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“Quiero que estas palabras de presentación sean mi propio manifiesto de simpatía y amistad, y la expresión de mi deseo porque el testimonio admirable que es Jorge Barón pueda cumplir otros 40 años de éxitos y de servicios a Colombia”, se lee al final del prólogo escrito por Belisario Betancur para el libro Mis primeros cuarenta años, de Jorge Barón. Un montón de retazos que se convirtieron en autobiografía: los textos salieron de algunos de los días más oscuros del presentador, cuando pasó por una depresión de la que solamente pudo salir a través de la escritura.
Una “novia psicóloga” lo llevó a tramitar la melancolía con un lapicero y un papel: “Cuando se sienta triste, escríbame lo que ha hecho en su vida”, le aconsejó. Y así lo hizo. Cuando los pies le pesaban, la respiración le faltaba y las manos le temblaban no por fallas físicas, sino por tristezas hondas, hacía un recuento de su vida.
A Barón le quedan seis para sus segundos 40 años. Dice que, hasta ahora, su felicidad más grande es trabajar, así que “ojalá los periodistas” dejaran de preguntarle cuándo piensa retirarse. La respuesta ya está lista: el retiro de Jorge Barón como empresario, locutor y presentador será el retiro de Jorge Barón del mundo. Se muere y se retira. Ese es el plan. Sobre su pecado más grande piensa y piensa y piensa y termina por responder lo mismo que dijo sobre su plenitud máxima: trabajar.
La relación de amistad entre el presentador y el expresidente nació cuando este fue candidato. Barón terminó convirtiéndose en el asesor de imagen de Betancur y se encargó de grabar sus alocuciones presidenciales. En su escritorio, el mismo que tiene ahora (una mesa ancha de color madera, muy oscura, en donde hay papeles y teléfonos y libros y lapiceros. Una mesa ancha de una persona que parece organizar y coordinar y dirigir asuntos), se sentaban a escribir los discursos de los que salieron frases como “Sí se puede”. Barón cuenta que él escogía la ropa de Betancur, y que hasta viajó a Estados Unidos para conseguirle algo absolutamente innovador en esos tiempos, pero que para el tolimense ya era conocido por un viaje que hizo a Brasil: un telepromter. No sabe si por eso ganó, seguramente no, pero se ríe con una satisfacción visible cuando recuerda que el día después de ganar las elecciones a su programadora llegaron un policía y el presidente electo para agradecerle por su trabajo.
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Betancur y Barón, o López Michelsen y Barón, porque de los dos fue muy cercano; hablaban, semanalmente, del país. De consejos que el presentador pedía para moverse por zonas inseguras, de frases que los dos le regalaban para presentar sus programas, como la que obsequió López: “Los mejores días están por venir”.
“Para los colombianos que sean, como él, ejemplo de laboriosidad, entusiasmo y superación, este libro será con probabilidad recibido como una revista de sus propias vidas. Para otros quizá pueda servir de acicate con el fin de que se decidan a encarar su propio destino”, dijo Betancur en el prólogo en cuestión. Mientras Barón escuchaba esta lectura, asentía y, en las pausas, complementaba: “Este libro es un testimonio, mi vida es un testimonio, de que nada es imposible para una persona con voluntad”.
Hablemos más de la voluntad…
¿Quién le va a enfrentar la propia vida a uno? Nadie. No hay ningún lazo ni ningún salvador que le tire a uno el salvavidas. Me refiero a la voluntad de hacer las cosas, de enfrentar los problemas.
¿Y uno cómo se entrena para eso?
Con la mente limpia. Decidí usar mi mente, que es el recurso más importante que tengo, para darle un norte a mis ganas, a mis deseos. Con mi mente limpia hice todo lo que me propuse. Todo.
*
Durante los días de escritura de Mis primeros cuarenta años” su mente estaba llena de marañas que le nublaban el recuerdo de que él ya había sido capaz. Tal vez ese peligro viva en cada ser humano, pero Barón parece haber nacido con una condición especial que fue entrenando con los años: una fe absoluta en él. Y esos días de depresión se la estaban quebrando. Por eso hizo las tareas que le puso su “novia psicóloga”, que cuando terminó de leerlas, pensando que eran textos más bien sencillos, por no decir mediocres, descubrió que en sus manos tenía un libro.
