Por el camino de los dioses (Opinión)
Hace poco, tuvimos la fortuna de escuchar en vivo a Nikolay Lugansky —por primera vez en Colombia— en el segundo recital de la Serie Internacional de Grandes Pianistas, del Teatro Colsubsidio en Bogotá, espacio que se destaca por la excelencia de las figuras que nos trae, no solo en este rubro de la música clásica, pues también descuella en otras artes y otras músicas. De lejos, el recital del artista moscovita es uno de los dos eventos pianísticos más relevantes del año en nuestro país.
Diego Castillo Serrano
¿Recuerdan esa novela corta de Tolstoi llamada “Sonata a Kreutzer”? La novelita se inspiró en un compositor y pianista llamado Serguéi Tanéyev que hizo morir de celos al autor de “Ana Karenina”, porque su esposa Sofía Behrs se encariñó con él y con su arte. Pues bien: Lugansky desciende de la rama musical-pianística de Tanéyev y Alexander Siloti, que también fueron maestros de Rachmaninoff y Scriabin. Pero más allá de que la tradición rusa del piano, que es absolutamente vigorosa y legendaria, y el caso de Lugansky que es singular, no hay que asombrarse: en nuestro país y Latinoamérica podríamos encontrar ascendencias similares.
Ahora bien, Lugansky interpretó un programa inusual, pero fue patente su itinerario del Romanticismo, que en la segunda parte osciló y serpenteó en gradaciones y espirales hasta alcanzar ciertos clímax y nadires con la locura de los dioses: el lirismo de Mendelsohn, la duplicidad de Schumann y aquella bomba de belleza que fueron las cuatro transcripciones de fragmentos del “Anillo” de Wagner.
¿Y por qué el pianista coronó solo con Wagner la segunda parte del recital tras el intermedio? Primero porque su música es una sobredosis de emoción, un columpio colgado en las nubes, desde las estrellas, que se balancea entre el paraíso y el averno para jamás detenerse. Y segundo, porque es un repertorio que surgió a raíz de su participación en las “Noches de diciembre de Sviatoslav Richter” del año 2001, evento que se realiza en el Museo Estatal de Bellas Artes Pushkin, en Moscú.
Llamado inicialmente “Noches de diciembre” y fundado en 1981 por Richter, aquel tótem pianístico del siglo XX, el festival siempre convoca figuras de la música rusa. De este modo, como cada edición elige temas ligados a la vida de Richter —ucraniano, por cierto—, Lugansky preparó transcripciones de Wagner, compositor central, entre otros, de la novela “En busca del tiempo perdido”, obra de Proust que Richter tanto amaba y conocía entre varias lenguas, pues la leyó en francés, ruso y alemán.
De esta novela, Richter admiraba pasajes como aquel de la muerte de un escritor llamado Bergotte que, junto con el compositor Vinteuil, la actriz Berma y el pintor Elstir, es el personaje que encarna y desarrolla las opiniones estéticas del autor francés. Con heroica frivolidad, con elegancia inhóspita, Bergotte muere a causa de una indigestión con papas, mientras descubre, perplejo, algo inadvertido, el detalle de una pared amarilla en la “Vista de Delft”, un cuadro de Vermeer que creía conocer en demasía. “La muerte de Bergotte es algo teatral... ¡pero lo importante es la filosofía!”, decía Richter.
En este sentido, por su vasta imaginación y cultura, Richter siempre buscaba asociaciones entre la música, la literatura, el arte y la vida. Sobre el primer volumen de la novela de Proust, “Por el camino de Swann”, decía que, comparado con Schubert y Scriabin, compositores que “viajaron” poco, él no dejaba de moverse por dos caminos: “por el camino de Swann, donde todo es sensualidad, pecaminosidad, o por el camino de los Guermantes, donde todo es ‘pura espiritualidad’ y... ¡sueños!”
