Lo ‘maquiavélico’ de Nicolás Maquiavelo (II)
Fortuna y virtud. Suerte y decisión. Azar y voluntad. Para Maquiavelo los grandes príncipes obraban más allá del destino, con y por su propia virtud, con su inteligencia y su fuerza, y ese montón de pequeños detalles que eran decisivos para mantener el poder.
Fernando Araújo Vélez
En un tiempo de principados y pequeñas repúblicas, de reyes de poder efímero y de príncipes respetados, de guerras y conspiraciones, un hombre, Nicolás Maquiavelo, decidió en los años mil quinientos ir más allá de Dios y de riquezas para aconsejarles a los gobernantes que mantuvieran el poder por el poder. Como escribió Luis Leandro Schenoni en un ensayo publicado en Schielo, “Los innumerables consejos políticos que llenan las páginas de El Príncipe no tienen otro objetivo que el mismo poder. Cuando se recomienda al príncipe tener medios de coacción disponibles, cultivar los vicios necesarios, ser más temido que amado, o ser a la vez el zorro y el león, no se le está señalando el camino a la eternidad (fin religioso), ni a la riqueza (fin económico), sino al poder per se (entendiendo por éste, el fin político por excelencia)”.
Le sugerimos: Lo ‘maquiavélico’ de Nicolás Maquiavelo (I)
Cuando escribió El Príncipe, Maquiavelo había sido desterrado del gobierno de Florencia y del alto mundo del poder. Los Médici, que habían gobernado la ciudad desde 1434, habían perdido el trono por diversas conjuras. En su lugar se había instalado una república en la ciudad, que era ciudad y Estado en un territorio que aún no era Italia. Los Médici acusaron luego a Maquiavelo y a otros de sus amigos y compañeros de traición, y lo condenaron a muerte, pero después lo indultaron. Decidieron enviarlo lejos de Florencia, a San Casciano, donde se dedicó a repasar sus viejos libros y sus apuntes, y a escribir gran parte de lo que había vivido como canciller de la República de Florencia, entre 1498 y 1512. En el fondo, dijeron con los años algunos de los estudiosos de su vida y su obra, Maquiavelo escribió El Príncipe para que los Médici lo aceptaran en su reino apenas lo retomaron.
De alguna manera, así constaba en su dedicatoria, cuando le escribía a Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, “Deseando, pues, ofrecerme a Vuestra Magnificencia con algún testimonio de mi adhesión a Vos, no he encontrado entre cuanto poseo nada de más valor que el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, adquiero gracias a una larga experiencia en los asuntos modernos y a un incesante estudio de los antiguos; estas acciones, tras haberlas meditado y examinado con mucho cuidado durante largo tiempo, las envío ahora a Vuestra Magnificencia, condensadas en este pequeño volumen”. Maquiavelo tituló su libro en latín, ‘De principatibus’ (Sobre los principados), y en el fondo, entre tantas otras cosas, su obra era una profunda réplica a la mediocridad de los príncipes de su tiempo y de los principados italianos de la época, quienes se consideraban determinados por la fortuna, mala o buena, en lugar de actuar por y con la virtud.
Fortuna y virtud. Suerte y decisión. Azar y voluntad. Para Maquiavelo los grandes príncipes obraban más allá del destino, con y por su propia virtud, con su inteligencia y su fuerza, y ese montón de pequeños detalles que eran decisivos para mantener el poder. Pese a que la Historia lo señaló como el hombre para quien el fin justificaba todos los medios, en realidad no era tan así. Para él, la virtud de los gobernantes tenía mucho que ver con la gloria, con el prestigio y el lugar en que el tiempo le daría a cada quien. En un aparte de El Príncipe, por ejemplo, luego de hablar de los logros del tirano Agatocles, quien dominó Siracusa en el siglo III antes de Cristo, aclaró que “No se puede llamar virtud el matar a sus conciudadanos, el traicionar a los amigos y el carecer de fe, piedad y religión; estos medios pueden llevar a adquirir poder, pero no gloria”. Agatocles había adquirido parte de su poder reuniendo al pueblo y al Senado en una plaza y asesinándolos.
