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Lo cierto es que en la llamada Regeneración y el periodo conservador que se extiende hasta 1930, acuñados por el genio constitucional de Caro, y de la cultura parroquial de Rafael María Carrasquilla, en la Colombia de la época no se respiraba precisamente la libertad intelectual, fuente de la auténtica filosofía.
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En 1910, en un libro titulado Novelistas malos y buenos de Pablo Ladrón de Guevara, un verdadero index criollo, se decía: “como no hay más religión verdadera y obligatoria que la católica, no concedemos el apelativo de buenas sino a las novelas que contribuyen positivamente a fomentar y conservar la fe y las buenas costumbres, según la moral católica”. Y a pesar de que Nietzsche no era novelista, ni pretendió serlo -lo cual pone en tela de juicio la solvencia literaria del inquisidor-, en este libro se dice de él: “Este alemán, de la segunda mitad del siglo XIX, se las echaba de filósofo y no falta quienes por tal le tienen. A nuestro juicio, tanto se parece a un filósofo como el vinagre al vino. Sus doctrinas son inmorales, impías y blasfemas. […] Su lenguaje es muchas veces zafio, grosero y siempre necio”. Este odio por Nietzsche, y las reservas contra él, se deben a que su filosofía crítica de la civilización cristiana occidental, anti-dogmática y vitalista, representaba todo lo opuesto a las verdades del régimen. Así lo percibió, entre otros, y ya desde su primer libro Viaje a pie, de 1916, el escritor antioqueño Fernando González.
Frente al humanismo municipal y sabanero de la Regeneración, como lo llamó Rafael Gutiérrez Girardot, la filosofía de Nietzsche era un canto a la libertad, una crítica a la hipocresía eclesial, y una filosofía que se abría a la modernidad, en una época donde el gobierno controlaba los manuales escolares, la prensa y sus contenidos. En este ambiente había ingresado el pensamiento de Nietzsche al país.
Al respecto dice el filósofo colombiano Danilo Cruz Vélez (1920-2008): “alrededor de 1890, en efecto, cuando Nietzsche era completamente desconocido en España, el colombiano Baldomero Sanín Cano hizo llegar sus libros a Bogotá, pedidos directamente de Alemania, y los dio a conocer en el círculo de sus amigos. Algunos de ellos los leyó con el poeta José Asunción Silva, quien dejó claras huellas de esas lecturas en su malograda novela De sobremesa”.
Esta afirmación de Cruz Vélez sobre el temprano ingreso de Nietzsche en Colombia se puede corroborar en el escrito autobiográfico de Sanín Cano (1971) titulado De mi vida y otras vidas. Allí sostiene en un apartado sobre Silva: “Solíamos comentar lecturas, sucesos; asesinar esperanzas; analizar hombres y tiempos con la libertad que da el silencio y la confianza. Nietzsche nos ayudaba en estas funciones. El espíritu libérrimo y audaz del que se llamó a sí mismo ‘el crucificado’ y el transvaluador de todos los valores, suministraba contenido y base para nuestras inocuas especulaciones de rebeldía. Me sorprendió que, en adelante, sin conocer de Nietzsche más que esas lecturas fragmentarias, hiciera sobre la obra general del solitario pensador observaciones profundas y sobre todo acertadísimas”.
Al igual que Silva, Guillermo Valencia también conoció algunos escritos de Nietzsche sobre el cual llegó a fundar el mito de que lo había conocido personalmente, ya en sus últimos años, según indica Rafael Gutiérrez Girardot. Lo cierto es que, en la misma época en que se hablaba de La gruta simbólica, también existió un grupo literario llamado “La gruta de Zaratustra”.
Esta recepción de Nietzsche en Colombia, hasta 1900, encuadra bien con el ingreso del pensamiento de Nietzsche en América Latina, ya fuera por influencia francesa, ya española (donde ingresó vía Cataluña en 1893 según la famosa investigación de Gonzalo Sobejano Nietzsche en España) tal como en los casos de Rubén Darío y José Enrique Rodó. En 1893, Rubén Darío publicó un artículo titulado Los raros en el periódico La Nación de Buenos Aires. Él fue influido por el vigor, la vitalidad y la energía de Nietzsche, el valor estético de su obra y, como muchos otros, por su aristocratismo que buscaba un hombre superior, superador de la masa y la mediocridad. Es decir, fue influido por la visión del hombre y de la cultura nietzscheanas que Georg Brandes, el descubridor de Nietzsche en Dinamarca, llamó “radicalismo aristocrático”, en una carta dirigida al pensador de Sils María el 26 de noviembre de 1887, calificativo que Nietzsche aceptó con beneplácito.
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En Uruguay, por su parte, Rodó dejó plasmado en su famoso libro Ariel, publicado en 1900, la influencia de Nietzsche. De hecho, el último apartado del libro inicia con la frase: “Así habló Próspero”, en clara alusión al Así habló Zaratustra de Nietzsche. Rodó utilizó, como Nietzsche, el recurso de lo que Gutiérrez Girardot llamó el “sermón laico” para enviar un mensaje a la juventud de América, promoviendo la necesaria renovación cultural, la crítica del utilitarismo y el fomento de los valores estéticos, la sensibilidad y la armonía. Como en Nietzsche, en Rodó encontramos una crítica de la democracia, mas no su sustitución; así como una valoración positiva del aristocratismo de la inteligencia y de la cultura.
Volviendo a la Colombia de 1909, el escritor boyacense Carlos Arturo Torres hacía un balance de la obra de Nietzsche en su libro Idola Fori: “El creador de Zaratustra encarece como bien supremo y suprema fuerza la independencia individual, ascética, heroica, feroz; independencia social, independencia moral, independencia política, independencia intelectual, independencia de todo y de todos”. Y a pesar de las fuentes que usaba, que por la época y las traducciones existentes no eran filológicamente las mejores, Torres no tenía una lectura apologética de Nietzsche. Más bien, aconsejaba hacer “un esfuerzo para desentrañar el sentido último del mandamiento nietzscheano, descartando cuanto de excesivo, de antihumano y monstruoso contiene su exposición, y apreciar la abstracta finalidad de esa doctrina de la autoliberación, de la exaltación de la autonomía personal y afirmación de la voluntad de potencia, allí preconizadas como necesarias al advenimiento de la vida superior, fuerte y libre del superhombre”.
Puede decirse que desde esa época, al margen de las lecturas conservadoras visceralmente reacias a toda renovación de la vida y del estilo, se encuentran los pivotes de una mejor lectura de Nietzsche, mejor recepción que se prolongó después en la obra de Fernando González, Julio Enrique Blanco, Cayetano Betancur, Rafael Gutiérrez Girardot y su fundamental Nietzsche y la filología clásica (1966), Danilo Cruz Vélez, Ramón Pérez Mantilla, Estanislao Zuleta (Comentarios a Así habló Zaratustra- aunque muy apegado a la lectura de Heidegger), Rubén Jaramillo Vélez, la sugestiva lectura de Darío Botero Uribe (La voluntad de poder de Nietzsche), hasta las interpretaciones y estudios más actuales de Diego Paredes Goicochea (La crítica de Nietzsche a la democracia) y los muy especializados del profesor Germán Meléndez (Nietzsche en perspectiva), para mencionar a los más importantes. Hoy, una vez superados los escollos filológicos en torno a su obra (tras la edición de Mazzino Montinari, Giorgio Colli y la publicación de los fragmentos póstumos por Diego Sánchez Meca), ya es plenamente posible acceder a un Nietzsche más completo, rico y complejo, que aquél de la Atenas suramericana donde la filosofía estaba sometida por la sotana y sus togados morados.