Notas de madera salvaje (El cajón de santaora)
Los muertos no pueden perder nada porque ya lo han dejado todo. Es así como un sonido minúsculo representa una enorme ganancia para ellos: gotas de lluvia en la ventana, voces de objetos inanimados, cantos de petirrojos. Incluso, las notas del bosque salvaje se convierten en un eco generoso que puede crisparles las entrañas.
Julia Díaz Santa
Simeon Pease Cheney estaba muerto cuando empezó a escribir el canto de los pájaros de su jardín en partituras. Y siguió muerto cuando trazó en el pentagrama las notas de la cañería mal cerrada que “caían a la regadera apoyada sobre los adoquines del patio”.
No hay otra razón. Solo un muerto desdeñaría todo lo que su tiempo ofrecía: el culto al virtuosismo instrumental, la arrogancia de los genios compositivos. Qué decir de las mejoras tecnológicas y los avances de la ciencia acústica.
Pero él ya era un fantasma cuando Edison inventó el fonógrafo, en 1877. Y no quiso volver a la vida, pese a que la ópera y los conciertos sinfónicos estallaban en los teatros de Nueva York. El puerto no estaba tan lejos de Geneseo, de su parroquia. Pero los difuntos no soportan los excesos.
Así que, en los años impetuosos del romanticismo, Cheney cerró los oídos a las canciones íntimas, aplaudidas con guantes por la burguesía. Tenía demasiado con el festín de su patio: hiedras, musgos, babosas, helechos mojados. Lo dijo Pascal Quignard en el libro En ese jardín que amábamos: “Solos, los pájaros nocturnos ensayan, sin muchas variaciones, sus trinos muy bajos, muy hermosos, muy humildes, muy apagados, muy breves”.
Siglo y medio después, motivado por los ecos de aquel pastor de mil ochocientos, el francés quiso escribir sobre Cheney. Y lo hizo a través de lo que el mismo definió como una serie de escenas dilatadas, afligidas, de acción lenta, muy cercanas al drama musical del teatro nō japonés.
Encontré ese título hace unas semanas, en la mesita de la sala de espera. Me cautivó la página cincuenta y dos. Cuando el recitador hace sonar en silencio “el tintineo de la cadena de hierro del aljibe que golpea contra la extraña campana del balde vacío que desciende en la penumbra vertical del círculo de piedras”.
Y es que Cheney, muerto como estaba, anotó incluso los acentos del chisporreteo del fuego, de la madera que chasquea, del roce de la piel en la tela de los vestidos. Y también el canto de todas las aves que sonaron en su jardín, desde 1860 hasta 1880.
Todo empezó con la muerte de su esposa durante el parto de su hija. Una vez enterrada, él decidió morirse con ella. Y entonces le sobraba todo. Incluso ella, la pequeña Rosemund, memoria intolerable de su esposa fallecida. Paradójicamente, esa desatendida sucesora fue la única que apreció, por ese entonces, la obra de un padre presente únicamente para los sonidos de la naturaleza y la música de los objetos inanimados.
Rosemund aprendió a regalarse flores a sí misma, junquillos. Fue profesora de canto y de violoncelo, lectora entusiasta de Emily Bronté: “Las riquezas tengo en poca estima; / y del amor me río con desprecio; / y el deseo de la fama no fue más que un sueño/ que desapareció con la mañana. /Y si rezo, la única oración/ que mueve mis labios es: ¡Deja que se vaya el corazón que ahora soporto y dame libertad!”
Quignard dibuja los problemas de audición que ella padeció, cuando ya no podía escuchar las notas del piano mientras su padre tocaba. “¿Por qué únicamente del piano? Oigo perfectamente los cantos de los niños en la iglesia”, preguntaba desconcertada.
Cuando su padre muerto finalmente agonizó, en 1890, ella gastó sus ahorros para publicar el libro de las anotaciones sonoras, bajo el título Wood Notes Wild. Gracias a ese gesto, entre otras cosas, Dvorak citó esas composiciones naturales en su cuarteto de cuerdas No. 12.
Hay un refrán mexicano que dice: al vivo todo le falta, al muerto todo le sobra. Ciertamente, los muertos no pueden perder nada, porque ya lo han dejado todo. Es así como un sonido minúsculo representa una enorme ganancia para ellos: gotas de lluvia en la ventana, voces de objetos inanimado, cantos de petirrojos. Incluso, las notas del bosque salvaje, se convierten en un eco generoso que puede crisparles las entrañas.