Pero volvamos de esta digresión al recital. La primera parte inició con cuatro “Canciones sin palabras”, de Mendelsohn. Lugansky entonó la primera canción del primer libro con su acostumbrado toque de terciopelo, toque muy caro para estas piezas, perfecto para el canto de la mano derecha y asimismo para la segunda canción, la sexta del tercer libro, que incrementa la exigencia y el control de los planos sonoros entre las melodías y el acompañamiento. En la tercera canción, la “Op.67 No.4, Spinnenlied”, quizá la más virtuosa, desplegó auténtica filigrana y garboso fraseo. Y la última, la “Op.67 No.4″, aparentemente menos virtuosa que la anterior, fue una síntesis, una rutilante suma del arte Mendelsohn-Lugansky.
Luego el ruso atacó la “Fantasía en do mayor Op.17″, de Schumann, que desconcertó por su extrañeza, por su audacia. Hemos dicho extrañeza no solo por la locura y la esquizofrenia de la música de Schumann, sino también por la concepción de Lugansky, que en el primer movimiento tomó una vía menos tempestuosa que idílica, una audacia peregrina.
Esta “Fantasía” es un gran poema de amor que Schumann le dedicó a Clara Wieck, obra catártica que buscaba un acercamiento, una impetuosa intimidad durante la época en que la componía, pues solo se comunicaban epistolarmente por una separación, gracias a Friedrich, el padre de Clara, quien se oponía a su relación. Entonces la obra rebosa turbulencia y agitación en los dos primeros movimientos, requieren berraquera, garra y fuste, sobre todo el primero, para diluirse y terminar “Lento. En silencio todo el tiempo”, como indica Schumann en el tercer movimiento rumbo a su cúspide anticlimática.
Al principio, en la primera parte del recital, no comprendíamos por qué los agudos del piano Steinway no cantaban ni emanaban aquel clangor, aquella amplitud cristalina, con aquel sonido habitual del pianista ruso, que parecía interpretarlo bajo la luz de una inquieta parsimonia, con voracidad lúgubre y elusiva, cual vagabundeo de un flâneur virginal en la ciudadela del amor. Pensamos que era algo circunstancial del magnífico instrumento de la sala; pensamos que la obra podría ser nueva en su repertorio: incluso un monstruo como Lugansky necesita probarla innúmeras veces para dominarla al cien, al mil por ciento. Pero a despecho de cualquier instancia, también pensamos y comprendimos que era su visión de la obra, era su plan.
O, mejor dicho, en términos de Richter, la aventura de Lugansky en el primer movimiento fue transitar por el camino de los Guermantes, más espiritualidad y sueños, que por el camino de Swann, cuya sensualidad echamos de menos. Sin embargo, pasibles de titubeos y preguntas, gozamos ese primer movimiento en detalle y admiramos el sentido de la forma schumanniana en sus manos, esa iconografía delicadamente fragorosa.
Ya en el segundo movimiento, el ruso elevó de a poco su eufórica afabilidad mediante sus temas contrastantes que nos hipnotizaron, además de la persistencia de lo adverso, la tos rítmica de los puntillos y las síncopas, la candidez y el humorismo de las máscaras schumannianas más constantes: Florestán y Eusebius, lo alegre y lo taciturno, respectivamente. Y, fulgurante, concluyó el movimiento con aquel famoso y difícil pasaje de los saltos de las dos manos —se fugan un par de enanos, en rebote, dos artistas del trapecio con sombrero de copa, por los cielos del circo— desde el centro a los extremos del teclado, una endiablada coda que rara vez como aquí, en sus dedos, restalla tal limpidez, tal chisporroteo.
Entonces cayó el telón cuando sonó el silente y brumoso acantilado del tercer movimiento, que nos trajo una atmósfera donde las palabras amorosas tan solo son pinceladas del paisaje: la Naturaleza indominable, sí, pero también los jardines, los parques y las fuentes, el estanque, la terraza y la luna, esto es, aquel tópico romántico, aquella balaustrada del ethos amoroso. Y, cual cardenal soñoliento, Lugansky no escatimó nada en sus llanuras tántricas, sus culminantes interrupciones, su arcádica pasión, e hizo surgir una umbrosa dulzura que, entre la melancolía de un parque a lo Watteau y un manierismo fúnebre a lo Rembrandt, exhaló un profundo spleen. Así el clímax del concierto llegó y se extendió como un tapiz, una linterna mágica proustiana, en la segunda parte.
