Nicolás Gómez Dávila, el Nietzsche bogotano
Nicolás Gómez Dávila (1913- 1994) fue uno de los pensadores colombianos más importantes del siglo XX. Su obra ha sido traducida a varios idiomas, gozando de una notable aceptación en España, Alemania, Italia y hasta Polonia.
Damián Pachón
La obra que Nicolás Gómez Dávila publicó a partir de 1977 tiene como título Escolios a un texto implícito, a los cuales agregó Nuevos (1986) y Sucesivos (1992) escolios. Con anterioridad había publicado Notas (1954) y Textos I (1959). Estos libros comparten una característica: la prevención frente al pensamiento sistemático, pétreo, acabado; la desconfianza frente a las grandes construcciones intelectuales, por eso afirmó: “En filosofía lo que no es fragmento es estafa”. Esta desconfianza se debe, como ya lo había dicho Nietzsche, a que quien pretende tener respuesta para todo lo divino y lo humano, y quien quiere no dejar “hueco” en sus ideas y opiniones, en realidad miente; se falsea, es insincero, es un dictador de la verdad, un mandarín del pensamiento. Más bien, huyendo de esa arbitrariedad que implica sistematizar las ideas, el “Nietzsche bogotano”, como se lo llamó en Europa, optó por lo que denominó escolio. Pero ¿qué es un escolio?
Un escolio es una anotación que se hace de un texto principal, es un comentario a un texto explícito, a un texto que aparece a la vista. Pero en el caso de Colacho, como le decían sus amigos: ¿cuál es ese texto implícito? Mucho se ha especulado al respecto. A mi parecer, el texto implícito en la obra de Gómez Dávila es, en realidad, su propio pensamiento. De ahí que en estricto sentido su obra no sean escolios, sino que está escrita aforísticamente, a pesar de que él mismo haya dicho: “El lector no encontrará aforismos en estas páginas. Mis breves frases son los toques cromáticos de una composición pointilliste”. Y esas “breves frases” son, precisamente, la forma como escribieron Pascal, Lichtenberg, Nietzsche y Cioran, entre otros, un estilo de expresiones cortas cuyo sentido pleno se da en la misma frase, sin necesidad de acudir a contextos, citas de autores, nombre de libros, en fin, lo que en la moda del actual terrorismo bibliográfico (exigido por Minciencias) que atiborra los escritos, se llama fuentes o referencias.
Una forma estilística que Gómez Dávila prefirió, acorde con su escepticismo, con sus frágiles verdades y antidogmatismo, pues la ventaja del aforismo sobre el sistema [filosófico] es la facilidad con que se demuestra su insuficiencia. A mi parecer, pues, el estilo de Gómez Dávila no es el escolio, sino el aforismo. Y el texto implícito es su propio pensamiento, tradicionalista, reaccionario, conservador y crítico de la modernidad; es decir, es un pensamiento que se lanza a fustigar el legado intelectual posterior al siglo XVIII, a la Revolución Industrial. Por eso ese enfrentamiento con la modernidad implica la crítica del arte actual, de la ciencia, de la técnica, del industrialismo, de la sociedad de masas, de la democracia liberal, del socialismo, de la revolución, del progreso y de la utopía.
Sus verdades incómodas
Gómez Dávila consideró la época anterior al siglo XVIII como la verdadera civilización; valoró altamente los clásicos griegos y sostuvo que el día en que Grecia deje de estar presente en un alma cristiana, la civilización se habrá arruinado. Asimismo, consideró el Imperio romano como la última gran idea política y a la Edad Media como el reino donde los humanos no se habían lanzado a la vorágine destructora y no se habían desperdiciado tanto sus energías; a la vez, esos siglos de cristianismo representaban la sociedad orgánica, “la verdad que no muere”, aquella que mantiene la libertad del hombre dentro de la comunidad y no el libertinaje del individualismo egoísta moderno. Por eso sostuvo: “El catolicismo es mi patria”, a la vez que se declaró abiertamente antimoderno: “No soy un intelectual moderno inconforme, sino un campesino medieval indignado”. Pero, ¿qué era lo que le indignaba de la modernidad? Todo, esta es la respuesta. Y es aquí cuando su mordacidad, su brillantez, su ironía e inteligencia se abalanza con sus cristalinos aforismos contra los tiempos actuales.