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Como solo eran para que ella las leyera, y como el tedio le pesaba tanto a él, escribía con crudeza. Y como a medida que se escribe, se lee, el balance llegó más rápido que tarde: “De esta caída nadie me puede levantar. Hasta aquí me traje yo, así que también me sacaré yo”, cuenta que se decía. También comenta que, después de escribir, pasó de entrar en túneles oscuros y eligió los caminos empinados, pero despejados. Que fue durante esos días de oscuridad cuando decidió conocer al papa Juan Pablo II, y que allá llegó. Que fue durante esas crisis que decidió no engavetar el sueño de hacer el Show de las estrellas en el Madison Squar Garden, en Nueva York. Y así lo hizo: 30 mil personas lo convirtieron en empresario del que es considerado uno de los estadios o coliseos más famosos del mundo.
La espesura de las soledades de Barón le recuerdan una pausa que aún lo conmueve. Que uno de esos momentos en los que se sintió más solo y abandonado y traicionado fue cuando lo sacaron de la televisión. Que llevaba 48 años con el Canal 1. Que había sido uno de sus fundadores. Que siempre había participado con su 25 % en las licitaciones que se hacían y que era uno de los cuatro programadores del canal. Que “les dio” por achicar la propuesta y que solamente podía haber un proponente. Que así fue como Jorge Barón Televisión quedó por fuera del canal. Que le dolió porque está convencido de que era el programador más cumplido, el que pagaba con anticipación y en efectivo. El que jamás pagó una multa. Que lo ofendió porque, para él, sacaron al único programador que no tenían por qué sacar. Después de sali, recibió una llamada de RCN Televisión: su programa se emite en este canal desde hace seis años. De nuevo, el retiro de Jorge Barón de la televisión será el mismo día en el que se retire del mundo.
Más soledades como la de la vez en la que llegó a Nueva York para presentar el primer programa a color que había producido, pidió que lo recogieran y nadie llegó. Y entonces ahora relaciona esta ciudad con abandono y frío, aunque se esfuerza por valorar los buenos momentos. Otra soledad como la que, después de su primera separación, tenía que atravesar cuando dejaba a sus hijos mayores en el aeropuerto de Miami para que su mamá los recibiera: antes de abordar el avión de regreso se metía a llorar en un baño.
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Ha tenido marañas y marañas. Y cuando lo dice se ayuda con las manos, que va girando y girando para ser más gráfico con los enredos de su vida. Enredos de los que salió. Se recuerda esto para salir de los que sabe que vendrán. Está listo.
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La primera oficina de Jorge Eliécer Barón Ortiz también era su alcoba: un cuartico que quedaba junto a otros cuarticos, como la recepción. El suyo era la gerencia, pero también el dormitorio: después de que todo el mundo se iba, la señora que se ocupaba del aseo sacaba un colchón, lo tendía, corría los muebles e improvisaba una cama. Cuando se quedaba solo, hablaba con su padre, que para ese momento ya llevaba varios años muerto: “Papá, este es el comienzo”, le decía.
Pero, realmente, el comienzo fue en el barrio Posada Cuéllar, en Ibagué. El matrimonio de Bertha Ortiz de Barón y Luis Eduardo Barón Guerrero tuvo tres hijos: Amparo Barón, Luis Eduardo Barón y Jorge Eliécer Barón, que fue un niño que se dedicó a vender cometas desde los cinco años. A veces dejaba en reposo su microempresa para ayudarle a su mamá en La última lágrima, la tienda que tenían al lado del cementerio en el que las personas lloraban a sus muertos con un par de aguardientes. También le ayudaba a su papá, que tenía un camión de carga. ¿Y en qué le colaboraba?, pregunté. “Con la compañía”, contestó. Dormían en la cabina del camión.