“Acompañó sus maldades con tanta fortaleza de ánimo de ánimo y de cuerpo que -decía Maquiavelo-, habiendo entrado en la milicia y ascendido en sus grados, llegó a ser pretor de Siracusa. Una vez alcanzado ese cargo y habiendo decidido convertirse en príncipe y mantener por la violencia y sin obligaciones hacia otros lo que de común acuerdo le había sido concedido, tras compartir su plan con el cartaginés Amílcar, que se hallaba con sus ejércitos en Sicilia, reunió una mañana al pueblo y al Senado de Siracusa, como si tuviese que deliberar sobre cosas relacionadas con la república, y a una señal convenida hizo que sus soldados mataran a todos los senadores y a los ciudadanos más ricos, tras lo cual ocupó y mantuvo el principado de aquella ciudad sin ninguna controversia interna”. Para Agatocles, los demás, todos los demás, incluso sus propios soldados, eran o podían llegar a ser una amenaza.
Le puede interesar: Historia de la literatura: “El príncipe”, de Nicolás Maquiavelo
Nicolás Maquiavelo dejó sentada esa posibilidad en más de una ocasión, sobre todo cuando relataba los sucesos que protagonizó César Borgia, y que lo llevaron a tener gran parte del poder de la Romaña en la Italia de los siglos XV y XVI. Borgia, hijo del papa Alejandro VI, y su hermana Lucrecia, de quien se decía que era hermana y amante, sometieron y dominaron a la gente plebe y a los nobles de aquellos tiempos, aliándose en ocasiones con el rey de Francia, Luis XII, y alejándose de él en otras. Al final, los Borgia vencieron a los franceses, que habían hecho tratos con la Iglesia, y potenciaron su poder, hasta el punto de que Maquiavelo comentaba: “Y se ha visto por experiencia que el poder de la Iglesia y de España en Italia ha sido causado por Francia. De lo cual se infiere una regla general que rara vez o nunca falla: que quien ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina”.
Todo aquello que escribió Maquiavelo estaba sustentado en hechos y en sus observaciones a lo largo de la vida, incluyendo sus lecturas, la historia, sus conversaciones y su devoción por el Imperio Romano y la manera de actuar de los romanos. Incluso, poco antes de comenzar a crear El Príncipe, escribió su tratado de Discursos sobre la primera década de Titio Livio, que terminó en 1517, y que daba cuenta sobre sus ideas acerca de la organización de los Estados, que según él, debían estar fundamentados en la libertad y la igualdad ante la ley, muy al estilo de las repúblicas, al estilo romano. Un año más tarde, se dedicó a su libro El arte de la guerra, “donde postula que la fuerza militar de un estado ha de basarse en el pueblo armado, constituyendo el ejército nacional en caso de necesidad para defender su unidad e independencia”, como decía el prólogo de El Príncipe de una edición de Servilibro.
En un tiempo de principados y pequeñas repúblicas, de reyes de poder efímero y de príncipes respetados, de guerras y conspiraciones, un hombre, Nicolás Maquiavelo, decidió en los años mil quinientos ir más allá de Dios y de riquezas para aconsejarles a los gobernantes que mantuvieran el poder por el poder. Como escribió Luis Leandro Schenoni en un ensayo publicado en Schielo, “Los innumerables consejos políticos que llenan las páginas de El Príncipe no tienen otro objetivo que el mismo poder. Cuando se recomienda al príncipe tener medios de coacción disponibles, cultivar los vicios necesarios, ser más temido que amado, o ser a la vez el zorro y el león, no se le está señalando el camino a la eternidad (fin religioso), ni a la riqueza (fin económico), sino al poder per se (entendiendo por éste, el fin político por excelencia)”.
Le sugerimos: Lo ‘maquiavélico’ de Nicolás Maquiavelo (I)
Cuando escribió El Príncipe, Maquiavelo había sido desterrado del gobierno de Florencia y del alto mundo del poder. Los Médici, que habían gobernado la ciudad desde 1434, habían perdido el trono por diversas conjuras. En su lugar se había instalado una república en la ciudad, que era ciudad y Estado en un territorio que aún no era Italia. Los Médici acusaron luego a Maquiavelo y a otros de sus amigos y compañeros de traición, y lo condenaron a muerte, pero después lo indultaron. Decidieron enviarlo lejos de Florencia, a San Casciano, donde se dedicó a repasar sus viejos libros y sus apuntes, y a escribir gran parte de lo que había vivido como canciller de la República de Florencia, entre 1498 y 1512. En el fondo, dijeron con los años algunos de los estudiosos de su vida y su obra, Maquiavelo escribió El Príncipe para que los Médici lo aceptaran en su reino apenas lo retomaron.