La modernidad termina siendo el producto de un paroxismo, del voluntarismo humano. El hombre reemplaza a Dios y convierte la democracia en una religión antropoteísta, una antropodicea. La democracia, precisamente, se convirtió en una progresiva “posesión del mundo”, tanto la colectivista (la socialista) como la liberal. En ambas se dio la tiranía, ya fuera la del mercado o la de la técnica y el industrialismo sobre el hombre y la naturaleza. Esa posesión del mundo fue atizada por la idea de progreso y el culto al trabajo, que terminaron esclavizando al individuo. La democracia no es más que el procedimiento mediante el cual la mayoría esclaviza legalmente a las minorías, es una blasfemia y es el “sistema para el cual lo justo y lo injusto, lo racional y lo absurdo, lo humano y lo bestial, se determinan no por la naturaleza de las cosas sino por un proceso electoral”. Y ha sido una blasfemia, entre otras cosas, porque en política “patrocinar al pobre ha sido siempre […] el más seguro medio de enriquecerse”. Ese mundo moderno, democrático, resultó de la confluencia de tres series causales: “La expansión demográfica, la propaganda democrática, la revolución industrial”, tal como lo había dicho en 1930 Ortega y Gasset en La rebelión de las masas.
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Por eso la modernidad ha sido la prostitución del individuo, el imperio de las modas y la vulgarización estética; el reino de lo uniforme, la mediocridad, la falta de gusto, el cinismo de la derecha y las mentiras de la izquierda, las boberías, el alcohol, la prostitución y la Coca-cola; la inanidad de la ciencia que no educa, pues no enseña sobre el objeto, sino sobre la manera de usarlo; es decir, no dice cómo se debe vivir, como decía Weber, sino cómo se debe emplear; es la tiranía de la estadística, que convierte todo en cifra.
Y, entre otras cosas, también ha sido, gracias a la tecnificación y al maquinismo, una forma de totalitarismo al aire libre o, para decirlo con Deleuze, una “sociedad de control” o, en sus propias palabras, “una esclavitud sin amos”, ya que al “acrecentar su poder, la humanidad está multiplicando sus servidumbres” a la vez que impone un ideario simplista basado en: “Comprar el mayor número de objetos, hacer el mayor número de viajes, copular el mayor número de veces”. Por eso, en definitiva, “el mundo moderno no tiene más solución que el juicio final. Qué cierren esto”. Sí, que lo cierren o que naufrague, pues ¡qué más se puede esperar de una sociedad para la cual “¡el pornógrafo es el vocero del alma moderna!”.
Si el mundo moderno no tiene solución, entonces la utopía y las revoluciones no sirven de nada; es más, son nocivas y pueden terminar en catástrofes, tal como la misma historia lo ha mostrado; ellas no son más que las respuestas nefastas que el hombre moderno ha dado al protervo progreso. La utopía y la revolución viven de la ingenuidad, menosprecian la realidad, la valoran mal y no tienen en cuenta las consecuencias negativas de las acciones que implica transformar un determinado orden social. El revolucionario es el insatisfecho que se forma opiniones con facilidad, “piensa superficialmente la estructura de las cosas, y no sabe dudar de las ideas en que cree”. Es decir, el revolucionario es poco profundo, dogmático y termina abanderando la violencia, pues —y aquí Gómez Dávila parece seguir a Joseph de Maistre— al principio de las revoluciones aparece el entusiasmo, la pureza de ideas e intenciones, pero una vez lograda la revolución, mantener el estado que se ha alcanzado implica el absolutismo de la verdad, la intolerancia, el dogmatismo y, por último, el uso de la violencia. Por eso las revoluciones son producto de la desmesura humana. Así las cosas, la utopía que genera las revoluciones termina prostituyéndose. Dice Gómez Dávila: “La compleja estructura que intenta construir requiere, para durar, que el hombre renuncie a la codicia, a la ambición, al egoísmo, que la voluntad de que prevalezca el bien colectivo sujete al interés privado, que las intenciones perversas, los apetitos oscuros, las pasiones irracionales, se desvanezcan como las grisáceas nieblas del alba”. Pero esto no sucede, pues el hombre rara vez renuncia a sus codiciosas pretensiones, de ahí la necesidad de instaurar una nueva dictadura contrarrevolucionaria para poder conservar la utopía. En este caso, el paraíso alcanzado se convierte —se puede afirmar— en un infierno totalitario. Por todo esto se puede decir: “Al estallar una revolución, los apetitos se ponen al servicio de ideales; al triunfar la revolución, los ideales se ponen al servicio de apetitos”.