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Jorge Barón dice que todo lo que ha conseguido en la vida ha sido gracias a su rol de “mirón”. Que no cree tanto en las universidades, los títulos o los contactos, como en la curiosidad y la determinación. En las apuestas completas. Es por todo esto que casi que cualquier cosa que se haga en una productora puede ser asumido por él. Antes de fundar su empresa, se fundó a él.
La primera vez que vio televisión fue durante el Mundial de Fútbol de Chile en 1962. Una sola persona en el barrio tenía la gran novedad en su sala y abrió las puertas de su casa para que todos los vecinos entraran a ver el partido, en el que Colombia empató con Rusia 4-4. El día del gol olímpico de Marcos Coll, fue el día en el que Jorge Barón vio esa caja a blanco y negro que mostraba unos “muñequitos moviéndose”.
El otro primer momento más importante de su vida fue con la música: estando embarazada de él, su mamá acercaba la radio para ponerle canciones como Hurí. Su favorita es la música folclórica interiorana. Ibaguereña, Bunde tolimense y Pueblito viejo son algunas de las canciones que no ha dejado de escuchar en su casa casi que todos los sábados por la tarde.
*
Hubo un lugar llamado Ciudad de hierro en el Parque Nacional de Bogotá. Había atracciones mecánicas y juegos de varios tipos. Vendían paletas. Jorge Barón tenía 18 años y Yudy, su novia, 17. A Barón solo le alcanzaba para las paletas. En uno de esos paseos en los que se distrajeron viendo cómo los demás se montaron en los aparatos que ellos ya habían visto varias veces, pero seguían asombrándolos, él hizo un dibujo: la j de Jorge y la o de Ortiz. Y con la parte inferior de la j formó la b de Barón. “Voy a ser un empresario muy importante en este país y voy a tener un edificio que identificaré con mi nombre”. A ella le dio risa. No le creyó. Meses después terminaron porque ella vivía en Ibagué y él en Bogotá. Y la relación se fue deteriorando por la distancia y se terminó. También se deterioró por la prima de ella que le llevaba las cartas a él. Y la historia con la prima también se acabó.
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Con la confianza que lo impulsó a hacer el dibujo, hizo todo lo demás. Y lo sigue haciendo. Dice que cuenta con él. Que así es como se logra el éxito. Su medida para alcanzarlo fue convertirse en locutor de radio y presentador de televisión. Julio Sánchez Vanegas, quien fue el dueño de La voz de Colombia, le dijo el día en el que se conocieron que estaba necesitando un locutor para grabar Concéntrese, un programa de concurso presentado por él, pero que no tenía plata para pagarle. “Yo no necesito plata”, le contestó Barón. Sánchez apreció el entusiasmo, pero le argumentó que si permitía que se quedara trabajando sin pagarle, se metía en un lío laboral. Barón le dijo que tranquilo, que él hacía lo que tuviera que hacer por la plata que hubiese. Sánchez le dijo que había un cupo para programador, que era como ser el todero. Barón aceptó. Ese día comenzó a contar las monedas para comer.
A Bogotá llegó con 10 mil pesos, dos camisetas manga corta y dos blu jeans Lec Lee que le empacó su mamá. Salió de Ibagué para ir a la universidad. Sintió tanto frío, que uno de sus primos lo llevó donde un sastre al que le encargaron un vestido de paño, un sobretodo y unos guantes. Entre lo que necesitaba para vivir en la capital (ropa, comida, alquiler de una habitación), lo que requería para su carrera de economía en la Universidad Externado (libros y transportes) y lo que conseguía para conquistar (invitaciones a gaseosa y ponqué Ramo), se agotaron los recursos.
Llevaba tres meses en la universidad cuando se dio cuenta de que se había quedado sin plata. Ya era reconocido entre sus compañeros, pero aún no había pisado una cabina de radio o televisión: como iba de paño, se hizo pasar por el profesor de matemáticas el primer día de clases. Les dijo a sus compañeros que comenzarían el semestre con un examen definitivo. Le creyeron. A los 15 minutos llegó el profesor real, le llamaron la atención, pero de ahí en adelante todos tuvieron que ver con su nombre.
Jorge Barón siempre soñó que todos tuvieran que ver con su nombre.