Si Cheney hubiese estado vivo, quizás esa desastrosa carencia le habría impedido siquiera atisbar la exuberancia del silencio, interrumpido sutilmente por el canto de los objetos y la armonía de la naturaleza. Tampoco Rosemund habría aprendido a comprase junquillos. Y nosotros, nosotros hubiéramos perdido esas anotaciones peregrinas sobre la música esencial.
Simeon Pease Cheney estaba muerto cuando empezó a escribir el canto de los pájaros de su jardín en partituras. Y siguió muerto cuando trazó en el pentagrama las notas de la cañería mal cerrada que “caían a la regadera apoyada sobre los adoquines del patio”.
No hay otra razón. Solo un muerto desdeñaría todo lo que su tiempo ofrecía: el culto al virtuosismo instrumental, la arrogancia de los genios compositivos. Qué decir de las mejoras tecnológicas y los avances de la ciencia acústica.
Pero él ya era un fantasma cuando Edison inventó el fonógrafo, en 1877. Y no quiso volver a la vida, pese a que la ópera y los conciertos sinfónicos estallaban en los teatros de Nueva York. El puerto no estaba tan lejos de Geneseo, de su parroquia. Pero los difuntos no soportan los excesos.
Así que, en los años impetuosos del romanticismo, Cheney cerró los oídos a las canciones íntimas, aplaudidas con guantes por la burguesía. Tenía demasiado con el festín de su patio: hiedras, musgos, babosas, helechos mojados. Lo dijo Pascal Quignard en el libro En ese jardín que amábamos: “Solos, los pájaros nocturnos ensayan, sin muchas variaciones, sus trinos muy bajos, muy hermosos, muy humildes, muy apagados, muy breves”.
Siglo y medio después, motivado por los ecos de aquel pastor de mil ochocientos, el francés quiso escribir sobre Cheney. Y lo hizo a través de lo que el mismo definió como una serie de escenas dilatadas, afligidas, de acción lenta, muy cercanas al drama musical del teatro nō japonés.
Encontré ese título hace unas semanas, en la mesita de la sala de espera. Me cautivó la página cincuenta y dos. Cuando el recitador hace sonar en silencio “el tintineo de la cadena de hierro del aljibe que golpea contra la extraña campana del balde vacío que desciende en la penumbra vertical del círculo de piedras”.
Y es que Cheney, muerto como estaba, anotó incluso los acentos del chisporreteo del fuego, de la madera que chasquea, del roce de la piel en la tela de los vestidos. Y también el canto de todas las aves que sonaron en su jardín, desde 1860 hasta 1880.
Todo empezó con la muerte de su esposa durante el parto de su hija. Una vez enterrada, él decidió morirse con ella. Y entonces le sobraba todo. Incluso ella, la pequeña Rosemund, memoria intolerable de su esposa fallecida. Paradójicamente, esa desatendida sucesora fue la única que apreció, por ese entonces, la obra de un padre presente únicamente para los sonidos de la naturaleza y la música de los objetos inanimados.
Rosemund aprendió a regalarse flores a sí misma, junquillos. Fue profesora de canto y de violoncelo, lectora entusiasta de Emily Bronté: “Las riquezas tengo en poca estima; / y del amor me río con desprecio; / y el deseo de la fama no fue más que un sueño/ que desapareció con la mañana. /Y si rezo, la única oración/ que mueve mis labios es: ¡Deja que se vaya el corazón que ahora soporto y dame libertad!”
Quignard dibuja los problemas de audición que ella padeció, cuando ya no podía escuchar las notas del piano mientras su padre tocaba. “¿Por qué únicamente del piano? Oigo perfectamente los cantos de los niños en la iglesia”, preguntaba desconcertada.
Cuando su padre muerto finalmente agonizó, en 1890, ella gastó sus ahorros para publicar el libro de las anotaciones sonoras, bajo el título Wood Notes Wild. Gracias a ese gesto, entre otras cosas, Dvorak citó esas composiciones naturales en su cuarteto de cuerdas No. 12.
Hay un refrán mexicano que dice: al vivo todo le falta, al muerto todo le sobra. Ciertamente, los muertos no pueden perder nada, porque ya lo han dejado todo. Es así como un sonido minúsculo representa una enorme ganancia para ellos: gotas de lluvia en la ventana, voces de objetos inanimado, cantos de petirrojos. Incluso, las notas del bosque salvaje, se convierten en un eco generoso que puede crisparles las entrañas.
Si Cheney hubiese estado vivo, quizás esa desastrosa carencia le habría impedido siquiera atisbar la exuberancia del silencio, interrumpido sutilmente por el canto de los objetos y la armonía de la naturaleza. Tampoco Rosemund habría aprendido a comprase junquillos. Y nosotros, nosotros hubiéramos perdido esas anotaciones peregrinas sobre la música esencial.