No sabemos parar (reflexiones sobre vivir con ansiedad)
Desde el 2023, año en que publiqué “La era de la ansiedad”, ya no recuerdo cuántas personas se me han acercado a señalarme que el tema de la obra es el tema en sus vidas: sus niveles de ansiedad son simplemente desmedidos. Nadie sabe muy bien por qué.
Roberto Palacio
Una chica muy joven me decía con un humor entre triste y burlón que ella ha debido aparecer en la portada. No hace falta un estudio para afirmar la enorme prevalencia de la ansiedad. Aunque los hay: los niveles de ansiedad de un estudiante de secundaria hoy, según The American Institute for Cognitive Therapy, son comparables a los de un paciente psiquiátrico de la década de 1950. Y claro que la pregunta entonces parece inaplazable: ¿por qué vivimos en tiempos marcados por la ansiedad?
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Una chica muy joven me decía con un humor entre triste y burlón que ella ha debido aparecer en la portada. No hace falta un estudio para afirmar la enorme prevalencia de la ansiedad. Aunque los hay: los niveles de ansiedad de un estudiante de secundaria hoy, según The American Institute for Cognitive Therapy, son comparables a los de un paciente psiquiátrico de la década de 1950. Y claro que la pregunta entonces parece inaplazable: ¿por qué vivimos en tiempos marcados por la ansiedad?
La ansiedad es un estado peculiar. No es idéntica a la angustia, que siempre parece ser angustia por algo, como señalaba el filósofo danés Kierkegaard: no logré los números del mes; mi hija no pasará en las pruebas escolares. La ansiedad es una condición permanente que no nos abandona, independientemente del estado del mundo: nos acostamos con ansiedad, nos levantamos en el mismo estado, sin una amenaza patente. Se trata del latido de un mundo que sigue haciendo tic-toc dentro de nosotros, incluso cuando toda amenaza ha cesado, en el que nos asalta una sensación “cósmica” de que algo malo pasará, independientemente de lo que hagamos. ¿Por qué nuestra relación con el mundo está marcada por este extraño sentido de inevitabilidad?
El problema se ramifica en mil direcciones. Pero intentaré dar un panorama. Por un momento imagínese un mundo en el cual tenemos a la mano una serie de herramientas que hace unas décadas no hubiéramos soñado, como un canal de televisión para nosotros, una emisora con sus respectivos programas, redes y toda clase de espejos que nos reflejan en los ángulos y estados en los que solemos estar: el llanto, la alegría desmedida, la nostalgia. En ese mundo, todos estamos frente a un micrófono, todos tenemos afán de contarle al otro quién soy. Todos estamos en el modo de emisor, todos nos producimos a nosotros mismos. Una cosa no ha cambiado: queremos el reconocimiento de los otros tanto como antes, queremos ser descubiertos, redimidos. Solo falta un personaje: el receptor, quien mire, lea, pondere los contenidos que todos producimos. Nuestra crisis contemporánea es una de lectores, no solo de libros, sino de esta desmedida producción propia.
Tantas cosas dependen de ser “leídos”; ya no forjamos nuestra identidad como hace treinta años, atentos a una voz interior que se rebela contra los valores hipócritas. Hoy botamos un contenido a una red focal en el enorme océano que es el internet, y esperamos el “like”. Cuando no llega nos definimos con dos términos que son nucleares a la contemporaneidad: “winner” (ganador) o “looser” (perdedor). El sociólogo canadiense Jonathan Davis lo llama el modelo performativo de la identidad; la identidad es un “performance”, una puesta en escena, y, como tal, siempre está a la espera del aval del otro. La ansiedad contemporánea se estructura en torno a una expectativa por saber qué se ha dicho de mí, cómo me propuse en la red, cómo estoy siendo visto, siempre pendiente de un “rating” definitivo, en un mundo incapaz de emitir juicios sobre si algo es mejor que alguna otra cosa.
Pero no es solo en las redes. La esencia de esta autoproducción se replica en el trabajo. Somos la sociedad del rendimiento, como diría el filósofo sur-coreano Byung-Chul Han. Nos hemos llevado la empresa a casa. De hecho somos la empresa: la exigencia se ha convertido en autoexigencia, una en la cual no paramos: entro a innumerables reuniones en el día, soy “multitasking”, en mi tiempo libre visito el gimnasio para que el estado físico no vaya a manchar mi rendimiento. No sabemos parar. Somos pobres en negatividad, dice Chul Han. El ejercicio mismo, el ritmo cardiaco y hasta los pasos que doy son objeto de medición como lo podrá atestiguar cualquiera que lleve un “smartwatch”. Esto no significa que ya no tengamos como parámetro al otro: los resultados sieguen siendo centrales, los números. Solo que ahora soy yo el explotador y el explotado.