Si en la primera parte Lugansky fue templado pero insinuante y nos halagó para que desabrocháramos los graves cierres de la inhibición, con la soltura ligeramente torpe y cortés del caballero, y pasó de ser un bucólico crótalo, que pretendía vencernos con ojos buenos y chasquidos letales, a transformarse en nobilísimo corruptor. Ahora, en la segunda parte, sacó todas las armas, se fue por el camino de los dioses, en busca del Valhalla. Por este camino, si alguien esperaba la estridencia de aburridas y monótonas transcripciones —como alguna de Liszt, según el gusto—, nuestra sorpresa no fue poca: los cuatro arreglos formidables, y el refinamiento del pianista en el manejo de los tres pedales fue idiosincrático, pero, sobre todo, absolutamente soberbio.
Por otro lado, los bises que nos regaló, aquellos dos “Preludios de Rachmaninoff del Op.23″ —la aflicción del primero junto a la fuerza del séptimo— fueron el postre perfecto.
Lo cierto es que el pianista ruso, con la malicia de los antiguos sacerdotes romanos —los llamados decenviros— que custodiaban los libros sibilinos y que, tras consultarlos, se encargaban de realizar los sacrificios requeridos, en la segunda parte encontró ya no el olimpo romano sino más bien el nórdico, puso en marcha su hecatombe, y, semejante a Brunilda cuando cabalgaba hacia las llamas, se inmoló en el fuego wagneriano y glosó su omnipotencia onírica, no sin aquella afectuosa alianza de eros y de muerte. Es decir, Lugansky nos dio una lección artística con su música y su interpretación, desplegando un pianismo del más alto nivel. Ahora como entonces nos parece que su aspiración suprema, filtrada por su apostura y gracejo, por su modo de abordar el instrumento, a ratos sin mirar el teclado —como Sigfrido veía con el ojo que Wotan había perdido— o acaso buscando algo en las alturas de la escena, con ojos inaferrables y leve estrabismo, alcanzó a modular una sintaxis elaborada por la burocracia, por la locura de los dioses.
Post scriptum
Ojalá Colsubsidio continúe su gran labor y nos traiga siempre artistas similares. Ojalá el rumor de nombres como el de Hélène Grimaud y Arkadi Volodos se materialice en sus próximos festivales. Y ojalá tantos otros espacios y teatros sigan su ejemplo y también programen la más amplia variedad de artistas nacionales e internacionales de todos los campos.
¿Recuerdan esa novela corta de Tolstoi llamada “Sonata a Kreutzer”? La novelita se inspiró en un compositor y pianista llamado Serguéi Tanéyev que hizo morir de celos al autor de “Ana Karenina”, porque su esposa Sofía Behrs se encariñó con él y con su arte. Pues bien: Lugansky desciende de la rama musical-pianística de Tanéyev y Alexander Siloti, que también fueron maestros de Rachmaninoff y Scriabin. Pero más allá de que la tradición rusa del piano, que es absolutamente vigorosa y legendaria, y el caso de Lugansky que es singular, no hay que asombrarse: en nuestro país y Latinoamérica podríamos encontrar ascendencias similares.
Ahora bien, Lugansky interpretó un programa inusual, pero fue patente su itinerario del Romanticismo, que en la segunda parte osciló y serpenteó en gradaciones y espirales hasta alcanzar ciertos clímax y nadires con la locura de los dioses: el lirismo de Mendelsohn, la duplicidad de Schumann y aquella bomba de belleza que fueron las cuatro transcripciones de fragmentos del “Anillo” de Wagner.
¿Y por qué el pianista coronó solo con Wagner la segunda parte del recital tras el intermedio? Primero porque su música es una sobredosis de emoción, un columpio colgado en las nubes, desde las estrellas, que se balancea entre el paraíso y el averno para jamás detenerse. Y segundo, porque es un repertorio que surgió a raíz de su participación en las “Noches de diciembre de Sviatoslav Richter” del año 2001, evento que se realiza en el Museo Estatal de Bellas Artes Pushkin, en Moscú.
