No me hagas sombra, Alejandro
Diógenes de Sinope fue un hombre y un personaje. No tiene biografía sino anécdotas. Podría ser una broma refinada o una tesis sin firma.
Juan Sebastián Padilla Suárez
En los laberintos de la lingüística hay una confusión que pretende aclarar un curioso fenómeno del lenguaje: la grieta ─abismo─ que distancia lo que se dice de lo que se quiere decir, y, para colmo, los malabares que hace el interlocutor para interpretar el enunciado. La manera en la que postulo el prodigio comunicativo es bastante simple; sin embargo, es más interesante e interviene en él un sinfín de explicaciones que puede facilitar el goce de su comprensión. Pero viene a cuento porque dicen que primero fue la palabra y luego el malentendido. Y el verbo se hizo embuste.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
En los laberintos de la lingüística hay una confusión que pretende aclarar un curioso fenómeno del lenguaje: la grieta ─abismo─ que distancia lo que se dice de lo que se quiere decir, y, para colmo, los malabares que hace el interlocutor para interpretar el enunciado. La manera en la que postulo el prodigio comunicativo es bastante simple; sin embargo, es más interesante e interviene en él un sinfín de explicaciones que puede facilitar el goce de su comprensión. Pero viene a cuento porque dicen que primero fue la palabra y luego el malentendido. Y el verbo se hizo embuste.
Por ejemplo, se sabe que en Grecia el oráculo no solo era el soplón del futuro, sino también el que detonaba las tragedias, y con palabras, palabras divinas, marcaba a los héroes su camino a la tumba. Sus consejos encriptados en mensajes ambiguos arrojaban a los consultantes a la desesperante interpretación y los condenaba a las bifurcadas sendas del sentido. O del destino, del que no escapaban ni los dioses. Y allí estaban los mortales, míseros hombres de un día, ante la voz del dios, enfrentados a los designios de su propia libertad.
Le sugerimos leer: El Museo Británico quiere llegar a una “asociación del Partenón” con Grecia
Quiénes son mis padres, preguntó Edipo, pero el oráculo le respondió: matarás a tu padre y yacerás con tu madre. Guiado por las estrellas, Edipo huyó para no ver cumplidas las atrocidades que le vaticinó la profana voz de Delfos. Pero en su fuga mató a Layo y terminó en el lecho de Yocasta. Suerte parecida fue la de Esquilo que, ansioso por saber el término de su existencia, visitó la patria de Apolo y el oráculo le respondió que moriría aplastado por una casa. Asustado, como Edipo, recogió sus cacharros y se fue lejos de la ciudad, al campo abierto, donde no hubiese edificaciones que amenazaran con sepultarlo. Estando un día en cualquier pastizal sumido en sus meditaciones, o conspirando sus tragedias, tal vez, un águila confundió la brillante calva de su cabeza con una roca y dejó caer la tortuga que tenía agarrada, pues sabido es que las águilas despeñan las tortugas para romperles el caparazón y comérseles las entrañas. La profecía se cumplió: Esquilo murió aplastado por una casa.
Así también le ocurrió a Diógenes. Aunque las versiones que da Laercio en sus Sentencias son confusas, con más folclor que veracidad, en ellas cuenta que el Perro fue designado director de la Casa de Moneda de Sinope, y estando en el cargo se dejó persuadir por algunos pillos para falsificar monedas. Quizá para redimirse con su conciencia, visitó el oráculo y le preguntó si estaba bien aquello a lo que lo estaban induciendo, y el oráculo le recomendó con aprobación “reacuñar la moneda”. Aplicado a los deseos del dios, Diógenes se dio a la tarea de falsificar la moneda pública. Fue apresado y posteriormente desterrado.
Caso diferente fue el de Sócrates cuando el oráculo lo consagró como el más sabio entre los sabios, pues entendió que, si bien no había mentira en el oráculo, tampoco era literal lo que este decía. Desde entonces se volcó con grandes escrúpulos a interpretar la sentencia hasta el día de la cicuta.
Podría interesarle leer: Peggy Guggenheim, una Médici en el siglo XX
Sin embargo, a Diógenes no le faltó sabiduría. Volvió a Delfos, a lo mejor con aire vengativo, y le preguntó al oráculo, esta vez con más cuidado de detalle, cómo podía conseguir ser un “hombre célebre”. La respuesta fue la misma de su primera visita: adulterar la legalidad de la moneda vigente. Pero ahora lo haría a escala mayor: falsificaría todos los cuños corrientes en el mundo.