Nuestro “Nietzsche bogotano”, rechazó la modernidad y las recetas con que intentaban salvarla. Criticó el exceso de teóricos y salvadores del mundo actual. Por eso dijo: “El mundo se convirtió en una gallera de apóstoles”. De ahí también su rechazo a los autores de moda, a los filósofos fashion que sustituyeron el trabajo de artesano del pensamiento y la filosofía, la labor del concepto, el trabajo para los intereses del espíritu, etcétera, y lo convirtieron, como todo en la época, en mercancía, en lo que podemos llamar ideas a la carta. En esto el pensador bogotano tiene razón: hoy impera la astucia de la palabra, el ingenio conceptual, la frase feliz y efectista, el afán de originalidad, la laconicidad de la investigación y la prolijidad de las opiniones, el presentismo fugaz de la idea, el rechazo a la memoria como facultad, el desprecio de los clásicos, el seguidismo o colonialismo intelectual del que habló Fals Borda o, lo que es lo mismo, “el genio de las nalgas” que puso de presente el antioqueño Fernando González Ochoa.
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Frente a estos vicios de la intelectualidad y la academia colombiana, Gómez Dávila resulta siendo un antídoto: no solo hay que evitar el mal gusto de estar de acuerdo con todo el mundo, como decía Nietzsche, sino que hay que volver a los puntos comunes pero con valentía, con penetración. También se deben decir cosas impopulares, no por decirlas, sino por salvar las verdades que estas guardan y que están fuera del alcance de los intelectuales uniformados. Por eso decía: “El erudito que consagra su vida al estudio de la obra de un solo autor pierde todo sentido crítico. No solamente una especie de vanidad de propietario lo ofusca, la imparcialidad, además, deja de ser una virtud, para transformarse en un horrendo vicio: la falta de lealtad”.
La filosofía como terapia en un barco que naufraga
El reaccionario no es amigo de la utopía, ya que “en las utopías de una época se originan las matanzas de la siguiente”, y lo sucedido con el marxismo soviético era la prueba fehaciente. Esto llevó a Nicolás Gómez a criticar fuertemente al socialismo, pues este vivía de moratoria en moratoria y además era la prueba de cómo se degeneraban las utopías y sus dirigentes, de cómo con el tiempo se pervertían las revoluciones y sus ideales sin desconocer que Marx había sido el único marxista que el “marxismo no abobó”. Esto es importante porque implica que en su concepción la filosofía no es una utopía y tiene que ser así, pues nada hay más peligroso que un reaccionario con recetas; sin embargo, esta concepción no riñe con el hecho de que la filosofía sea, tal como lo ha sido desde la antigüedad, una terapia para la vida, un cuidado de sí.
El filósofo no trabaja con conceptos, debe crearlos; el filósofo no se ocupa de las modas, sino de las realidades. Y esta ocupación tiene como misión al individuo y su liberación. La filosofía le debe ayudar al hombre a soportar esta pasmosa realidad, alejarlo de sus trivialidades y abalorios, mantenerlo a flote en este barco que se hunde, liberarlo de los encadenamientos nocivos de la época moderna. “Que la filosofía pueda parecer a algunos una disciplina puramente intelectual, como un conjunto de conocimientos, como un conjunto de investigaciones, es una singular aberración. La filosofía es una vida. La filosofía es una manera de vivir penetrada íntimamente de inteligencia y de razón, plenamente lúcida y ordenada hacia los objetos propios del espíritu”. Es en este sentido que la filosofía es terapéutica, en vez de dedicarse a los vericuetos formalistas.