Llamado inicialmente “Noches de diciembre” y fundado en 1981 por Richter, aquel tótem pianístico del siglo XX, el festival siempre convoca figuras de la música rusa. De este modo, como cada edición elige temas ligados a la vida de Richter —ucraniano, por cierto—, Lugansky preparó transcripciones de Wagner, compositor central, entre otros, de la novela “En busca del tiempo perdido”, obra de Proust que Richter tanto amaba y conocía entre varias lenguas, pues la leyó en francés, ruso y alemán.
De esta novela, Richter admiraba pasajes como aquel de la muerte de un escritor llamado Bergotte que, junto con el compositor Vinteuil, la actriz Berma y el pintor Elstir, es el personaje que encarna y desarrolla las opiniones estéticas del autor francés. Con heroica frivolidad, con elegancia inhóspita, Bergotte muere a causa de una indigestión con papas, mientras descubre, perplejo, algo inadvertido, el detalle de una pared amarilla en la “Vista de Delft”, un cuadro de Vermeer que creía conocer en demasía. “La muerte de Bergotte es algo teatral... ¡pero lo importante es la filosofía!”, decía Richter.
En este sentido, por su vasta imaginación y cultura, Richter siempre buscaba asociaciones entre la música, la literatura, el arte y la vida. Sobre el primer volumen de la novela de Proust, “Por el camino de Swann”, decía que, comparado con Schubert y Scriabin, compositores que “viajaron” poco, él no dejaba de moverse por dos caminos: “por el camino de Swann, donde todo es sensualidad, pecaminosidad, o por el camino de los Guermantes, donde todo es ‘pura espiritualidad’ y... ¡sueños!”
Pero volvamos de esta digresión al recital. La primera parte inició con cuatro “Canciones sin palabras”, de Mendelsohn. Lugansky entonó la primera canción del primer libro con su acostumbrado toque de terciopelo, toque muy caro para estas piezas, perfecto para el canto de la mano derecha y asimismo para la segunda canción, la sexta del tercer libro, que incrementa la exigencia y el control de los planos sonoros entre las melodías y el acompañamiento. En la tercera canción, la “Op.67 No.4, Spinnenlied”, quizá la más virtuosa, desplegó auténtica filigrana y garboso fraseo. Y la última, la “Op.67 No.4″, aparentemente menos virtuosa que la anterior, fue una síntesis, una rutilante suma del arte Mendelsohn-Lugansky.
Luego el ruso atacó la “Fantasía en do mayor Op.17″, de Schumann, que desconcertó por su extrañeza, por su audacia. Hemos dicho extrañeza no solo por la locura y la esquizofrenia de la música de Schumann, sino también por la concepción de Lugansky, que en el primer movimiento tomó una vía menos tempestuosa que idílica, una audacia peregrina.
Esta “Fantasía” es un gran poema de amor que Schumann le dedicó a Clara Wieck, obra catártica que buscaba un acercamiento, una impetuosa intimidad durante la época en que la componía, pues solo se comunicaban epistolarmente por una separación, gracias a Friedrich, el padre de Clara, quien se oponía a su relación. Entonces la obra rebosa turbulencia y agitación en los dos primeros movimientos, requieren berraquera, garra y fuste, sobre todo el primero, para diluirse y terminar “Lento. En silencio todo el tiempo”, como indica Schumann en el tercer movimiento rumbo a su cúspide anticlimática.
Al principio, en la primera parte del recital, no comprendíamos por qué los agudos del piano Steinway no cantaban ni emanaban aquel clangor, aquella amplitud cristalina, con aquel sonido habitual del pianista ruso, que parecía interpretarlo bajo la luz de una inquieta parsimonia, con voracidad lúgubre y elusiva, cual vagabundeo de un flâneur virginal en la ciudadela del amor. Pensamos que era algo circunstancial del magnífico instrumento de la sala; pensamos que la obra podría ser nueva en su repertorio: incluso un monstruo como Lugansky necesita probarla innúmeras veces para dominarla al cien, al mil por ciento. Pero a despecho de cualquier instancia, también pensamos y comprendimos que era su visión de la obra, era su plan.
O, mejor dicho, en términos de Richter, la aventura de Lugansky en el primer movimiento fue transitar por el camino de los Guermantes, más espiritualidad y sueños, que por el camino de Swann, cuya sensualidad echamos de menos. Sin embargo, pasibles de titubeos y preguntas, gozamos ese primer movimiento en detalle y admiramos el sentido de la forma schumanniana en sus manos, esa iconografía delicadamente fragorosa.
