Lo ‘maquiavélico’ de Nicolás Maquiavelo (III)
Maquiavelo fue traicionado una y otra y otra vez. Aunque en un comienzo sintió que todos aquellos príncipes y cancilleres que le habían prometido un pacto le habían fallado a él, y que sus engaños eran a él, luego se dio cuenta de que el poder y la política poco o nada tenían que ver con lo personal.
Fernando Araújo Vélez
Fueron las derrotas en sus diferentes misiones como vicecanciller de la República de Florencia, y otras derrotas y traiciones que vio a lo largo de su vida, las que llevaron a Nicolás Maquiavelo, Niccolló Machiavelli, a comprender que mantener el poder iba mucho más allá del bien y del mal, pues el poder dependía de seres humanos, tan humanos como él, como todos, y tan susceptibles a los cambios de opinión y a las ansias de riqueza y de comodidad y de placer que los idealismos terminaban siendo un obstáculo. Por eso habló de confianza, y sobre todo, de la desconfianza. Y habló y escribió sobre las amistades, sobre las promesas rotas, sobre la casi nula importancia que el hombre, ante una situación determinada, adversa, le daba a la palabra, sobre la traición y las millones de maneras en las que se daba.
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Los Médici lo acusaron de traición porque su nombre aparecía en una lista que un viejo enemigo les había entregado, tal vez para salvarse él, que era lo más seguro, o posiblemente para ganarse el favor de los nuevos soberanos de Florencia. Jamás hubo pruebas de nada. Y sin embargo, Maquiavelo fue enviado a prisión, torturado y sentenciado a muerte. Corrían los últimos años del Siglo XV y los primeros del XVI. Los Médici habían perdido el poder por una conspiración, y lo habían recuperado luego de 21 años. Mientras estuvieron alejados, Maquiavelo fue vicecanciller de una República liderada por las familias enemigas de los Médici, a la que la historia terminó por llamar La Liga de los Santos. En su ir y volver por Europa para hacer alianzas, conoció las entrañas del monstruo, o de los monstruos.
Fue traicionado una y otra y otra vez. Aunque en un comienzo sintió que todos aquellos príncipes y cancilleres que le habían prometido un pacto le habían fallado a él, y que sus engaños eran a él, luego se dio cuenta de que el poder y la política poco o nada tenían que ver con lo personal. Él, Niccoló Machiavelli, era simplemente una diminuta ficha dentro de un inmenso juego llamado política. Los afectos, los antiguos valores, los dioses, las promesas, el amor, las creencias, e incluso la economía, solo significaban algo dentro del discurso de aquel que iba por el poder. Eran justificaciones para el engaño al pueblo, o a las ilusos como él. Eran, fueron el “En nombre de…” que desde los siglos de los siglos escribieron los poderosos para conseguir lo único que en realidad les importaba: el poder. Maquiavelo no se inventó nada. Lo vio. Lo vivió. Lo percibió.
“Todo el mundo comprende cuán loable es en un príncipe cumplir la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia -escribió en las primeras líneas del capítulo XVIII de El Príncipe-; sin embargo, se ve por experiencia en nuestros tiempos que los príncipes que han hecho grandes cosas han sido los que han tenido poco en cuenta la palabra dada y han sabido engañar a los hombres con su astucia; de modo que al final han superado a los que se han basado en la lealtad. Debéis, pues, saber que hay dos maneras de combatir: una con las leyes; otra con la fuerza. La primera es propia del hombre; la segunda, de la bestia; pero como muchas veces la primera no basta, conviene recurrir a la segunda. Por tanto, es necesario que un príncipe sepa comportarse como bestia y como hombre”. Pese a sus sugerencias, Maquiavelo se comportó más como hombre que como bestia.
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Y como hombre, percibió y aprendió más de los humanos y del poder que como bestia. Por eso observó, indagó, analizó, revisó las viejas historias de Tito Livio, de Cicerón, de Justino, entra tantos otros, y se dedicó a su obra, que fueron cuatro libros (El Príncipe, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, El arte de la Guerra, De las conjuras e Historia de Florencia) y un montón de apuntes y de hojas sueltas. Cuando murió, el 21 de junio de 1527, casi todos sus trabajos estaban dispersos en el estudio de su casa en San Casciano, con excepción del manuscrito de El Príncipe que le había enviado a Lorenzo de Médici. Su vida, en síntesis, estaba en aquellos folios, escritos en italiano, al estilo de La divina comedia y de los libros de aquella época, y ninguno había sido publicado. Aún así, Maquiavelo jamás dejó de escribir.
