar en Ulises.
La mayoría de sus libros hablan de viajes...
Dentro de lo que escribo está muy presente mi vida. Yo salí de viaje hace 25 años y no he vuelto, así que tengo una relación muy fuerte entre el viaje, la literatura y la vida. Descubrir un lugar y vivirlo es tan importante como descubrir a un buen autor. Mirando otras expresiones, como el cine, me entusiasma mucho lo que hizo González Iñárritu, especialmente con Babel. De alguna manera se parece a lo que es Necrópolis: en una gran extraterritorialidad hay personajes de distintas partes del mundo con historias similares o que se interconectan bajo coordenadas totalmente diferentes. Eso me encanta, es uno de los elementos centrales de mi literatura y es una tendencia que seguiré investigando.
¿Cómo es la experiencia de ganar este premio?
Es una vivencia totalmente desconocida para mí, pues es la primera vez en toda mi vida literaria que recibo uno; al principio mandaba cuentos a concursos hasta que desistí por cansancio. Pero sentí que podría pasar porque El síndrome de Ulises fue finalista en el Premio Medicis en Francia a Mejor Libro Traducido; finalista en Portugal y en el Rómulo Gallegos cuando ganó Elena Poniatowska. Cuando mi agente literario, que es como un consejero espiritual, propuso que lo mandáramos a un premio importante, me alegré. Para mí los premios son reconocimientos de colegas a un colega, financiado por las editoriales, así lo miro. En este caso es una gran emoción que lo hayan hecho Jorge Volpi, Roberto Ampuero y Pere Sureda, encargado en la editorial en España, un gran intelectual que conozco hace años. Con editorial Norma publiqué por primera vez y además me emociona encontrar aquí a Gabriel Iriarte, gran soporte de los escritores de mi generación.
Además de vender más libros, ¿qué representa ser un autor premiado?
Un premio es una forma de llamar la atención sobre un libro pues se propone al público de una manera distinta. Con un reclamo especial que dice: “Este libro es leído y aceptado por un grupo de escritores”. Pero eso no es garantía de éxito. Ya después vendrá la relación con los lectores que cada escritor cultiva.
Cuando habla de una generación, ¿podríamos hablar también de identidad nacional en la escritura?
Los debates sobre la nacionalidad tienen sentido según en donde se den. En Colombia somos escritores y punto, pero en Noruega, invitados a un congreso nos volvemos “escritores colombianos”. Uno quiere ser leído en cualquier caso y no por latinoamericano, pero al final, metodológicamente, uno vuelve a eso cuando el crítico o el ensayista lo organiza por nacionalidad. Además, responde a una mirada eurocéntrica muy incómoda, pues ellos tienen un preconcepto de lo que debe ser la literatura de otras partes del mundo y se sorprenden si el escritor no encaja en esos parámetros.
Volviendo a su generación, ¿hay elementos comunes entre ustedes, por ejemplo Mario Mendoza, Héctor Abad, Enrique Serrano?
Literariamente no, todos escribimos completamente diferente. No creo que exista un escritor en América Latina parecido a otro. De hecho, los mexicanos de la generación del Crack (con su Manifiesto), y quienes aparecimos en la antología de McOndo (que salieron publicados ambos en 1996 y es mi generación), tenemos más diferencias que cosas parecidas y nos unía el deseo de no tener cosas en común. Al final, la literatura es como un archipiélago, cada escritor es una isla aunque esté cerca de las otras. Sin embargo, cada vez que uno escribe es como cuando apuesta en una mesa de póquer: cada quien está atento a lo que hace el otro, no sólo en el país sino en el idioma. Como el caso de Roberto Bolaño, esa era la mesa donde se apostaba más duro, todos queríamos estar ahí.
¿Qué va a hacer con el dinero del premio?
Eso lo responde mi esposa. Yo tomo las decisiones políticas en casa y ella las económicas.