No pregunten más: Jorge Barón no se retira (II)
Segunda entrega de dos textos que responden las más recientes preguntas sobre uno de los hombres más famosos del país: artistas más cercanos, primeros años en la televisión, anécdotas del “Show de las estrellas” y su día a día en el presente.
Laura Camila Arévalo Domínguez
La emisora Mil veinte quedaba en la calle 24 con carrera 24, y Jorge Barón vivía en la carrera 3 con calle 1. Ser parte de la nómina de esa empresa, ese era su sueño. Que le pagaran por ser locutor, pero que le pagaran ahí, que era el lugar que lo movilizaba. Cuando entendió que los anhelos no caían del cielo (no todos) entró al edificio y le preguntó a la recepcionista el nombre del gerente. Ella le contestó que Jardany Suárez. Que si era muy difícil conseguir una cita con él, volvió a preguntar Barón. Que sí, respondió ella, porque ese señor solo atendía a personas “muy importantes”. Que claro, que ni más faltaba, respondió él. Al mes volvió con un paquete de uvas y una pregunta. La fruta como detalle por la cordialidad y la pregunta para darle una oportunidad a la recepcionista: “¿Se imagina contándoles a sus nietos que usted fue la mujer que le abrió las puertas de la radio y la televisión a Jorge Barón? Solo tendría que decir una mentira piadosa. ¿Cuál mentira?”, preguntó ella. “Dígale al doctor Jardany que el senador Fulanito de tal quiere hablar con él. Yo me encargó del resto”. Ella aceptó. Él entró y, después de unos minutos, contó la verdad. Que no era ningún senador, que era aspirante a locutor. Y al señor Suárez le gustó el arrojo del jovencito. Y así fue como conoció a Julio Sánchez Vanegas. Por Suárez. O por la recepcionista de Suárez.
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La emisora Mil veinte quedaba en la calle 24 con carrera 24, y Jorge Barón vivía en la carrera 3 con calle 1. Ser parte de la nómina de esa empresa, ese era su sueño. Que le pagaran por ser locutor, pero que le pagaran ahí, que era el lugar que lo movilizaba. Cuando entendió que los anhelos no caían del cielo (no todos) entró al edificio y le preguntó a la recepcionista el nombre del gerente. Ella le contestó que Jardany Suárez. Que si era muy difícil conseguir una cita con él, volvió a preguntar Barón. Que sí, respondió ella, porque ese señor solo atendía a personas “muy importantes”. Que claro, que ni más faltaba, respondió él. Al mes volvió con un paquete de uvas y una pregunta. La fruta como detalle por la cordialidad y la pregunta para darle una oportunidad a la recepcionista: “¿Se imagina contándoles a sus nietos que usted fue la mujer que le abrió las puertas de la radio y la televisión a Jorge Barón? Solo tendría que decir una mentira piadosa. ¿Cuál mentira?”, preguntó ella. “Dígale al doctor Jardany que el senador Fulanito de tal quiere hablar con él. Yo me encargó del resto”. Ella aceptó. Él entró y, después de unos minutos, contó la verdad. Que no era ningún senador, que era aspirante a locutor. Y al señor Suárez le gustó el arrojo del jovencito. Y así fue como conoció a Julio Sánchez Vanegas. Por Suárez. O por la recepcionista de Suárez.
“Señoras y señores, bienvenidos al momento del bolero”, decía Barón a través de los micrófonos de Ondas de Ibagué, la primera emisora en la que trabajó. Lo que más recuerda de ese tiempo es que llamaban algunas mujeres jóvenes y preguntaban cómo era, cómo se veía: yo tengo 18 años, mi cabello es rubio, tengo ojos azules, mido 1.80, juego basquetbol y tengo un cuerpo muy atlético. Y se moría de la risa con sus compañeros pensando que habían enamorado a otra incauta más, hasta que una de ellas llegó a la emisora y tuvo que sostener el romance a punta de agua (no había ni un tinto para ofrecer) y realidad genética tolimense: ojos cafés, mucho más bajo y cabello castaño. La jovencita de aquella vez se quedó.