Tenía le lejana ilusión de que más tarde o más temprano alguien publicaría por lo menos uno de sus libros. No lo pudo constatar, pero desde su muerte, su obra comenzó a vivir y a multiplicarse, no sólo por Florencia e Italia, sino por toda Europa, y a finales del Siglo XIX, por América, Asia y África. Las interpretaciones se sucedieron, y sus verdades pasaron a ser otras verdades, por cuenta de quienes se tomaron el derecho de decir, o escribir, lo que él ya había dicho y escrito. Incluso, Napoleón escribió al borde de uno de los ejemplares de El Príncipe: “El fin justifica los medios”. Era, fue su lectura de las palabras de Maquiavelo, y aquella lectura acabó por difundirse en centros de estudio, universidades, en salones del poder y en la calle. La única defensa del libro fue el propio libro. Sin embargo, para la inmensa mayoría era más sencillo y más cómodo aferrarse a los resúmenes.
Luego surgieron las mediciones y la dictadura de las audiencias, y las frases de Maquiavelo fueron repetidas una y otra vez, sin contexto, porque sumaban y seguían sumando. De alguna manera, ocurrió lo que él había presagiado, o lo que había expuesto en sus libros: lo humano, la practicidad, las conveniencias, lo fácil y cómodo habían relegado a los idealismos, a los dioses, a la política como deber ser y a los antiguos valores. “Y los hombres tienen menos consideración en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor se mantiene por un vínculo de obligada gratitud que los hombres, por su maldad natural, rompen cada vez que ven una utilidad propia; en cambio, el temor se mantiene por miedo al castigo, y éste no se pierde nunca”, escribió en el capítulo XVII de El Príncipe, al que tituló “De la crueldad y la clemencia, y si es mejor ser amado que temido, o al contrario”.
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Los príncipes se hacían amar por sus virtudes, lealtad, generosidad, inteligencia, palabra, religión, y se hacían temer desde su practicidad, pues decidían, o debían decidir ser temidos al comprender a los hombre. “Surge de esto una cuestión discutible -escribió-: si es mejor ser amado que temido o al contrario. La respuesta es que convendría ser lo uno y lo otro; pero como es difícil combinar ambas cosas, en el caso de que haya de faltar una, es mucho más seguro ser temido que amado; porque de los hombres se puede decir, en general, esto: que son ingratos, volubles, fingidores y disimulados, huidizos del peligro y ávidos de ganancias; y mientras les haces bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos cuando, como ya dije antes, la necesidad se ve lejana, pero cuando la necesidad se presenta te dan la espalda. Y el príncipe que se ha basado por entero en la palabra de ellos, va a la ruina, si no ha previsto otros apoyos”.
Fueron las derrotas en sus diferentes misiones como vicecanciller de la República de Florencia, y otras derrotas y traiciones que vio a lo largo de su vida, las que llevaron a Nicolás Maquiavelo, Niccolló Machiavelli, a comprender que mantener el poder iba mucho más allá del bien y del mal, pues el poder dependía de seres humanos, tan humanos como él, como todos, y tan susceptibles a los cambios de opinión y a las ansias de riqueza y de comodidad y de placer que los idealismos terminaban siendo un obstáculo. Por eso habló de confianza, y sobre todo, de la desconfianza. Y habló y escribió sobre las amistades, sobre las promesas rotas, sobre la casi nula importancia que el hombre, ante una situación determinada, adversa, le daba a la palabra, sobre la traición y las millones de maneras en las que se daba.
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Los Médici lo acusaron de traición porque su nombre aparecía en una lista que un viejo enemigo les había entregado, tal vez para salvarse él, que era lo más seguro, o posiblemente para ganarse el favor de los nuevos soberanos de Florencia. Jamás hubo pruebas de nada. Y sin embargo, Maquiavelo fue enviado a prisión, torturado y sentenciado a muerte. Corrían los últimos años del Siglo XV y los primeros del XVI. Los Médici habían perdido el poder por una conspiración, y lo habían recuperado luego de 21 años. Mientras estuvieron alejados, Maquiavelo fue vicecanciller de una República liderada por las familias enemigas de los Médici, a la que la historia terminó por llamar La Liga de los Santos. En su ir y volver por Europa para hacer alianzas, conoció las entrañas del monstruo, o de los monstruos.
Fue traicionado una y otra y otra vez. Aunque en un comienzo sintió que todos aquellos príncipes y cancilleres que le habían prometido un pacto le habían fallado a él, y que sus engaños eran a él, luego se dio cuenta de que el poder y la política poco o nada tenían que ver con lo personal. Él, Niccoló Machiavelli, era simplemente una diminuta ficha dentro de un inmenso juego llamado política. Los afectos, los antiguos valores, los dioses, las promesas, el amor, las creencias, e incluso la economía, solo significaban algo dentro del discurso de aquel que iba por el poder. Eran justificaciones para el engaño al pueblo, o a las ilusos como él. Eran, fueron el “En nombre de…” que desde los siglos de los siglos escribieron los poderosos para conseguir lo único que en realidad les importaba: el poder. Maquiavelo no se inventó nada. Lo vio. Lo vivió. Lo percibió.
