Notable daño del buen servicio
Presentamos una reseña del documental “Ana Rosa” de Catalina Villar, la cual fue estrenada el 8 de febrero.
Diana Castro Benetti - TW @dcastrobenetti - otro.itinerario@gmail.com
Nadie sale ileso después de ver la película que dirigió la colombiana Catalina Villar sobre su abuela paterna Ana Rosa Gaviria. La insinuación de biografía es, en realidad, un relato en primera persona sobre una búsqueda persistente de lo que fue Ana Rosa para la cineasta. Las certezas de su existencia dejaron huellas que le permiten inferir lo básico: una mujer nacida en Honda a principios del siglo XX, buena pianista, cantante y madre. En la foto de su carné de identidad tiene el pelo recogido, la cabeza inclinada y una mirada diáfana. Revela la clásica pose de estudio y se intuye la inocencia de juventud. Villar no logra describir a su abuela en la película y ofrece un boceto basado en recuerdos de los suyos y la puerta de la casa de una Bogotá señorial. A Ana Rosa la ronda la invisibilidad. Pero ¿por qué nos conmueve esta narración visual de 93 minutos 70 años después?
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Nadie sale ileso después de ver la película que dirigió la colombiana Catalina Villar sobre su abuela paterna Ana Rosa Gaviria. La insinuación de biografía es, en realidad, un relato en primera persona sobre una búsqueda persistente de lo que fue Ana Rosa para la cineasta. Las certezas de su existencia dejaron huellas que le permiten inferir lo básico: una mujer nacida en Honda a principios del siglo XX, buena pianista, cantante y madre. En la foto de su carné de identidad tiene el pelo recogido, la cabeza inclinada y una mirada diáfana. Revela la clásica pose de estudio y se intuye la inocencia de juventud. Villar no logra describir a su abuela en la película y ofrece un boceto basado en recuerdos de los suyos y la puerta de la casa de una Bogotá señorial. A Ana Rosa la ronda la invisibilidad. Pero ¿por qué nos conmueve esta narración visual de 93 minutos 70 años después?
Lo que resulta tremendo de la película de Catalina Villar no es la intimidad enterrada sino el símbolo que logra construir desde los cimientos de una historia familiar que, hay que decirlo, trata con asertividad y la delicadeza de una duda razonable. Duro equilibrio. Villar describe la mujer de las primeras décadas del siglo XX: damas con emociones intensas, de ánimos variables y acciones excéntricas como el vestirse de hombre. Mujeres que pisaban las fronteras peligrosas del canon moral, con reputaciones frágiles y rumores de inadaptación a las costumbres de familia. En el cenit del siglo XX, Ana Rosa era una persona alegre con una adicción creciente a la morfina porque quería apagar sus fuertes dolores de cabeza. A los 52 de años, dejó de ser ella para ser otra: le practicaron una lobotomía.
Intuyo y temo la herencia de una educación sentimental provinciana enfocada en la obediencia, la sumisión y la necesidad social de corregir, mejorar, cambiar y, sobre todo, sofocar, las pasiones y toda libertad naciente femenina. Ana Rosa hace parte de esas generaciones de mujeres que aterrizan en el siglo XX con sus manuales para señoritas debajo del brazo y el acatar las normas de comportamiento como única consigna: bajar la mirada, juntar las rodillas, poner las manos en el regazo y permanecer calladas. Un proceder que era el salvoconducto de identidad para ser alguien en la sociedad patriarcal y narcisista. Dejar atrás la buena conducta era un “notable daño al buen servicio” y, cuando esto sucedía, ellas podían terminar en el asilo, el manicomio o en las manos de un médico de buenas intenciones que las recetara. Era el control sobre los cuerpos y había que cuidar las “inflamaciones del pecho” como cuenta Zandra Pedraza Gómez en su libro “En cuerpo y alma: visiones del progreso y la felicidad”. La película de Catalina Villar es un enorme ensayo crítico cultural, único en Colombia, que cuestiona las técnicas para tratar viejas dolencias femeninas. Deja de lado el ombliguismo del cine de guerra y nos acerca al espejo de nuestra historia con mayúscula.
Desde el arte audiovisual, Villar demuestra cómo detrás de un dictamen y un tratamiento hay siempre un arquetipo de pensamiento. La lobotomía fue una solución terapéutica en los 50. El señor Egas Moniz obtuvo el Premio Nobel en 1949 al presentar un caso de lobotomía “exitosa” en un chimpancé. Luego del extraño reconocimiento, el 85% de las lobotomías realizadas en el mundo fueron practicadas en mujeres. Freeman, un médico estadounidense que viajaba con su “lobotomóvil”, perfeccionó la técnica de Moniz y un colombiano la importó hacia 1942. Se presentaba como una cura a la “melancolía simple” y al “notable daño del buen servicio”. La esquizofrenia era tratada con electroshocks, rancios indicios de cómo la experimentación médica tuvo cara de mujeres, negros e indígenas. Hoy, muchas de estas variaciones anímicas son miradas de otra manera: la medicina evolucionó y ya no se ahuyentan los malos espíritus con trepanaciones.
La película “Ana Rosa” es todas las mujeres del mundo que fueron sometidas a una lobotomía, una fresca y punzante versión del cine colombiano donde los creadores se hacen las preguntas difíciles. Imagino por un instante que Ana Rosa se sintió libre y ardiente y, desde ese espacio de redención, celebro la valentía y la lucidez de Catalina Villar. Duele, pero hay que quedarse hasta el final.