Gómez Dávila rechazó la tendencia de la filosofía a igualarse a la ciencia, a parecer científica. Esto significaba traspasar los campos e inmiscuirse en terrenos estériles e inútiles. De ahí que a la proclamación moderna —como la de Hegel, el positivismo lógico, etcétera— “si una filosofía no es científica no es nada; contestemos: si una filosofía es científica no es nada”.
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El filósofo debe mantenerse solitario, volcado en la meditación, sin sucumbir a la tentación de repetir modas académicas; debe abstenerse de leer solo a los contemporáneos, lo cual “reseca el cerebro”. Por otro lado, el buen lector es solo quien relee y las influencias intelectuales solo son fructíferas para los espíritus originales, sin olvidar, por cierto, que “el filósofo original no se injerta en el tronco de la filosofía que lo precede”, sino que se “injerta en sus raíces”.
Su destino intelectual
Sin duda alguna, Nicolás Gómez Dávila no será nunca un autor popular entre nosotros. Pero eso era algo que a él le tenía sin cuidado, pues lo popular lo es porque ya está envilecido. Por eso la muerte en el exilio (y no ser reconocido es una especie de exilio) significaba para él no haber sido del todo mediocre. Tampoco será popular porque defiende principios que la modernidad y la “muerte de Dios” sepultaron y porque en Colombia quien no piensa como yo está contra mí. Sin embargo, habría que tener en cuenta que el pensamiento conservador sólido, estructurado e inteligente es necesario para el debate, la discusión, la confrontación de nuestros principios; para cuestionar la manera como vemos nuestra sociedad, para conocer mejor el ángel contra el cual batallamos. Eso es algo que en la historia enseñaron Bonald, De Maistre, Burke, Carl Schmitt, etcétera, y entre nosotros Miguel Antonio Caro y Álvaro Gómez Hurtado, entre otros. No hay que convertir la diferencia ideológica y la diversidad de pensamientos en conflictos personales, en intrigas y vilipendios; mucho menos en violencia. Por eso vale la pena leer y releer a Gómez Dávila hoy, así sus verdades y su concepción del mundo nos incomoden y estrujen un poco.
La obra que Nicolás Gómez Dávila publicó a partir de 1977 tiene como título Escolios a un texto implícito, a los cuales agregó Nuevos (1986) y Sucesivos (1992) escolios. Con anterioridad había publicado Notas (1954) y Textos I (1959). Estos libros comparten una característica: la prevención frente al pensamiento sistemático, pétreo, acabado; la desconfianza frente a las grandes construcciones intelectuales, por eso afirmó: “En filosofía lo que no es fragmento es estafa”. Esta desconfianza se debe, como ya lo había dicho Nietzsche, a que quien pretende tener respuesta para todo lo divino y lo humano, y quien quiere no dejar “hueco” en sus ideas y opiniones, en realidad miente; se falsea, es insincero, es un dictador de la verdad, un mandarín del pensamiento. Más bien, huyendo de esa arbitrariedad que implica sistematizar las ideas, el “Nietzsche bogotano”, como se lo llamó en Europa, optó por lo que denominó escolio. Pero ¿qué es un escolio?
Un escolio es una anotación que se hace de un texto principal, es un comentario a un texto explícito, a un texto que aparece a la vista. Pero en el caso de Colacho, como le decían sus amigos: ¿cuál es ese texto implícito? Mucho se ha especulado al respecto. A mi parecer, el texto implícito en la obra de Gómez Dávila es, en realidad, su propio pensamiento. De ahí que en estricto sentido su obra no sean escolios, sino que está escrita aforísticamente, a pesar de que él mismo haya dicho: “El lector no encontrará aforismos en estas páginas. Mis breves frases son los toques cromáticos de una composición pointilliste”. Y esas “breves frases” son, precisamente, la forma como escribieron Pascal, Lichtenberg, Nietzsche y Cioran, entre otros, un estilo de expresiones cortas cuyo sentido pleno se da en la misma frase, sin necesidad de acudir a contextos, citas de autores, nombre de libros, en fin, lo que en la moda del actual terrorismo bibliográfico (exigido por Minciencias) que atiborra los escritos, se llama fuentes o referencias.