La razón o el dogal
Tal vez Diógenes fue el único sentenciado por el oráculo cuya revelación fue llevada a feliz puerto, pues en el descifrar de su mensaje se autorretrató como el más decidido de los filósofos, así haya pagado por ello como un proscrito. Rechazó todas las convenciones, desde el vestido hasta la decencia, y decidió vivir como un perro. Contrario a lo que se cree, no dormía en un tonel, sino en un cántaro de los que usaban en los tiempos primitivos para el sepulcro de los muertos. Nadie más desprovisto de artilugios innecesarios. Consecuente con su propia estética transgresora, despreció los bienes terrenales por indignos, y solo a través de la supresión del deseo buscó libertad y virtud.
No sucumbió a los encantos de la civilización, contrario a los remedos estoicos que, tiempo después, haciendo gala de las enseñanzas de la moral cínica, degradaron en ser alcahuetes de la esclavitud y predicaron evasivas como la libertad “puramente imaginaria”. A propósito, el brujo de Envigado escribió que “un pobre diablo que no tiene ningún poder, ¿qué otra cosa va a dominar si no es su propia alma?”. O sea que un estoico es como el animal que le arranca la fusta a su dueño para castigarse a sí mismo.
Lástima que la doctrina de Diógenes no tuvo vigor, escasamente su irreverencia alcanzaba para berrear contra el poder del mal, y aunque en la primera parte del siglo tercero antes de la cruz los cínicos estuvieron de moda, especialmente en Alejandría, no les alcanzó para proponer cosas nuevas. Solo se dedicaron a publicar panfletos con sermones sobre una vida sin bienes materiales. Como los evangélicos domingueros. O los militantes de la anacrónica justicia social. No obstante, los discípulos del Perro sí daban auténticas enseñanzas, por ejemplo lo tonto que es usar ropas costosas, sentir afecto por el “suelo propio” o llorar la muerte de un hijo.
Entre bromas y ficciones
Diógenes de Sinope fue un hombre y un personaje. No tiene biografía sino anécdotas. Podría ser una broma refinada o una tesis sin firma. Su vida ha sido una suerte de libro escrito por autores anónimos, como los apóstoles que urdieron a Jesucristo, o el mismísimo Platón, que engendró a Sócrates. Cada hecho contado parece un artificio obligatorio para justificar la invención. Acaso por la necesidad de fabricar literatura, la hipérbole y la distorsión figuran la historia de este filósofo sin obra. Como necesidad tuvo Suetonio, que tenía delirios de literato, de fabricar la muerte de Julio Cesar. Lo curioso es que en cada anécdota relatada, o inventada, qué importa, está la concreción de la doctrina cínica.
Le sugerimos leer: Efrén Martínez: “El sentido atrae, no empuja”
Falsificar la moneda
Abocado a destejer las palabras entreveradas del oráculo, optó por el honor y la sabiduría, aunque eso implicara ser un vagabundo en Atenas. Si el Perro vagara por estas calles modernas, seguro sentiría la misma repugnancia por las convenciones falsas: hombres sellados como reyes y generales, una sociedad ruin y frívola, multitudes miopes que persiguen la felicidad encantados por el sonido de un vil metal, el culto a los ídolos, el miedo a los dioses, filosofías inútiles que enredan la pita de la vida. Como entonces, hoy Diógenes, con los mismos hábitos de perro, no enseñaría la abstinencia de las muchas cosas buenas que tiene este mundo, sino algo más virtuoso: la indiferencia hacia ellas.
El fin de un socrático disidente
Murió a los 90 años. O eso dicen. Las causas son discutidas aún. Algunos, los más románticos, apuntan que lo mató un cólico después de haberse comido un pulpo vivo. Otros cuentan que la anécdota del pulpo parece ser menos graciosa, y que en realidad, tratando de repartir el pulpo entre los perros, uno de estos le mordió el tendón del pie. Lo del talón es un poco forzado, aunque también lo registra Laercio en su anecdotario de filósofos. La versión más convincente es la que asegura que murió por su propia voluntad: detuvo la respiración hasta caer. Su cadáver no tuvo sepultura, fue echado a los perros, pues ya estaba acostumbrado.
Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