“Todo el mundo comprende cuán loable es en un príncipe cumplir la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia -escribió en las primeras líneas del capítulo XVIII de El Príncipe-; sin embargo, se ve por experiencia en nuestros tiempos que los príncipes que han hecho grandes cosas han sido los que han tenido poco en cuenta la palabra dada y han sabido engañar a los hombres con su astucia; de modo que al final han superado a los que se han basado en la lealtad. Debéis, pues, saber que hay dos maneras de combatir: una con las leyes; otra con la fuerza. La primera es propia del hombre; la segunda, de la bestia; pero como muchas veces la primera no basta, conviene recurrir a la segunda. Por tanto, es necesario que un príncipe sepa comportarse como bestia y como hombre”. Pese a sus sugerencias, Maquiavelo se comportó más como hombre que como bestia.
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Y como hombre, percibió y aprendió más de los humanos y del poder que como bestia. Por eso observó, indagó, analizó, revisó las viejas historias de Tito Livio, de Cicerón, de Justino, entra tantos otros, y se dedicó a su obra, que fueron cuatro libros (El Príncipe, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, El arte de la Guerra, De las conjuras e Historia de Florencia) y un montón de apuntes y de hojas sueltas. Cuando murió, el 21 de junio de 1527, casi todos sus trabajos estaban dispersos en el estudio de su casa en San Casciano, con excepción del manuscrito de El Príncipe que le había enviado a Lorenzo de Médici. Su vida, en síntesis, estaba en aquellos folios, escritos en italiano, al estilo de La divina comedia y de los libros de aquella época, y ninguno había sido publicado. Aún así, Maquiavelo jamás dejó de escribir.
Tenía le lejana ilusión de que más tarde o más temprano alguien publicaría por lo menos uno de sus libros. No lo pudo constatar, pero desde su muerte, su obra comenzó a vivir y a multiplicarse, no sólo por Florencia e Italia, sino por toda Europa, y a finales del Siglo XIX, por América, Asia y África. Las interpretaciones se sucedieron, y sus verdades pasaron a ser otras verdades, por cuenta de quienes se tomaron el derecho de decir, o escribir, lo que él ya había dicho y escrito. Incluso, Napoleón escribió al borde de uno de los ejemplares de El Príncipe: “El fin justifica los medios”. Era, fue su lectura de las palabras de Maquiavelo, y aquella lectura acabó por difundirse en centros de estudio, universidades, en salones del poder y en la calle. La única defensa del libro fue el propio libro. Sin embargo, para la inmensa mayoría era más sencillo y más cómodo aferrarse a los resúmenes.
Luego surgieron las mediciones y la dictadura de las audiencias, y las frases de Maquiavelo fueron repetidas una y otra vez, sin contexto, porque sumaban y seguían sumando. De alguna manera, ocurrió lo que él había presagiado, o lo que había expuesto en sus libros: lo humano, la practicidad, las conveniencias, lo fácil y cómodo habían relegado a los idealismos, a los dioses, a la política como deber ser y a los antiguos valores. “Y los hombres tienen menos consideración en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor se mantiene por un vínculo de obligada gratitud que los hombres, por su maldad natural, rompen cada vez que ven una utilidad propia; en cambio, el temor se mantiene por miedo al castigo, y éste no se pierde nunca”, escribió en el capítulo XVII de El Príncipe, al que tituló “De la crueldad y la clemencia, y si es mejor ser amado que temido, o al contrario”.
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Los príncipes se hacían amar por sus virtudes, lealtad, generosidad, inteligencia, palabra, religión, y se hacían temer desde su practicidad, pues decidían, o debían decidir ser temidos al comprender a los hombre. “Surge de esto una cuestión discutible -escribió-: si es mejor ser amado que temido o al contrario. La respuesta es que convendría ser lo uno y lo otro; pero como es difícil combinar ambas cosas, en el caso de que haya de faltar una, es mucho más seguro ser temido que amado; porque de los hombres se puede decir, en general, esto: que son ingratos, volubles, fingidores y disimulados, huidizos del peligro y ávidos de ganancias; y mientras les haces bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos cuando, como ya dije antes, la necesidad se ve lejana, pero cuando la necesidad se presenta te dan la espalda. Y el príncipe que se ha basado por entero en la palabra de ellos, va a la ruina, si no ha previsto otros apoyos”.