Una forma estilística que Gómez Dávila prefirió, acorde con su escepticismo, con sus frágiles verdades y antidogmatismo, pues la ventaja del aforismo sobre el sistema [filosófico] es la facilidad con que se demuestra su insuficiencia. A mi parecer, pues, el estilo de Gómez Dávila no es el escolio, sino el aforismo. Y el texto implícito es su propio pensamiento, tradicionalista, reaccionario, conservador y crítico de la modernidad; es decir, es un pensamiento que se lanza a fustigar el legado intelectual posterior al siglo XVIII, a la Revolución Industrial. Por eso ese enfrentamiento con la modernidad implica la crítica del arte actual, de la ciencia, de la técnica, del industrialismo, de la sociedad de masas, de la democracia liberal, del socialismo, de la revolución, del progreso y de la utopía.
Sus verdades incómodas
Gómez Dávila consideró la época anterior al siglo XVIII como la verdadera civilización; valoró altamente los clásicos griegos y sostuvo que el día en que Grecia deje de estar presente en un alma cristiana, la civilización se habrá arruinado. Asimismo, consideró el Imperio romano como la última gran idea política y a la Edad Media como el reino donde los humanos no se habían lanzado a la vorágine destructora y no se habían desperdiciado tanto sus energías; a la vez, esos siglos de cristianismo representaban la sociedad orgánica, “la verdad que no muere”, aquella que mantiene la libertad del hombre dentro de la comunidad y no el libertinaje del individualismo egoísta moderno. Por eso sostuvo: “El catolicismo es mi patria”, a la vez que se declaró abiertamente antimoderno: “No soy un intelectual moderno inconforme, sino un campesino medieval indignado”. Pero, ¿qué era lo que le indignaba de la modernidad? Todo, esta es la respuesta. Y es aquí cuando su mordacidad, su brillantez, su ironía e inteligencia se abalanza con sus cristalinos aforismos contra los tiempos actuales.
La modernidad termina siendo el producto de un paroxismo, del voluntarismo humano. El hombre reemplaza a Dios y convierte la democracia en una religión antropoteísta, una antropodicea. La democracia, precisamente, se convirtió en una progresiva “posesión del mundo”, tanto la colectivista (la socialista) como la liberal. En ambas se dio la tiranía, ya fuera la del mercado o la de la técnica y el industrialismo sobre el hombre y la naturaleza. Esa posesión del mundo fue atizada por la idea de progreso y el culto al trabajo, que terminaron esclavizando al individuo. La democracia no es más que el procedimiento mediante el cual la mayoría esclaviza legalmente a las minorías, es una blasfemia y es el “sistema para el cual lo justo y lo injusto, lo racional y lo absurdo, lo humano y lo bestial, se determinan no por la naturaleza de las cosas sino por un proceso electoral”. Y ha sido una blasfemia, entre otras cosas, porque en política “patrocinar al pobre ha sido siempre […] el más seguro medio de enriquecerse”. Ese mundo moderno, democrático, resultó de la confluencia de tres series causales: “La expansión demográfica, la propaganda democrática, la revolución industrial”, tal como lo había dicho en 1930 Ortega y Gasset en La rebelión de las masas.
Podría interesarle leer: Hiroshima: el artículo del que Einstein quiso tener mil copias
Por eso la modernidad ha sido la prostitución del individuo, el imperio de las modas y la vulgarización estética; el reino de lo uniforme, la mediocridad, la falta de gusto, el cinismo de la derecha y las mentiras de la izquierda, las boberías, el alcohol, la prostitución y la Coca-cola; la inanidad de la ciencia que no educa, pues no enseña sobre el objeto, sino sobre la manera de usarlo; es decir, no dice cómo se debe vivir, como decía Weber, sino cómo se debe emplear; es la tiranía de la estadística, que convierte todo en cifra.