De alguna manera, así constaba en su dedicatoria, cuando le escribía a Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, “Deseando, pues, ofrecerme a Vuestra Magnificencia con algún testimonio de mi adhesión a Vos, no he encontrado entre cuanto poseo nada de más valor que el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, adquiero gracias a una larga experiencia en los asuntos modernos y a un incesante estudio de los antiguos; estas acciones, tras haberlas meditado y examinado con mucho cuidado durante largo tiempo, las envío ahora a Vuestra Magnificencia, condensadas en este pequeño volumen”. Maquiavelo tituló su libro en latín, ‘De principatibus’ (Sobre los principados), y en el fondo, entre tantas otras cosas, su obra era una profunda réplica a la mediocridad de los príncipes de su tiempo y de los principados italianos de la época, quienes se consideraban determinados por la fortuna, mala o buena, en lugar de actuar por y con la virtud.
Fortuna y virtud. Suerte y decisión. Azar y voluntad. Para Maquiavelo los grandes príncipes obraban más allá del destino, con y por su propia virtud, con su inteligencia y su fuerza, y ese montón de pequeños detalles que eran decisivos para mantener el poder. Pese a que la Historia lo señaló como el hombre para quien el fin justificaba todos los medios, en realidad no era tan así. Para él, la virtud de los gobernantes tenía mucho que ver con la gloria, con el prestigio y el lugar en que el tiempo le daría a cada quien. En un aparte de El Príncipe, por ejemplo, luego de hablar de los logros del tirano Agatocles, quien dominó Siracusa en el siglo III antes de Cristo, aclaró que “No se puede llamar virtud el matar a sus conciudadanos, el traicionar a los amigos y el carecer de fe, piedad y religión; estos medios pueden llevar a adquirir poder, pero no gloria”. Agatocles había adquirido parte de su poder reuniendo al pueblo y al Senado en una plaza y asesinándolos.
“Acompañó sus maldades con tanta fortaleza de ánimo de ánimo y de cuerpo que -decía Maquiavelo-, habiendo entrado en la milicia y ascendido en sus grados, llegó a ser pretor de Siracusa. Una vez alcanzado ese cargo y habiendo decidido convertirse en príncipe y mantener por la violencia y sin obligaciones hacia otros lo que de común acuerdo le había sido concedido, tras compartir su plan con el cartaginés Amílcar, que se hallaba con sus ejércitos en Sicilia, reunió una mañana al pueblo y al Senado de Siracusa, como si tuviese que deliberar sobre cosas relacionadas con la república, y a una señal convenida hizo que sus soldados mataran a todos los senadores y a los ciudadanos más ricos, tras lo cual ocupó y mantuvo el principado de aquella ciudad sin ninguna controversia interna”. Para Agatocles, los demás, todos los demás, incluso sus propios soldados, eran o podían llegar a ser una amenaza.
Le puede interesar: Historia de la literatura: “El príncipe”, de Nicolás Maquiavelo
Nicolás Maquiavelo dejó sentada esa posibilidad en más de una ocasión, sobre todo cuando relataba los sucesos que protagonizó César Borgia, y que lo llevaron a tener gran parte del poder de la Romaña en la Italia de los siglos XV y XVI. Borgia, hijo del papa Alejandro VI, y su hermana Lucrecia, de quien se decía que era hermana y amante, sometieron y dominaron a la gente plebe y a los nobles de aquellos tiempos, aliándose en ocasiones con el rey de Francia, Luis XII, y alejándose de él en otras. Al final, los Borgia vencieron a los franceses, que habían hecho tratos con la Iglesia, y potenciaron su poder, hasta el punto de que Maquiavelo comentaba: “Y se ha visto por experiencia que el poder de la Iglesia y de España en Italia ha sido causado por Francia. De lo cual se infiere una regla general que rara vez o nunca falla: que quien ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina”.
Todo aquello que escribió Maquiavelo estaba sustentado en hechos y en sus observaciones a lo largo de la vida, incluyendo sus lecturas, la historia, sus conversaciones y su devoción por el Imperio Romano y la manera de actuar de los romanos. Incluso, poco antes de comenzar a crear El Príncipe, escribió su tratado de Discursos sobre la primera década de Titio Livio, que terminó en 1517, y que daba cuenta sobre sus ideas acerca de la organización de los Estados, que según él, debían estar fundamentados en la libertad y la igualdad ante la ley, muy al estilo de las repúblicas, al estilo romano. Un año más tarde, se dedicó a su libro El arte de la guerra, “donde postula que la fuerza militar de un estado ha de basarse en el pueblo armado, constituyendo el ejército nacional en caso de necesidad para defender su unidad e independencia”, como decía el prólogo de El Príncipe de una edición de Servilibro.