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En Colombia ha habido destrucciones de viejos símbolos para instaurar nuevos poderes. Qué fue la Conquista sino un gran tornado de iconoclastia en el que los invasores europeos destruyeron millones de piezas precolombinas por considerarlas herejías, o para convertirlas en frías barras de metales preciosos. Tres siglos después, la Independencia también trajo la remoción de los escudos de España que decoraban las ciudades americanas, así como muchos otros símbolos del derrotado poder imperial. (Recomendamos: Centenario del nacimiento de José Saramago. Lea un ensayo sobre su visión de América desde los indígenas).
Y en los siglos que siguieron no se han salvado de la destrucción las representaciones de muchos presidentes, héroes y líderes republicanos. No hay sino que recordar que aquí no solo les damos balazos a los hombres sino a sus fotografías, como le pasó al caudillo liberal Rafael Uribe Uribe, contra quien un furioso espectador vació su pistola cuando lo vio en la película El drama del 15 de octubre, estrenada en 1915 y una de las primeras hechas en Colombia.
En ejemplos más recientes vimos cómo muchos se entregaron a una especie de furia iconoclasta durante el paro nacional de 2021, cuando cayeron en varias ciudades las estatuas de Antonio Nariño, Francisco de Paula Santander y Misael Pastrana, entre otros. El mismo Santander ya había sufrido en 1976 el desprecio de los estudiantes de la Universidad Nacional, quienes se negaron a aceptar que una estatua del “Hombre de las Leyes” estuviera en el centro de la plaza que lleva su nombre en el campus universitario. Por eso, la removieron y prefirieron llamar a este espacio Plaza Che Guevara, en homenaje al líder de la Revolución cubana, cuya imagen fue borrada, a su vez, en 2016 por un grupo de jóvenes que cuestionó la pertinencia de su legado para la Universidad y propuso que se le dedicara el sitio al humorista político Jaime Garzón, asesinado en 1999. Luego apareció otro colectivo que defendió al Che y lo volvió a pintar. Y no faltará en el futuro alguien que lo quiera quitar de esa pared. Todo un ejemplo de las memorias hegemónicas y emergentes que se pintan y se despintan como si se tratara de una secuencia cómica de la Pantera Rosa.
En las destrucciones memoriales de Colombia es curioso comprobar que, si el vandalismo ha tocado muchas veces a símbolos del poder político, casi nunca ha afectado a íconos religiosos, pues ni las estatuas de la Virgen ni de Jesucristo han sufrido menoscabo, a no ser por los recurrentes terremotos que las han mandado al suelo en nuestra historia. En general, hemos sido muy respetuosos con las representaciones de la divinidad, lo que demuestra que tenemos menos miedo a los patrones que a los santos patronos.
Al parecer, la evangelización fue todo un éxito por estos lados. Tampoco han sido tocadas las esculturas que no tienen forma humana, como el Homenaje a López Pumarejo de la escultora Feliza Bursztyn, quien en 1967 recordó al expresidente con unos tubos de metal que más parecen los barrotes de las bóvedas del Banco López que su figura humana. Este monumento, aparte de las críticas que recibió por lo atrevido de su diseño, nunca ha sufrido ningún ataque por homenajear a un hombre poderoso del pasado (como sí le sucedió a otro bronce de López que había sido ubicado en la misma universidad).
Pensándolo bien, este habría sido un método efectivo para evitar la destrucción de muchas estatuas desde la Antigüedad: si el homenaje se hace con una pieza de arte abstracto, nadie se tomaría el trabajo de intentar demolerla porque no sabrían ni siquiera a quién se le estaría rindiendo tributo con esas raras imágenes.
Después de que uno de estos símbolos ha sido depuesto, usualmente la siguiente acción es erigir otra construcción, pero de signo contrario. Si se tumba la estatua de un tirano invasor, esta se puede cambiar por la de un gobernante local; si el pulverizado es un conquistador español, el reemplazo ideal es un héroe indígena, y si es un hombre poderoso el que se quiere olvidar, qué mejor que una mujer para ocupar su lugar. Podría parecer que al sustituir una estatua por otra opuesta se está realizando una operación que abre un nuevo ciclo histórico, pero la verdad es que se está prolongando la misma costumbre de glorificar grandes figuras del pasado, aunque esta vez sea con un objeto de adoración diferente.
Esto no hace más que repetir la mentalidad de supremacía con distinto protagonista: el mismo perro con otro collar. Y como el presente a veces tiene el mal gusto de parecerse al pasado (porque lo hacemos seres humanos que no hemos cambiado mucho en miles de años), no es sino cuestión de tiempo antes de que estas nuevas edificaciones sufran el mismo destino de sus antecesoras: sucumbir ante la furia de grupos opositores. Quítate tú pa ponerme yo. Si las construimos cada vez más altas y fuertes, eso no impedirá que caigan en la siguiente demolición. Seguir por este camino no va a traer nada distinto de lo que ya hemos conocido de sobra.