Y, entre otras cosas, también ha sido, gracias a la tecnificación y al maquinismo, una forma de totalitarismo al aire libre o, para decirlo con Deleuze, una “sociedad de control” o, en sus propias palabras, “una esclavitud sin amos”, ya que al “acrecentar su poder, la humanidad está multiplicando sus servidumbres” a la vez que impone un ideario simplista basado en: “Comprar el mayor número de objetos, hacer el mayor número de viajes, copular el mayor número de veces”. Por eso, en definitiva, “el mundo moderno no tiene más solución que el juicio final. Qué cierren esto”. Sí, que lo cierren o que naufrague, pues ¡qué más se puede esperar de una sociedad para la cual “¡el pornógrafo es el vocero del alma moderna!”.
Si el mundo moderno no tiene solución, entonces la utopía y las revoluciones no sirven de nada; es más, son nocivas y pueden terminar en catástrofes, tal como la misma historia lo ha mostrado; ellas no son más que las respuestas nefastas que el hombre moderno ha dado al protervo progreso. La utopía y la revolución viven de la ingenuidad, menosprecian la realidad, la valoran mal y no tienen en cuenta las consecuencias negativas de las acciones que implica transformar un determinado orden social. El revolucionario es el insatisfecho que se forma opiniones con facilidad, “piensa superficialmente la estructura de las cosas, y no sabe dudar de las ideas en que cree”. Es decir, el revolucionario es poco profundo, dogmático y termina abanderando la violencia, pues —y aquí Gómez Dávila parece seguir a Joseph de Maistre— al principio de las revoluciones aparece el entusiasmo, la pureza de ideas e intenciones, pero una vez lograda la revolución, mantener el estado que se ha alcanzado implica el absolutismo de la verdad, la intolerancia, el dogmatismo y, por último, el uso de la violencia. Por eso las revoluciones son producto de la desmesura humana. Así las cosas, la utopía que genera las revoluciones termina prostituyéndose. Dice Gómez Dávila: “La compleja estructura que intenta construir requiere, para durar, que el hombre renuncie a la codicia, a la ambición, al egoísmo, que la voluntad de que prevalezca el bien colectivo sujete al interés privado, que las intenciones perversas, los apetitos oscuros, las pasiones irracionales, se desvanezcan como las grisáceas nieblas del alba”. Pero esto no sucede, pues el hombre rara vez renuncia a sus codiciosas pretensiones, de ahí la necesidad de instaurar una nueva dictadura contrarrevolucionaria para poder conservar la utopía. En este caso, el paraíso alcanzado se convierte —se puede afirmar— en un infierno totalitario. Por todo esto se puede decir: “Al estallar una revolución, los apetitos se ponen al servicio de ideales; al triunfar la revolución, los ideales se ponen al servicio de apetitos”.
Nuestro “Nietzsche bogotano”, rechazó la modernidad y las recetas con que intentaban salvarla. Criticó el exceso de teóricos y salvadores del mundo actual. Por eso dijo: “El mundo se convirtió en una gallera de apóstoles”. De ahí también su rechazo a los autores de moda, a los filósofos fashion que sustituyeron el trabajo de artesano del pensamiento y la filosofía, la labor del concepto, el trabajo para los intereses del espíritu, etcétera, y lo convirtieron, como todo en la época, en mercancía, en lo que podemos llamar ideas a la carta. En esto el pensador bogotano tiene razón: hoy impera la astucia de la palabra, el ingenio conceptual, la frase feliz y efectista, el afán de originalidad, la laconicidad de la investigación y la prolijidad de las opiniones, el presentismo fugaz de la idea, el rechazo a la memoria como facultad, el desprecio de los clásicos, el seguidismo o colonialismo intelectual del que habló Fals Borda o, lo que es lo mismo, “el genio de las nalgas” que puso de presente el antioqueño Fernando González Ochoa.
Le sugerimos consultar: Un libro que te saca la lengua
Frente a estos vicios de la intelectualidad y la academia colombiana, Gómez Dávila resulta siendo un antídoto: no solo hay que evitar el mal gusto de estar de acuerdo con todo el mundo, como decía Nietzsche, sino que hay que volver a los puntos comunes pero con valentía, con penetración. También se deben decir cosas impopulares, no por decirlas, sino por salvar las verdades que estas guardan y que están fuera del alcance de los intelectuales uniformados. Por eso decía: “El erudito que consagra su vida al estudio de la obra de un solo autor pierde todo sentido crítico. No solamente una especie de vanidad de propietario lo ofusca, la imparcialidad, además, deja de ser una virtud, para transformarse en un horrendo vicio: la falta de lealtad”.