Ya en el segundo movimiento, el ruso elevó de a poco su eufórica afabilidad mediante sus temas contrastantes que nos hipnotizaron, además de la persistencia de lo adverso, la tos rítmica de los puntillos y las síncopas, la candidez y el humorismo de las máscaras schumannianas más constantes: Florestán y Eusebius, lo alegre y lo taciturno, respectivamente. Y, fulgurante, concluyó el movimiento con aquel famoso y difícil pasaje de los saltos de las dos manos —se fugan un par de enanos, en rebote, dos artistas del trapecio con sombrero de copa, por los cielos del circo— desde el centro a los extremos del teclado, una endiablada coda que rara vez como aquí, en sus dedos, restalla tal limpidez, tal chisporroteo.
Entonces cayó el telón cuando sonó el silente y brumoso acantilado del tercer movimiento, que nos trajo una atmósfera donde las palabras amorosas tan solo son pinceladas del paisaje: la Naturaleza indominable, sí, pero también los jardines, los parques y las fuentes, el estanque, la terraza y la luna, esto es, aquel tópico romántico, aquella balaustrada del ethos amoroso. Y, cual cardenal soñoliento, Lugansky no escatimó nada en sus llanuras tántricas, sus culminantes interrupciones, su arcádica pasión, e hizo surgir una umbrosa dulzura que, entre la melancolía de un parque a lo Watteau y un manierismo fúnebre a lo Rembrandt, exhaló un profundo spleen. Así el clímax del concierto llegó y se extendió como un tapiz, una linterna mágica proustiana, en la segunda parte.
Si en la primera parte Lugansky fue templado pero insinuante y nos halagó para que desabrocháramos los graves cierres de la inhibición, con la soltura ligeramente torpe y cortés del caballero, y pasó de ser un bucólico crótalo, que pretendía vencernos con ojos buenos y chasquidos letales, a transformarse en nobilísimo corruptor. Ahora, en la segunda parte, sacó todas las armas, se fue por el camino de los dioses, en busca del Valhalla. Por este camino, si alguien esperaba la estridencia de aburridas y monótonas transcripciones —como alguna de Liszt, según el gusto—, nuestra sorpresa no fue poca: los cuatro arreglos formidables, y el refinamiento del pianista en el manejo de los tres pedales fue idiosincrático, pero, sobre todo, absolutamente soberbio.
Por otro lado, los bises que nos regaló, aquellos dos “Preludios de Rachmaninoff del Op.23″ —la aflicción del primero junto a la fuerza del séptimo— fueron el postre perfecto.
Lo cierto es que el pianista ruso, con la malicia de los antiguos sacerdotes romanos —los llamados decenviros— que custodiaban los libros sibilinos y que, tras consultarlos, se encargaban de realizar los sacrificios requeridos, en la segunda parte encontró ya no el olimpo romano sino más bien el nórdico, puso en marcha su hecatombe, y, semejante a Brunilda cuando cabalgaba hacia las llamas, se inmoló en el fuego wagneriano y glosó su omnipotencia onírica, no sin aquella afectuosa alianza de eros y de muerte. Es decir, Lugansky nos dio una lección artística con su música y su interpretación, desplegando un pianismo del más alto nivel. Ahora como entonces nos parece que su aspiración suprema, filtrada por su apostura y gracejo, por su modo de abordar el instrumento, a ratos sin mirar el teclado —como Sigfrido veía con el ojo que Wotan había perdido— o acaso buscando algo en las alturas de la escena, con ojos inaferrables y leve estrabismo, alcanzó a modular una sintaxis elaborada por la burocracia, por la locura de los dioses.
Post scriptum
Ojalá Colsubsidio continúe su gran labor y nos traiga siempre artistas similares. Ojalá el rumor de nombres como el de Hélène Grimaud y Arkadi Volodos se materialice en sus próximos festivales. Y ojalá tantos otros espacios y teatros sigan su ejemplo y también programen la más amplia variedad de artistas nacionales e internacionales de todos los campos.