Pero tal vez el problema no sean las estatuas, sino los pedestales en los que están ubicadas. Una estatua sin pedestal no es más que la representación de alguien o algo del pasado. Ubicada encima de una columna de varios metros, esta imagen se convierte en un objeto de culto (o de repugnancia, que es su contracara). Lo que hace odiosas a tantas figuras del pasado no son sus estatuas sino sus podios, y es contra estos que deberíamos embestir quienes queremos buscar nuevas maneras de comprender la historia. Son los pedestales los que elevan a las figuras del pasado por encima del resto de mortales.
Sin su pedestal, una estatua no tiene la misma imponencia que exhibe cuando está al nivel del suelo. Si se desbarataran los pedestales, los grandes próceres de nuestras plazas y cementerios se volverían cuerpos sobre la tierra que la gente podría tocar, acariciar, criticar, ridiculizar y hasta compadecer. Además, es en los pedestales donde se suelen escribir las razones por las que el invitado de piedra (casi siempre hombre) debe ser homenajeado: “por su laudable gesta, por su benemérita obra, por su perenne memoria” y otros adjetivos incomprensibles.
En estos panegíricos, los aduladores de ayer y hoy se han desbocado en palabras de elogio a seres humanos muchas veces cuestionables (por no decir despreciables), o se han inventado gestas heroicas que nunca ocurrieron. Peor que la pared o la muralla, los pedestales han sido el papel donde se han escrito todo tipo de mentiras, deformaciones y manipulaciones. Por eso, es hora de replantearnos su utilidad. No hacen falta más pedestales, para nadie.
***
Aunque la historiografía se ha profesionalizado mucho en las últimas décadas, es difícil desprenderse de este legado que confunde la epopeya con la historia, y todavía hay escritores de historia que parecen debatirse entre ser estudiosos o directores de un club de fanáticos de figuras del pasado. Aún abundan estas historias-pedestales que se dedican a lisonjear personas, ideas o ejércitos.
Todavía están vivos muchos colombianos y colombianas que aprendieron el pasado nacional en el famoso Compendio de historia de Colombia, de Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, eminencias de la Academia Colombiana de Historia, que fue el texto guía de colegios desde 1910 hasta casi finales del siglo, y para cuyos autores parece que no hubo conquistador asesino ni presidente corrupto.
Tratando de conciliar las diferencias políticas del siglo XIX que nos llevaron a tantas guerras civiles, este libro intentó quedar bien con todos: rojos y azules, europeos y americanos (como si lo que nos hiciera falta es evitar el conflicto, en lugar de aprender a llevarlo por medios civilizados). Por ese camino han llegado hasta hoy los historiadores propagandistas que se siguen refiriendo a presidentes como “don” Marco Fidel Suárez, o “el doctor” Alberto Lleras, como si en vez de estudiar las consecuencias de sus gobiernos quisieran pedirles un puesto para una sobrina.
Además, en Colombia ningún presidente ha tenido doctorado, aparte de los que lo han recibido honoris causa, es decir, que los han recibido sin haber estudiado. Por eso, es un despropósito referirse a ellos como doctores; algunos de ellos incluso llegaron al poder apenas con el bachillerato. Sería mejor convertirnos en un país con muchas más personas con doctorado, en lugar de un país que le dice “doctor” a cualquiera.
Ya fue suficiente de supuestas gestas de grandes hombres, contadas por individuos diminutos. Contra esa historia-pedestal oponemos una visión horizontal, un acercamiento a los hombres del pasado sin perdonar sus errores ni matizar sus equivocaciones. Una historia que no se haga con miedo de quedar mal con alguien ni tenga vergüenza de ver el pus en la herida que los presidentes han ayudado a abrir. Una historia que los baje de sus elevados honores y haga buenos chistes con sus malos discursos (o viceversa).
Sin acreditarles todos los logros de la nación ni culparlos por todos nuestros males (que no sería más que otra forma de endiosarlos), queremos burlarnos de su doble moral y su mediocridad. Tal vez viéndolos en su ordinariez e intrascendencia dejaríamos de matarnos por ellos y por los partidos que han representado.
Por supuesto, las verdaderas historias sin pedestal son las que se han escrito y se siguen escribiendo sobre hombres y mujeres del común, sobre los procesos comunitarios de construcción de país en barrios y regiones, sobre las fuerzas culturales que modelan la vida de la ciudadanía, sobre la gente que no tiene más pedestal que las piernas que usa para marchar hacia el futuro. Esas historias sin pedestal son las que se deberían leer en lugar de este libro. O, más bien, son las que se deberían leer después de leer este libro. Porque, ya que lo tiene entre las manos, aproveche para pasar un rato divertido leyendo cómo les quitamos los pedestales a las estatuas de los pequeños grandes hombres que nos han gobernado.
* Historiador, profesor y editor. Se publica con autorización de Penguin Random House, sello Ediciones B.