Noventa años de arte
Noventa años cumplió Fernando Botero. Y a esta edad continúa trabajando con el mismo tesón que ha tenido desde que en su juventud decidió ser artista.
Juan David Zuloaga D.
Nacido en una Medellín resguardada por las montañas, hizo allí sus primeros trazos. Terminado su bachillerato viajó a Bogotá, donde tiempo después obtendría el segundo puesto en el IX Salón Nacional de Artistas. Andado el tiempo viajaría a Europa con la bolsa del premio.
En Europa, en los principales museos de Italia y España (en especial el Museo del Prado en Madrid y la Galería de los Oficios en Florencia), tuvo ocasión de ver las obras de los grandes maestros y tuvo la oportunidad de aprender de ellos, de beber de ese manantial inagotable que en todas las artes son los clásicos. Luego apreciaría la evolución del arte moderno (es decir, el arte que en Occidente se ha hecho desde el siglo XIV hasta nuestros días) y se enamoraría del primer Renacimiento italiano, que ya es logro y culminación y esplendor; sobre todo encontraría su espíritu afinidad con la obra de Piero della Francesca, cuya aura rezuma en las obras del colombiano.
Como casi todos los artistas de su generación y de la generación subsiguiente, su carrera no fue ajena a la docencia. Enseñó en las Escuelas de Bellas Artes de la Universidad Nacional y de la Universidad de los Andes. Allí, en una de sus clases, conocería a su primera esposa: Gloria Zea.
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Luego vendría la búsqueda de una expresión propia, la consolidación de un estilo. Pero antes vendrían sus viajes por México y Estados Unidos, así como las repulsas de los galeristas, las incomprensiones del público, la fiereza de la crítica; vendrían la separación de su esposa, la errancia neoyorquina, las nostalgias de la ausencia, las dilaceraciones de la duda, las soledades sin nombre y las angustias sin cuento que nos depara la suerte. Pero allí estuvo la tenacidad y la perseverancia del artista para, decidido, continuar su camino.
Un accidente -como ha ocurrido algunas veces en la historia de las artes, de las ciencias, de la humanidad- sellaría su estilo. Pintando una mandolina, dibujó muy pequeña la boca de la caja de resonancia y notó que ganaba el instrumento musical un volumen inusitado. Y desde entonces anduvo en busca del volumen: voluminosos los seres que pueblan sus cuadros, voluminosos los cerros y las colinas, voluminosas las palomas, voluminosos los ataúdes, las monjas voluminosas, voluminosas las frutas y los tenedores que las trinchan, voluminosas las esculturas. Esas mismas esculturas que, imponentes, habrían de dialogar con el urbanismo y la arquitectura de los Campos Elíseos muchos años después, en 1992.
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Pero antes vinieron las pruebas y los tanteos, la liberación de la pincelada y la experimentación con el color. Así se hizo la Camera degli Sposi (Homenaje a Mantegna es el subtítulo de la obra) que nos fue dado apreciar -su segunda elaboración; la primera versión, realizada en 1958, parece que se perdió para siempre- hace unos años en la muestra del Museo Nacional titulada El joven maestro: Botero, obra temprana (1948-1963), exposición que conmemoraba sus 70 años de vida artística. Arrancaría allí, en los sesenta, un período de búsqueda y de experimentación que desembocaría en un trazo grueso y un color de tintes expresionistas que inaugurarían el que es quizá su mejor período, materializado en esas obras de finales de los sesenta y de los primeros años de la década del setenta, tan llenas de libertad y de fantasía.
Y por fin advendrían la consolidación de un estilo, el realce de un nombre, la ovación del público y el reconocimiento de la crítica. Advendrían las grandes exposiciones en las galerías más prestigiosas, primero; en los grandes museos, después. Advinieron las ventas internacionales, el posicionamiento en el mercado del arte, la tranquilidad para, ajeno a todo ello, seguir trabajando sin cesar. Advendría la satisfacción del deber cumplido, el sosiego que otorgan los sueños realizados, la recompensa fértil tras las jornadas arduas de trabajo…
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Y en el camino, en el año 2000, la donación de parte de su colección privada y de muchas de sus obras al Museo de Antioquia en Medellín y a la Casa de la Moneda en Bogotá, afianzando un museo con obras de algunos de los mejores artistas de la historia del arte occidental. Un gesto de generosidad acaso sin parangón en Colombia; gesto que el país nunca podrá terminarle de agradecer. Y por todo ello, hoy, días después de haber cumplido 90 años, le ofrezco en estas páginas un modesto, pero sentido homenaje. Muchas gracias, maestro. ¡Salud!
Nacido en una Medellín resguardada por las montañas, hizo allí sus primeros trazos. Terminado su bachillerato viajó a Bogotá, donde tiempo después obtendría el segundo puesto en el IX Salón Nacional de Artistas. Andado el tiempo viajaría a Europa con la bolsa del premio.
En Europa, en los principales museos de Italia y España (en especial el Museo del Prado en Madrid y la Galería de los Oficios en Florencia), tuvo ocasión de ver las obras de los grandes maestros y tuvo la oportunidad de aprender de ellos, de beber de ese manantial inagotable que en todas las artes son los clásicos. Luego apreciaría la evolución del arte moderno (es decir, el arte que en Occidente se ha hecho desde el siglo XIV hasta nuestros días) y se enamoraría del primer Renacimiento italiano, que ya es logro y culminación y esplendor; sobre todo encontraría su espíritu afinidad con la obra de Piero della Francesca, cuya aura rezuma en las obras del colombiano.
Como casi todos los artistas de su generación y de la generación subsiguiente, su carrera no fue ajena a la docencia. Enseñó en las Escuelas de Bellas Artes de la Universidad Nacional y de la Universidad de los Andes. Allí, en una de sus clases, conocería a su primera esposa: Gloria Zea.
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Luego vendría la búsqueda de una expresión propia, la consolidación de un estilo. Pero antes vendrían sus viajes por México y Estados Unidos, así como las repulsas de los galeristas, las incomprensiones del público, la fiereza de la crítica; vendrían la separación de su esposa, la errancia neoyorquina, las nostalgias de la ausencia, las dilaceraciones de la duda, las soledades sin nombre y las angustias sin cuento que nos depara la suerte. Pero allí estuvo la tenacidad y la perseverancia del artista para, decidido, continuar su camino.
Un accidente -como ha ocurrido algunas veces en la historia de las artes, de las ciencias, de la humanidad- sellaría su estilo. Pintando una mandolina, dibujó muy pequeña la boca de la caja de resonancia y notó que ganaba el instrumento musical un volumen inusitado. Y desde entonces anduvo en busca del volumen: voluminosos los seres que pueblan sus cuadros, voluminosos los cerros y las colinas, voluminosas las palomas, voluminosos los ataúdes, las monjas voluminosas, voluminosas las frutas y los tenedores que las trinchan, voluminosas las esculturas. Esas mismas esculturas que, imponentes, habrían de dialogar con el urbanismo y la arquitectura de los Campos Elíseos muchos años después, en 1992.
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Y por fin advendrían la consolidación de un estilo, el realce de un nombre, la ovación del público y el reconocimiento de la crítica. Advendrían las grandes exposiciones en las galerías más prestigiosas, primero; en los grandes museos, después. Advinieron las ventas internacionales, el posicionamiento en el mercado del arte, la tranquilidad para, ajeno a todo ello, seguir trabajando sin cesar. Advendría la satisfacción del deber cumplido, el sosiego que otorgan los sueños realizados, la recompensa fértil tras las jornadas arduas de trabajo…
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