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Después de Ibagué fue La voz de Colombia. En la emisora Mil veinte le preguntaban: “Señor locutor, diga usted, por favor, qué hora es”, y Barón respondía: con gusto, en la emisora Mil veinte son las dos de la tarde. “Gracias, muchas gracias, muchas gracias señor locutor”. Cualquier día y después de dar otra de las horas de la mañana o la tarde escuchó cuando dijeron que no había nadie para presentar un programa de cocina. Él se ofreció. Así fue como arrancó su vida en televisión. Le solicitó a la televisora nacional que le adjudicaran un horario específico, que él era capaz de producirlo. Y se consiguió un patrocinador. En 1967 ya producía un formato al que llevaba a los chefs más famosos de Bogotá en medio de shows musicales. Terminó esa licitación, y con ella el programa. Cuando se abrió una nueva aplicó con el Show de Jorge Barón y su estrella invitada.
Al principio tenía que presentar los programas con lo que se le cruzara por el frente: disfraces de bomberos, porteros, cocineros, mecánicos, médicos. No tenía con qué pagar vestuario, así que interpretaba el papel del atuendo de turno y así se evitaba salir en televisión con el único vestido de paño con el que iba a la universidad. Pero eso no era lo que él quería. Se imaginaba “como los grandes de Italia”, y esos tenían esmoquin. Cualquier día vio salir de la programadora a un cantante argentino llamado Alberto Garda. Tenía un esmoquin parecido al de los italianos de sus sueños. Lo abordó, le contó que era su admirador y le pidió que le vendiera el vestido que tenía puesto. “Por qué no compra uno nuevo”, le preguntó Garda, mientras sonreía entre asustado, incómodo y sorprendido. “Porque no me alcanza. Si quiere no me venda ese. Puede ser uno viejo”, agregó Barón y le contó sobre su programa y el sueño de presentarlo con un atuendo como el de él. “Bueno, le vendo uno viejo que tengo”. El trato se cerró en 200 pesos.
Barón tenía los huesos forrados. No pasaba hambre, solo era flaco. O, bueno, sí pasaba hambre, pero no pasaba tanta ni durante tanto tiempo para ser tan flaco. Esos días en los que no tuvo ni para comer se fueron despejando cada vez más con la compra de ese vestido. Ya había algo suyo. Dos tallas más grandes, pero suyo. Fue la mamá de una de sus novias la que le arregló la nueva compra, además de unas trusas para las bailarinas que estarían en su programa: su novia, la hermana de su novia, las amigas de su novia. Un coreógrafo amigo le ayudó con la coreografía y la orquesta la armó con los músicos de la Filarmónica y la Sinfónica de Colombia. Así fue como nació el Show de las estrellas, en 1969. El cambio de nombre fue gracias a una conclusión rápida que le llegó a medida que fueron pasando los programas: las estrellas son los artistas, no yo.
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El programa creció rápido. Y creció tanto que, para darse a conocer, los artistas debían pasar por el Show de las estrellas: no existía el satélite y grabar una canción era excesivamente costoso. Las compañías disqueras ponían los álbumes en las emisoras, y sí, la gente respondía a las canciones, pero no sabía nada de la apariencia de sus artistas. Barón se convirtió en el puente entre la gente y el cantante, la gente y el show en vivo, la gente y la música. Junto con un amigo mexicano que tenía un programa llamado Siempre en domingo, otro venezolano llamado Amador Bendayán y las compañías disqueras, comenzaron a hacer una especie de vaca para traer artistas internacionales. Eran unas especies de giras, pero de programas de televisión. Así fue como se comenzó a ver que Menudo, José José, Raphael o José Luis Perales, por poner algunos ejemplos, salían en la televisión colombiana. Y varios de ellos se convirtieron en sus amigos. Pero él adoró a Celia. La primera artista que estuvo con él en televisión fue Celia Cruz. Cantó Sopita en botella. Desde ese día, cada vez que ella visitaba Colombia había parada fija donde Jorge Barón.