La medida, la instancia comparativa, parece pender sobre nosotros permanentemente. En un mundo en el que nos parece prepotente figurar por el talento, el otro se vuelve una medida absoluta a imitar, a superar. Y en ese orden de ideas, no nos exigimos nada menos que la perfección. La ansiedad es la retícula inevitable de un mundo en el que no parecemos capaces de perdonarnos nuestras imperfecciones. Instagram, por citar un ejemplo, es una red diseñada para la comparación: el post cuadrado, el video a menudo efímero, los filtros. El mismo símbolo de la marca es la lente de una vieja Polaroid que nos recuerda que nos fotografiamos para ser cotejados. No se nos está vendiendo acá, ni en TikTok nada distinto a nosotros mismos: el usuario es la mercancía, y la perversidad del mercadeo consiste en saber no solo que nunca tendremos suficiente de este producto (como las Pringles, siempre querrás uno más), sino que toda percepción de otro rostro solo nos invita a una comparación: ¿soy más bonita que ella?… Yo no me veo así de gorda, ¿verdad?
Las redes han jugado con estos mecanismos primitivos de nuestro cerebro que es en esencia el mismo desde el neolítico: ver rostros, piel, desnudos nos resulta irresistible, como inevitable la comparación. No estamos hechos para ver dos mil rostros en el día; apenas 100, el tamaño aproximado de la tribu nomádica primitiva de la cual descendemos. Cualquier medida sobre ello nos expone al riego de la distorsión propia. Siempre en la red hay alguien dibujando mejor que yo, haciendo los oficios más básicos mejor que yo, viéndose mejor que yo. El sociólogo Jonathan Haidt publicó en 2024 su libro “Una generación ansiosa”. Esta medida comparativa produce efectos adversos sobre nuestra autopercepción. Investigadores en Francia expusieron a mujeres jóvenes a fotografías digitales de mujeres muy bellas y esbeltas, advirtiéndoles que eran retocadas. Descubrieron que las mujeres jóvenes expuestas a las imágenes se volvieron más ansiosas por su propio cuerpo y apariencia. Pero aquí está lo sorprendente: las imágenes aparecieron en una pantalla durante solo 20 milisegundos, demasiado rápido para que ellas se dieran cuenta de lo que habían visto. Los autores concluyen que “la comparación social tiene lugar fuera de la conciencia y afecta las autoevaluaciones explícitas”. Esto significa que los frecuentes recordatorios que las niñas se hacen entre sí de que las redes sociales no son la realidad es probable que tengan solo un efecto limitado, porque la parte del cerebro que hace las comparaciones no se rige por la parte del cerebro que sabe, conscientemente, que solo está viendo videos destacados y filtrados.
La idea contemporánea de la fama se circunscribe dentro de los mismos parámetros, y es una parte fundamental de la ecuación de la ansiedad. El modelo de nuestras personas famosas es uno en el que la popularidad se adquiere por nada en especial. Considérese a Kim Kardashian: ¿es una actriz? ¿Cantante? ¿Estrella del cine porno? Paris Hilton parece destacarse justamente por su incapacidad de hacer cosa alguna, como bien se ve en la serie “The simple life”. Pero su inepcia parece haberla ascendido varios escaños en la fama. Como grupo humano hemos disociado la capacidad contributiva de una persona al grupo humano de su valor como individuo. El resultado: los más famosos y admirados son justamente los incapaces de contribuir en los asuntos centrales del colectivo amplio: producir nuevas ideas, la resolución de nuestros temas centrales como la desigualdad o la guerra, la transmisión de un legado que es propio de la especie. Si ellos son famosos, ¿yo por qué no? Algo debo estar haciendo mal ¿Cómo no vivir con ansiedad en un mundo tal? La ansiedad nace de esta búsqueda de superioridad sin méritos que parece haberse apoderado de la vida pública.
¿Qué hacer con nuestra ansiedad? ¿Debemos salir corriendo al psiquiatra a que nos cure de ella? Como bien decía Albert Camus de la piedra de Sísifo, el personaje de la mitología griega que fue condenado por los dioses a subir una piedra por la ladera de una montaña, solo pare verla caer una y otra vez, al menos esa piedra y esa montaña cargada de noche eran suyas. Nuestra ansiedad es nuestra, y quizá sea esto un camino de autodescubrimiento… que de algo sirva sentarnos contiguos al Demogorgon que está en otra dimensión, pero apenas a unos centímetros de donde sobre-pensamos. Si tan solo lográramos que no nos consuma, que no cristalice nuestra atención y la vuelva monotónica. Tal vez, solo tal vez, lo digo porque no soy terapeuta y no vivo de curar condiciones que creo nos podrían enseñar de nosotros mismos, pudiéramos reconocer que no somos perfectos, que no somos empresas, que nuestra labor no es reinventarnos todo el tiempo, habremos dado un primer paso para transmutar la ansiedad en descubrimiento. La denominación de ganadores y perdedores nos cae como un falso dilema, porque a menudo nos clasificamos en ambas categorías y la vida es muy compleja para reducirnos a la autopista ascendente del triunfo o a la receta inevitable del fracaso como única ecuación. Y, ciertamente, podemos ser sin el peso ominoso de “like”. Si tan solo aprendiéramos a perdonarnos la estupidez que nos ataca de vez en cuando y contra la cual hasta los dioses luchan en vano… si tan solo lográramos algo de esto, quizá podríamos convivir con nuestra ansiedad.