La filosofía como terapia en un barco que naufraga
El reaccionario no es amigo de la utopía, ya que “en las utopías de una época se originan las matanzas de la siguiente”, y lo sucedido con el marxismo soviético era la prueba fehaciente. Esto llevó a Nicolás Gómez a criticar fuertemente al socialismo, pues este vivía de moratoria en moratoria y además era la prueba de cómo se degeneraban las utopías y sus dirigentes, de cómo con el tiempo se pervertían las revoluciones y sus ideales sin desconocer que Marx había sido el único marxista que el “marxismo no abobó”. Esto es importante porque implica que en su concepción la filosofía no es una utopía y tiene que ser así, pues nada hay más peligroso que un reaccionario con recetas; sin embargo, esta concepción no riñe con el hecho de que la filosofía sea, tal como lo ha sido desde la antigüedad, una terapia para la vida, un cuidado de sí.
El filósofo no trabaja con conceptos, debe crearlos; el filósofo no se ocupa de las modas, sino de las realidades. Y esta ocupación tiene como misión al individuo y su liberación. La filosofía le debe ayudar al hombre a soportar esta pasmosa realidad, alejarlo de sus trivialidades y abalorios, mantenerlo a flote en este barco que se hunde, liberarlo de los encadenamientos nocivos de la época moderna. “Que la filosofía pueda parecer a algunos una disciplina puramente intelectual, como un conjunto de conocimientos, como un conjunto de investigaciones, es una singular aberración. La filosofía es una vida. La filosofía es una manera de vivir penetrada íntimamente de inteligencia y de razón, plenamente lúcida y ordenada hacia los objetos propios del espíritu”. Es en este sentido que la filosofía es terapéutica, en vez de dedicarse a los vericuetos formalistas.
Gómez Dávila rechazó la tendencia de la filosofía a igualarse a la ciencia, a parecer científica. Esto significaba traspasar los campos e inmiscuirse en terrenos estériles e inútiles. De ahí que a la proclamación moderna —como la de Hegel, el positivismo lógico, etcétera— “si una filosofía no es científica no es nada; contestemos: si una filosofía es científica no es nada”.
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El filósofo debe mantenerse solitario, volcado en la meditación, sin sucumbir a la tentación de repetir modas académicas; debe abstenerse de leer solo a los contemporáneos, lo cual “reseca el cerebro”. Por otro lado, el buen lector es solo quien relee y las influencias intelectuales solo son fructíferas para los espíritus originales, sin olvidar, por cierto, que “el filósofo original no se injerta en el tronco de la filosofía que lo precede”, sino que se “injerta en sus raíces”.
Su destino intelectual
Sin duda alguna, Nicolás Gómez Dávila no será nunca un autor popular entre nosotros. Pero eso era algo que a él le tenía sin cuidado, pues lo popular lo es porque ya está envilecido. Por eso la muerte en el exilio (y no ser reconocido es una especie de exilio) significaba para él no haber sido del todo mediocre. Tampoco será popular porque defiende principios que la modernidad y la “muerte de Dios” sepultaron y porque en Colombia quien no piensa como yo está contra mí. Sin embargo, habría que tener en cuenta que el pensamiento conservador sólido, estructurado e inteligente es necesario para el debate, la discusión, la confrontación de nuestros principios; para cuestionar la manera como vemos nuestra sociedad, para conocer mejor el ángel contra el cual batallamos. Eso es algo que en la historia enseñaron Bonald, De Maistre, Burke, Carl Schmitt, etcétera, y entre nosotros Miguel Antonio Caro y Álvaro Gómez Hurtado, entre otros. No hay que convertir la diferencia ideológica y la diversidad de pensamientos en conflictos personales, en intrigas y vilipendios; mucho menos en violencia. Por eso vale la pena leer y releer a Gómez Dávila hoy, así sus verdades y su concepción del mundo nos incomoden y estrujen un poco.