Del Show de las estrellas le quedaron varios amigos entre los artistas nacionales e internacionales que presentaba. También historias, dichos, frases o costumbres, como “La patadita de la buena suerte”, que es importada. Se la regaló uno de los amigos con los que hacía conciertos: el día en el que lanzó Mis primeros cuarenta años, su autobiografía, Raúl Velasco, de México, le dijo: “Le voy a dar la patadita de la buena suerte para que le vaya bien”, y después le aconsejó dársela a todos “esos principiantes” que pasaban por su programa, para que les fuera bien. “Es la fe que la persona ponga en ese acto. Si uno le pone fe, la patadita o el besito (porque también tengo besito de la buena suerte), funciona”, dice Barón.
El pasado 24 de diciembre dio su concierto de rutina en Ibagué. Lleva más de 50 años pasando la Navidad y el Año Nuevo sobre un escenario. Antes debía pedir que le habilitaran los potreros para hacer el programa. Dice que no le importa mucho la infraestructura, solo llegar. Y llegar bien lejos y profundo, así deba montarse en balsas que lo atraviesen de extremo a extremo, tenga que pedirles permiso a las guardias indígenas o tenga que disimular que miles de bichitos chiquitos se le meten a la boca por las luces del escenario mientras grita su famoso “Eeeeeeeentusiasmoooooo”. Ese día, o esa noche, la recuerda junto con Arelys Henao, tragando y tragando zancudos sazonados con sudor por el calor del lugar que visitó.
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Para haber mantenido un programa como el Show de las estrellas, tuvo que dejar a un lado lo que le gustaba a él, que es la música folclórica interiorana y los boleros, para darle paso a lo que pedía el público. Que por esto fue que, además, se convirtió en el promotor del reguetón: el papá de J Balvin fue quien llevó a su hijo a su oficina y le pidió apoyo. Así fue como el cantante antioqueño, que ahora se presenta en Super Bowls, comenzó en sus programas. Y algo así ocurrió con Maluma y Karol G.
Recuerda las serenatas con nostalgia. Se pregunta cómo es que se enamoran ahora, si él se la pasaba inventándose programas y dedicando canciones que le ensalzaban aún más esa sensación del amor que abruma y adormece. Que cómo es que se flota ahora, se pregunta. No desdeña el reguetón, pero cómo se dedica una canción así para hablar de amor. Si en ninguna de esas canciones explican cómo es que alguien se llevará a su amor aunque no quiera, aunque pasen los días y los años, aunque para olvidarlo lo maldiga.
Probablemente hoy Jorge Barón se levantará a las seis de la mañana. También es probable que ocupará su mañana en hacer sus ejercicios rutinarios para cuidar sus pulmones. Seguramente se levantará solo y desayunará huevo, arepa y fruta. Renegará cuando, como todos los días, se encuentre con que tiene que sacar los dos carros del garaje: primero el que está más cerca de la puerta, después el que le sirve para ese día, dejarlo afuera, luego meter el otro, cerrar el garaje. Y mal, comenzar mal, pero recuperarse rápido porque el día seguirá y para ese momento serán las 8 de la mañana. A la oficina llegará a las 9 y planificará su día: citas pendientes, clientes, llamadas. Almorzará algún caldito de carne con arepa, así se quiera comer una lechona tolimense. No podrá. Ya son 74 y debe cuidarse. Además, no tendrá cómplices. Jorge Barón se retirará de la televisión el día en el que se retire del mundo, y nadie quiere eso, así que le ayudarán a que se ayude. En la tarde empatará con el Noticiero del espectáculo y se preparará para terminar el día ultimando detalles para el concierto del 31 de diciembre. El pasado 24 fue tendencia en Twitter. Tal vez el próximo repita. Así lo critiquen o lo anhelen o lo recuerden o pregunten cuándo es que se retirará. Seguramente repetirá. Seguirán diciendo que su nombre es más colombiano que la bandera, el escudo o el himno. Todos seguirán teniendo que ver con él hasta el día de su retiro más radical, que parece lejano. Asegura él que será lejano. Y Jorge Barón ha cosechado su credibilidad.